Viena, o cómo someterse a su dictadura sutil

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Hace ya tiempo que Viena intenta sobrevivir bajo la bota de buen cuero flexible de la dictadura: la nieve cae sin rechistar y las nubes llegan siempre por el mismo sitio. Las marcas de la elegancia establecida, que no es elegante, visten a todo el mundo, sin excepción, y no sólo consiguen que el otoño baile obediente y sin pausa en ordenados remolinos, sino que la gente se vista siempre con ropa de frío, que es más cara y tapa las arrugas, bolsas y flojedades. Y que el hecho de parecerse, parecerse mucho, no sólo no les repugne sino que les guste. En fin: una dictadura. No tendría demasiado sentido insistir en contarla de no ser porque algunos pequeños indicios permitirían sospechar la inminencia de… la inminencia de… una inminencia.

¿Una dictadura?, se preguntan ya los pocos que puedan leer este cuento. ¿En Viena? ¡Pero si en Viena la civilización descubrió el urbanismo redondo y el arte de suicidar un imperio bailando el vals! Eso sin contar con la Sacher Torte, el psicoanálisis y la arquitectura funcional que acabó con los edificios en forma de pastel de nata de los Habsburgo.

…¿Lo ven? La gente pasa al lado mismo de una tiranía, vive en ella, entre los ángulos rectos de sus edificios y las mantas de lana suave pensada para apaciguar rebeldías, y ni siquiera se da cuenta. Basta verles los ojos. Si uno se pasea por el centro comercial –único lugar en el que es posible encontrar un número apreciable de gente, y no calles vacías, como desalojadas por muchos meses seguidos de sólo domingos o alguna amenaza nuclear tranquila–, verá que esa gente no sería capaz de ver una tiranía ni aunque se empotraran contra ella con sus caros coches en un día de hielo sobre el asfalto.

Ya ocurrió, y no hace tanto, aunque algunos puedan pensar que es un golpe bajo recordarlo. No sólo no la vieron venir sino que luego, después de la hecatombe, muchos incluso dudaban de si en realidad había sucedido, y pretendían argumentar sus dudas, e incluso votaban por los matarifes. O fingían no verlos disfrazados de médicos o abogados o respetables vendedores de coches de segunda mano. O iban a los cementerios a negarles la realidad a los muertos: “No, mire usted, usted no está muerto. Lo que ocurre es que ha cogido frío… No deben confundirse los síntomas. Pero ¿ha probado usted un grog de chocolate con brandy y canela? No falla… Eso levanta a un muerto”.

En realidad, si se piensa, no es tan de extrañar: en Viena casi todo está pensado por sucesivos gobiernos benévolos para que no se le vea el lado desagradable a la existencia: el paso del tiempo, por ejemplo, que tal vez sea lo más desagradable. En Viena no pasa, y si pasa, gracias a los impuestos, lo hace en carruaje. Ese es sólo un ejemplo. De ahí la permanente presencia de fantasmas, fantasmas prestigiosos y amigables que todo el mundo finge que están vivos. “Esta es la casa de Mozart”, te dicen por ejemplo como si Mozart fuese un campeón de esquí, hijo predilecto de la ciudad que se ha ausentado para una gira con una guitarra. Mientras tanto algún mecanismo escondido detrás de la estatua (siempre hay una estatua, y rara vez cagada por las palomas) te tararea algún fragmento del concierto para oboe o del alegre Don Giovanni. Nunca el Réquiem, por supuesto. O la estatua de Schiller, o el anillo de Schubert…

El anillo, el Ring, es una creación estupenda de los arquitectos vieneses. Mientras inventaban con él el urbanismo circular o amueblaban la ciudad de forma que los grandes burgueses se mirasen siempre a sí mismos, estremeciéndose de gusto mientras se escandalizaban con los delirios de Freud, los atrevimientos de Schnitzler (que escribía sobre militares cobardes y cadenas de sexo) o el elegante y espiritual porno de Schiele, esos mismos arquitectos se sacaban una de las mejores ideas para la esclavitud que no lo parece. Una idea genial. Consiste en crear jardines hechos de pura geometría, de geometría en estado puro, del ideal mismo de la geometría rectangular… y encerrar en ellos a la gente.

Y como ha demostrado la Historia, pues la fórmula ya ha sido acreditada a lo largo de más de un siglo como, quizá, ninguna otra del siglo XX, la gente ni siquiera se da cuenta. O sea la esclavitud perfecta. Le quitas a la gente los jardines, los árboles y los pájaros, le quitas las decoraciones, más que bonitas, distintas, le quitas a las casas cualquier cosa que sobre de sus ángulos rectos, creas grandes cubos, para entendernos, los alineas, dices que eso es arquitectura racional, o funcional, o alguna palabra civilizatoriante y prestigiosa, y ya está. Nadie rechista: unos cuantos constructores se forran con la complicidad de miles de arquitectos a sueldo, y todos tan contentos y en particular los alcaldes y ministros, que mantienen a la gente arrebañada y lanar en los establos. Y felices con la ilusión de ser propietarios. ¿Cómo se puede ser propietario de unos cuantos metros cúbicos de aire? Pero ellos creen que sí y la fórmula funciona.

¡Que si funciona!: esa es la gran aportación de Viena a la esclavitud mundial. La idea de que la gente no sólo puede sino que debe vivir en cajas –una idea exportada desde ahí hacia Hungría y todo el Este, y hacia Lyon, Toulouse, Madrid y de ahí hasta América y el mundo–, la idea de que el ángulo recto es el ángulo de la felicidad. Y la felicidad ya no es producto de quién sabe qué supersticiones sino que es una felicidad racional. Dios no es ya triangular sino rectangular, como la televisión, que se ha convertido en la única ventana de las viviendas. Normal: sólo en ella se pueden ver pájaros, y verdes, y mujeres desnudas.

La vida.

Hace tiempo que dura la dictadura pero no menor es la edad de quienes se opusieron a ella. Hubo un fulano, por ejemplo, Hundertwasser (un artista a quien le dolían los ojos a base de ver tanto ángulo recto, que además como que le encerraban los colores), que reivindicó el derecho no sólo a ser sino, y ahí está la gracia, a mirar distinto. El derecho a asomarse a la ventana y ver una ciudad que no fuese el reino de los paralalepípedos e imperio de los subsecretarios. De los sargentos y de los directores de orquesta. Que fuese también de los violines, de los aporreadores de tambor y de los azules. De las nubes cuando tienen prisa y todos esos ángulos las desgarran, y de los perros que se escapan de los mimitos y cursiladas de sus dueños.

Pues bien: astutamente, como corresponde a una ciudad que ha gobernado medio mundo y sabe cómo manejar a los rebeldes, los tiranos de la ciudad, gente respetable y amante de los niños, le hicieron entrega de una esquina. Sí, una esquina, como quien entrega un parque o una plaza, una esquina en un barrio alejado, y en ella el hombre construyó una especie de cuento de Andersen, con colores y ventanas distintas entre sí, y demostró su teoría, a saber: SI SE MIRA DISTINTO SE ES MÁS FELIZ. Ahora la dictadura explota el invento y ha incorporado esa pequeña rebelión al concierto general de grises de la ciudad. Como el sonido del pequeño triángulo entre una gran sinfonía de Shostakovich.

Porque eso es lo que caracteriza las dictaduras modernas: la sutileza. Los modales. “En este café”, dicen (y es el Hawelka, el más bohemio, el más antiguo de los cafés, con los sofás desgastados y huellas de lejanas rebeliones y poemas), “en este café…” y te cuentan de cómo alguien escribió un poema tan bello que obligó a un príncipe a regresar desde París, donde vivía, para buscar al poeta por toda Viena para invitarle a una copa (una leyenda, seguro: apenas se sabe de príncipes capaces de capturar un verso). O “enestecafé”
y te cuentan la historia de cómo un señor escribía un periódico él solo y llegó a enfadar tanto al emperador que éste decidió no salir ya por la puerta de su palacio que daba a ese café, y mandó tapiar las ventanas. ¡Recortarle la ciudad a un emperador! ¡Eso sí que es periodismo! ¡Civilización! No es de extrañar que Kafka naciese en Viena y se inspirase en ese cuento para escribir “El urbanista”.

O te lían con los pasteles. Si no te rinden con la arquitectura, con la Historia, con el prestigio de los rebeldes, entonces te atacan con pasteles, tortas: artillería pesada. Schoko-trüffel, a la que le basta el nombre para hacerle vacilar a cualquiera la resistencia. O la Cremeschutte, para vencer a los reacios con un faible por lo cursi, que son muchos, toda una fuerza electoral. O la Jubilämestorte, que vence por la simple fuerza del patriotismo, una treta de eficacia probada: el pastel va envuelto en los colores de la bandera, el imperio, la tierra de nuestros padres, todo el “cuandoéramos” que no falla nunca, y si falla, entonces se fusila y en paz.

Pero no es nada fácil que ocurra eso. ¿Quién se puede resistir a un buen café, en un buen café, adornado con Apfelstrüdel? ¡Satán, y no Viena, inventó ese pastel! Fue en una discusión entre diablos un poco torpes y en la que uno de ellos no terminaba de entender qué es tentación. (Difícil de definir, en efecto: mejor mostrar, siempre y cuando se caiga. Si no el experimento no sirve. Se caiga, se desfallezca, se precipite en, se arroje uno a). O si no, ya, entonces, el argumento final: la Esterhazy Torte, que no por casualidad lleva el mismo apellido que Barba Azul. No se conoce a nadie que se haya resistido, no en Viena al menos, ni en todo el imperio austrohúngaro. Así se explica que los Esterhazy se mantuvieran en el poder tanto tiempo: sobornaban a la población con Esterhazy Torte: su degustación, su recuerdo, su añoranza…

Por no hablar ya de los músicos, de las mujeres, de los valses (véase nostalgia de). Siempre el pasado, claro, un pasado, una juventud ya ida. Nunca el presente. Y mucho menos el negro futuro del tiempo arrugado. ¿No es eso lo más definitorio de las dictaduras? Que congelan el tiempo. Siempre prometiendo tesoros por venir pero siempre fijando el pasado en plan estatua. Como si el recuerdo de su juventud, de cualquier juventud, les impidiese avanzar.

Por eso nieva todo el tiempo. Y por eso los burgueses pasean sin pausa, comprando ropa de invierno de marca que les recuerde los tiempos en que reían en el Prater cogidos de la mano, con vestidos de flores, representando no su juventud sino la juventud que les habían dicho, la de postal que todo el mundo intenta representar hasta que se da cuenta de que no es esa… Pero entonces ya es tarde.

Y esa es la razón de que coman pasteles Esterhazy. No sólo porque quieren, como todo el mundo, seguir siendo los de entonces sino porque, después de probar uno, con sus heráldicos grises y oros, nadie quiere hacer la revolución y poner en riesgo el mundo. Con la consecuencia de que, seguramente, ya no se harían más pasteles así. A fin de cuentas con Esterhazy Torte cualquier tiranía es dulce.

Lo que los Esterhazy no tenían previsto es que un día, un día en apariencia cualquiera de cualquier invierno…

Pero eso todavía no ha sucedido. Y los escritores, en Viena, no pueden profetizar nada, aunque tengan visiones y vean lejanos incendios y crepúsculos entre la nieve. Sólo pueden dar cuenta de la gloria, la juventud, el pasado… ~

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Pedro Sorela es periodista.


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