Zaha Hadid (Bagdad, 1950), la primera galardonada con el premio Pritzker, el llamado Nobel de la arquitectura, vive desde los años setenta en Londres. Pero no llegó allí huyendo de nada. Lo hizo para poder construir la arquitectura que imaginaba. Estudió en la Architectural Association bajo la tutela del holandés Rem Koolhaas, con quien colaboró durante un tiempo. Poco. Hadid valora su independencia. Esa prioridad, sumada a una prolongada falta de reconocimiento y a la mala suerte, le cuajaron un carácter difícil y fama de insoportable. A esta mujer, extranjera, musulmana y de físico contundente, intentar hacerse un hueco en un campo tan masculino como el de la arquitectura le ha costado acostumbrarse a tener que pelear a la contra. Su postura profesional y su insobornable voluntad de hacer las cosas de otra manera se entienden bien desde ese contexto personal. El mismo contexto revela a un personaje tan obcecado como contradictorio. Hadid es una persona que habla claro. Pero al hablar de Irak elige mostrarse entre tímida y discreta. Hace más de veinte años que no regresa a su país y, cuando lo menciona, evita manifestarse sobre el Irak de hoy (aunque sí lo hizo públicamente en contra de la guerra que el gobierno de Blair había decidido apoyar), aduciendo que prefiere recordar el país de su infancia, en el que las mujeres tenían acceso a una educación superior y libertad de movimientos. La libertad que ella supo aprovechar. La misma por la que dice abogar ahora y siempre.
La angulosa decoración del apartamento londinense de su hermano y el extravagante interiorismo de un restaurante en Sapporo fueron, desde finales de los ochenta, y durante años, sus únicos proyectos construidos. El resto eran diseños sobre el papel. Aunque varios de ellos concursaron y lograron el primer premio, ninguno conseguía levantarse. Hadid no se desesperaba. Por lo menos públicamente. A mayor resistencia, mayor fama. Se ganaba la vida dando conferencias por medio mundo, explicando los singulares proyectos que le valieron el sobrenombre de “arquitecta de papel” y acumulando entrevistas en su agenda. En esas estaba cuando, a principios de los noventa, Rolf Fehlbaum, el dueño de la productora de sillas Vitra, le encargó la estación de bomberos del micromundo arquitectónico que es esta empresa alemana, con edificios de Frank Gehry, Tadao Ando, Alvaro Siza o Nicholas Grimshaw, entre otros. En el más puro estilo Hadid, junto a ese logro, un desastre le reportó el mismo espacio en la prensa internacional. Tras ganar el concurso para levantar la Ópera de Cardiff, su proyecto fue desestimado. La comisión encargada del edificio resolvió rechazar el resultado de su propia convocatoria y levantar un diseño que encargaron posteriormente a Norman Foster pero que, en última instancia, el británico optó por declinar. Más polémica y más fama.
Durante toda su carrera, al temor a no atreverse a pensar de nuevo las cosas, al pavor a no plantear la arquitectura desde cero, le siguió el miedo a no llegar a construir. Éste convivió con el sufrimiento por mantener un estudio sin encargos y, finalmente, todos los miedos convergieron en la necesidad de alimentar su convicción. El reto de construir sus extrañas propuestas se convirtió en una obsesión: era su pesadilla, pero también era su fuerza. “Si no creyese en lo que hago no hubiera sido capaz de insistir cuando no tenía encargos ni podría seguir esforzándome en tratar de partir de cero ahora que los tengo”, declaró. Hoy la zozobra es agua pasada. Treinta años después de abrir su propio estudio, Hadid es sin duda alguna la arquitecta más famosa del mundo. Y no ha sido el Pritzker el que le ha valido la fama. Sólo la ha coronado. Más reputada por lo metarquitectónico que por la bondad de sus proyectos, no deja de ser paradójico que su obra haya sido finalmente premiada ahora que, una vez construida, ha dejado de ser algo radicalmente extraño. Pero el jurado del Pritzker, del que por primera vez formaba parte Rolf Fehlbaum, el primer cliente serio de Hadid, no ha corrido ningún riesgo. El año pasado un proyecto suyo, la terminal de tranvías de Estrasburgo, obtuvo el galardón que concede la Unión Europea, el Premio Mies van der Rohe de arquitectura. También este premio levantó polémica. Se había valorado como arquitectónico algo tan inmundo como un garaje. Una pieza que, en el mejor de los casos, estaba más cerca de una instalación artística o una intervención de land art que de un proyecto arquitectónico. Por exceso o por defecto, Hadid ha vivido muchos años de la polémica y hoy, que ya no le hace ninguna falta, es lógico que siga envuelta en ella.
Obtenido el Pritzker, se ha hecho ya con los galardones más importantes del mundo arquitectónico. Pero el verdadero premio lo recibió hace unos años, cuando comenzaron a llegarle los encargos. Pequeños primero, como las escenografías para las giras de los Pet Shop Boys o los montajes de exposiciones. Extraños más tarde, como la Pista de Salto de Esquí en Innsbruck. Si la arquitectura de esta autora parecía llamada a levantar hitos, Hadid pasó a especializarse en zurcidos urbanos, como la terminal de tranvías premiada o la Plaza de las Arts que construye en Barcelona. El recientemente inaugurado Centro Rosenthal en Cincinnati parece, por fin, un encargo habitual en un mundo real. Y ese, precisamente, ha sido criticado como su edificio más vulgar. Otra vez mala suerte. Parece que la proliferación de edificios singulares ha restado extrañeza a los diseños de Hadid. Pero también lo ha hecho la realidad, el mero hecho de haberlos construido. Si los dibujos sorprenden, los edificios lo hacen en menor grado. El paso de las dos a las tres dimensiones resta radicalidad a sus propuestas. El volumen suaviza sus formas. Tal vez por eso el premio haya sido cuestionado. La Hadid premiada es menos extraña que nunca. Y no queda claro qué es lo que el Pritzker premia: si el tesón y la innovación, la voluntad de ser diferente, o la vuelta al redil, la demostración de que hasta lo más extraño construido se vuelve más cercano.
Para muchos se trata de un premio políticamente correcto. Por fin una mujer, una inmigrante de lujo, una iraquí rebelde. En cualquier caso, la preocupación por la corrección, por lo menos con las mujeres, sí sería una novedad positiva. Nadie, ni el propio Robert Venturi, protestó cuando, en 1991, el premio le fue concedido sólo a él, obviando el papel de su socia (y esposa) Denisse Scott Brown. Tampoco el caso de Scott Brown era una novedad. Ser esposas o amantes de un arquitecto ya había ensombrecido las brillantes carreras de numerosas proyectistas. ¿Se premia con el último Pritzker una obra o un personaje? ¿Una actitud profesional que es, en realidad, una apuesta vital? Que otros también merezcan un premio no convierte un galardón en inmerecido. Pero hay arquitectos que merecerían el Pritzker más que otros que ya lo han recibido. El único Pritzker francés, por ejemplo, clama al cielo. En 1994 Christian De Porzamparc, autor de un único edificio de gran relevancia: la Ciudad de la Música en el parisino parque de La Vilette, se hizo con un galardón que Jean Nouvel todavía no tiene. El premio de Hadid confirma que, valorados los estilos recientes, del historicismo al high tech, aplaudidos los dos extremos de la arquitectura que se hace hoy, la factoría inventiva del holandés Koolhaas y el minimalismo cada vez menos minimal de los suizos Herzog y de Meuron, y tras el momento de los ilustres solitarios, desde el australiano Glenn Murcutt o el noruego Sverre Feb hasta el danés Jorn Utzon, el Pritzker ha optado por darle la mano a su tiempo. Así, el galardón a Hadid tiene tanto de justicia como de oportunidad. Pero es, sobre todo, un reflejo del mundo actual. En los últimos años la arquitectura ha vuelto a hablar y lo ha hecho a gritos, para ser escuchada desde todas partes, al instante, y en un idioma universal. Lo que queda todavía por analizar es qué es lo que ha dicho. El qué ha sido menos importante que el cómo, o menos comentado y, desde luego, su última razón de ser. La caligrafía es nueva y vistosa. Sin embargo, el mensaje que tanto afán han puesto en comunicar los arquitectos es antiguo como el mundo. Los edificios más vanguardistas no hablan ni de avances ni de tecnología, ni siquiera de estética o de futuro. Hablan de lo mismo de siempre. Del poder. Por eso el resto corre el peligro de ser malinterpretado y parecer maquillaje. Un capricho. Aunque el poder puede ser caprichoso y el Pritzker se otorga desde el tribunal de los poderosos. ~
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