Zaid en el Zócalo

Escribo estas líneas para decirte mi sorpresa de que la Feria del Libro del Zócalo haya dedicado una mesa para hablar y celebrar tu obra y tus ochenta años en ese vasto marco.
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“La ofrenda”

Mi amada es una tierra agradecida.

Jamás se pierde lo que en ella se siembre.

Toda fe puesta en ella fructifica.

Aun la menor palabra en ella da su fruto.

Todo en ella se cumple, todo llega al verano.

Cargada está de dádivas, pródiga y en sazón.

En sus labios la gracia se siente agradecida.

En sus ojos, en su pecho, sus actos, su silencio.

Le he dado lo que es suyo, por eso me lo entrega.

Es el altar, la diosa y el cuerpo de la ofrenda.

[Gabriel Zaid, “La ofrenda”, en Cuestionario, México, Fondo de Cultura Económica, Letras Mexicanas, 1976, p. 56.]

 

Querido Gabriel[1]:

Te escribo estas líneas para decirte mi sorpresa de que la Feria del Libro del Zócalo haya dedicado una mesa para hablar y celebrar tu obra y tus ochenta años en ese vasto marco. La Feria estaba dedicada a Brasil, y solo eso podría explicar por qué había ese día algunas bailarinas tropicales dispuestas a moverse a la primera batucada. Como se sabe, la plaza mayor de México lleva el curioso nombre de “zócalo”. Yo siempre me he imaginado que la inmensa y pétrea plancha podría ser como el zócalo o pie de una invisible y titánica estatua a un ser desconocido, quizá el Lector Desconocido. Siempre he pensado que este espacio tiene, para decirlo con una voz que no te es ajena, una decisiva teatralidad. En uno de los ensayos de tu hermoso y portátil libro titulado La máquina de cantar[2] se habla precisamente de la teatralidad de los negocios; el Zócalo es el espacio mismo de otra teatralidad, la de la política, ese otro negocio en el que no es fácil creer en este 2014. Precisamente, querido Gabriel, creo que tú te referiste a la historia del último gobernador del Distrito Federal en un texto, que si otros han olvidado, yo recuerdo hoy gracias a un recorte que he trufado en el citado libro:

La ciudad de París tiene un alcalde aspirante a la presidencia. La ciudad de México también. El alcalde de París y el presidente de Francis llegaron por partidos opuestos al poder, que ejercen en la misma ciudad, sin que nadie se ponga nervioso. Pero en México el nerviosismo (aunque olvidó su origen) no se ha curado del espanto de 1927.

Ahora que la censura ha permitido la exhibición de la película La sombra del caudillo, se ha recordado el caso del general Francisco Serrano, prácticamente el último gobernador del Distrito Federal, cuyas ambiciones presidenciales incomodaron tanto al Supremo Poder que lo mandó matar (3 X 27). Para mayor seguridad, poco después los sonorenses suprimieron la gubernatura, los ayuntamientos, las elecciones locales y los derechos políticos locales de todos los ciudadanos del Distrito Federal, excepto uno: el presidente de la república (28 VII 28).

En el Distrito Federal, el presidente no es el Gran Elector de hecho, sino por derecho. No vaya a ser que gane la oposición (como es probable) y ponga en jaque a la presidencia. No vaya a ser que (para impedirlo) sea necesario un fraude tan escandaloso que provoque la toma de la alcaldía ¡en el Zócalo! No vaya a ser que, aunque el alcalde sea del PRI, llegue a creerse digno de pasar al edificio vecino sin invitación, como Serrano.

Desde entonces, muchos jefes del Departamento del Distrito Federal han soñado con la presidencia, pero ninguno por vía independiente, sino como un favor ganado por su extrema lealtad y eficacia al servicio del señor presidente. Varios han creído estar cerca de ser favorecidos por el voto supremo, pero ninguno lo ha logrado: sueñan, maniobran y se van. Pero no al otro mundo, como Serrano en Huitzilac.[3]

El acto se organizó a las 3 de la tarde, una hora perfecta para hacer la siesta, una hora que coincide con la salida de las oficinas o el inicio de una megamarcha. Pero cualquier hora es buena para conversar y más todavía para conversar en el foro que lleva el nombre de tu amigo José Emilio Pacheco con tus lectores Armando González Torres y el suscrito. Como había tres asientos, yo puse en el sillón de en medio tus libros para así darle el lugar de honor a la clave Gabriel Zaid. La conjunción de estos dos apellidos, Pacheco y Zaid, José Emilio y Gabriel, fue otro motivo de reflexión esa tarde en que creíamos que no iba a llover, esa tarde en que creíamos que no habría mucho público. Y es que, como sabes, ese día a las 3 de la tarde, estaba convocada una marcha de los estudiantes del IPN que iba desde la Estela de Luz hacia Tlatelolco. A pesar de eso, no me costó trabajo llegar a la cita: allí estaba yo desde casi las 14:00 hrs. de la tarde y pude atender, desde la última fila, el acto en que José María Espinasa y Pedro Serrano promovían el Periódico de Poesía. Estábamos entre amigos y la anfitriona del acto era Lucía Segovia, la sobrina de Tomás Segovia, tu compañero y casi diría contraparte, en la revista Plural de Octavio Paz. En La máquina de cantar, que cité arriba, se incluía tu discurso fundador y fundamental: La poesía fundamento de la ciudad, al que tú mismo prolongaste en la práctica con el tesoro del Ómnibus de poesía mexicana (1971), verdadera revolución cultural. La sincronía de esta mesa con la de la marcha citada no deja de hacerme parpadear, es decir, pensar, al mismo tiempo que trazo en mi mente paralelos entre la poesía desolada de José Emilio Pacheco y la ironía iluminoso humor de la de Gabriel Zaid. Mientras yo leía estas palabras ante nuestros amigos, una parte del público me escuchaba, otra hacía como que me escuchaba, y otra más se rascaba el teléfono celular o el iphone frente a mis ojos seguramente tratando de echar un ojo al gato de la mesa y otro al garabato de esa forma secular de la peregrinación religiosa que es una marcha. Me hubiese gustado que nos acompañaras para conversar contigo de viva voz sobre estos paralelos entre marcha política y peregrinación religiosa. Por cierto, hoy 10 de octubre me dijo alguien que el tránsito en la ciudad estaba colapsado por una peregrinación religiosa que iba desde Querétaro hasta la Villa de Guadalupe, ese otro zócalo por cierto al que quizá algún día podamos llevar una conversación como esta. Ahora recuerdo, querido Gabriel, que aunque hemos estado juntos algunas veces y hemos hablado por teléfono muchas, para no mencionar las innumerables horas que he pasado leyendo y releyendo tus poemas, ensayos y artículos (me imagino que sabes que recorto los tuyos y que los trufo en tus libros a los que esos recortes hacen casi estallar), aunque me has llevado en tu coche a tomar el metro cargado con una bolsa de libros y periódicos, casi nunca hemos caminado por una ciudad. Casi nunca. La vez que recuerdo que lo hicimos fue en Bogotá. Me sorprendió la manera casi inspirada en que conocías aquella ciudad como si hubieses estado en ella muchas veces o como si te supieses de memoria el plano de sus calles y carreras. Hasta en eso es misteriosa para mí la persona de Gabriel Zaid tanto como es luminosa e inteligente su obra. Más o menos, querido Gabriel, estas fueron las palabras que pude tartamudear en la casi intemperie de ese improvisado foro. Afortunadamente me abrigaba el recuerdo galante de que ese día 10 de octubre había nacido en Francia en 1684, hace 330 años, uno de los pintores preferidos de Luis XIV y de Rubén Darío: Jean-Antoine Watteau, cuya alegría y risueña, columpiada levedad, a veces se me aparece en el trapecio de tus poemas y ensayos: un arte de vivir y pensar como quien se columpia sin tocar el suelo. Me permití cerrar el acto dando lectura a tu poema “Despedida”:

A punto de morir,

vuelvo para decirte no sé qué

de las horas felices.

Contra la corriente.

 

No sé si lucho para no alejarme

de la conversación en tus orillas

o para restregarme en el placer

de ir y venir del fin del mundo.

 

¿En qué momento pasa de la página al limbo,

creyendo aún leer, el que dormita?

La corza en tierra salta para ser perseguida

 

hasta el fondo del mar por el delfín

que nada y se anonada, que se sumerge

y vuelve para decirte no sé qué.[4]

 

P. S. Pocas horas después del acto, rumbo a Cuernavaca por la autopista, recibí, en la caseta cerrada, de parte de unos jóvenes encapuchados, un “Pronunciamiento ante la masacre del 27 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero”, firmado por una anónima “Coordinadora Combativa”.

 

Esta es, querido Gabriel, la relación de los hechos del día viernes 10 de octubre de 2014. Recibe un abrazo cordial de tu amigo y lector

 


[1]Palabras leídas el día viernes 10 de octubre de 2014 en la Feria Internacional del Libro del Zócalo a las 15:00 horas.

[2]Gabriel Zaid, La máquina de cantar, 1ª ed. 1967, 3ª ed., México, Siglo XXI, Colección Mínima, 1974.

[3]Gabriel Zaid, “La sombra de Serrano”, Contenido, noviembre 1991, p. 24-25.

[4]Gabriel Zaid, “Despedida”, Revista Milenio, número 8, marzo-abril, 1992, p. 11.

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(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.


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