Ningún hombre sabio quiso nunca ser joven”, dicen que alguna vez afirmó Jonathan Swift, quien mucho conocía de frases ingeniosas. Quizá Swift acertara en el universo literario: Dante Alighieri inició la escritura fragmentaria de su Divina comedia cuando contaba 39 años (lo que en su época representaba una madurez incontestable); Cervantes rondaba los 58 en el momento en que fue publicada la primera parte del Quijote; aunque Goethe preparó una versión inicial de Fausto a los veinticuatro años de edad, hasta 1808 –cuando sumaba 59 años– tuvo lista la versión final de la primera parte de su tragedia; Victor Hugo había celebrado ya sus sesenta años mientras en Bélgica aparecía Los miserables y Dostoievski tenía 45 cuando apareció su Crimen y castigo.
¿Qué puede hacer un científico joven en este mundo nuestro? ¿Cómo combinar el vertiginoso ritmo de exigencia académica y profesional con la asfixiante ausencia de plazas de trabajo, con la desastrosa tendencia a la hiperespecialización, con la –en apariencia– inevitable necesidad de exiliarse del país de origen? La GYA, junto con la Berlin-Brandenburg Academy of Sciences and Humanities, buscó respuestas a preguntas semejantes a través de un proyecto que ha sido recientemente publicado con el título de The global state of young scientists. Project report and recommendations (glosys), bajo la coordinación de Irene Friesenhahn y Catherine Beaudry.
Se trata de un informe de 66 sustanciosas páginas donde la realidad de los científicos jóvenes en el mundo se analiza desde múltiples perspectivas; desde la revisión de trabajos similares hasta el estudio desmenuzado del complejo sistema de investigación en la actualidad: el ambivalente rol de los mentores o tutores, las insuficientes redes de apoyo a las mujeres científicas, la infinita diversidad de las profesiones y las especialidades, las áridas condiciones para conciliar la vida familiar con la formación y el trabajo científicos, las trabas administrativas, las diferencias culturales entre equipos de trabajo cada vez más globales, etcétera. Con el objetivo de “Comprender de qué manera los científicos jóvenes pueden triunfar y contribuir en el ámbito del conocimiento y con qué obstáculos se encuentran, a nivel mundial”, el proyecto glosys incluyó no solo una lectura de trabajos previos, sino la producción de datos originales a través de encuestas aplicadas a seiscientos cincuenta individuos de varias regiones del planeta. Contempló de igual modo 45 entrevistas realizadas a sujetos que cumplían con la siguiente descripción de científico joven: un investigador cuya edad oscile entre treinta y cuarenta años, que haya obtenido un grado de doctor cuando mucho hace una década, proveniente de cualquier disciplina de conocimiento y que actualmente busque establecerse en el mundo académico de manera formal.
Los resultados son tan interesantes como dignos de urgente atención: la percepción generalizada es que el trabajo de los tutores –determinantes para el desarrollo de una carrera científica– es insuficiente: no realizan una labor auténtica de guía (inclusive para asuntos prácticos, como informar a sus pupilos de convocatorias para conseguir financiamiento) y tampoco son de cabal ayuda en la transición del papel de estudiante al de colega. De hecho, las actividades iniciales en la vida laboral son reconocidas por los científicos jóvenes como “pobres”, lo que en lugar de incrementar el potencial de los investigadores estanca su carrera, puesto que pasan varios años ejerciendo puramente como “mano de obra barata” en tareas que los investigadores consolidados no quieren (o no saben) realizar, en demérito de la inspiración y la originalidad. También se encontraron quejas puntuales sobre la ausencia de condiciones laborales que garanticen la construcción de una familia, a pesar de que casi la mitad de quienes participaron en el estudio están casados y buena parte de ellos tienen hijos. Otra crítica mayúscula fue acerca de la falta de mecanismos apropiados para medir el desempeño de los científicos: por falta de imaginación las instituciones simplemente alimentan una maniática obsesión bibliométrica.
Desde luego, situaciones semejantes se verifican con exactitud en nuestro país: mientras que en tiempos recientes algunos vecinos geográficos como Argentina están por cambiar su legislación para recibir a más científicos inmigrantes, en México –donde se gradúan un promedio de dos mil doctores en ciencia cada año– no se han abierto nuevas plazas de trabajo, y se calcula que solo en Estados Unidos hay aproximadamente once mil jóvenes científicos mexicanos trabajando, lo que nos convierte en el cuarto país que más “cerebros” exporta. Es decir, esta fuga se refiere a los individuos calificados en quienes el país ha hecho una inversión que se pierde con su salida.
El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología ha reconocido el estancamiento que, por lo menos en los últimos doce años, ha obstaculizado la apertura de nuevas plazas de trabajo para científicos. La directora adjunta de Desarrollo Científico de la institución, Julia Tagüeña Parga, ha impulsado la creación de nuevas plazas para investigadores menores de cuarenta años y mujeres menores de 43 años, a través de una iniciativa que acaba de ser publicada y que ha generado un enorme interés. A fin de cuentas, quizás George Bernard Shaw tenía razón cuando dijo que “las ideas son como las pulgas: saltan de unos a otros, pero no pican a todos”. ~
(Guadalajara, 1977) Escribe regularmente en la Jornada Jalisco y es autor de Científicos en el ring (Siglo XXI) y Almanaque.