Criterios de fomento cultural

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Con la democracia llega a México la indiferencia cultural de la clase política. En la democracia, decía Alexis de Tocqueville (De la démocratie en Amérique, II, 3º, 19), se multiplican los ambiciosos, pero las ambiciones se vuelven más pequeñas.

La monocracia sexenal legitimaba su hegemonía de muchas maneras, y la más alta era la afirmación nacional frente al poder externo, en el marco de una historia, una cultura y un territorio propios, que justificaban el derecho a la autonomía del país (y, de paso, la hegemonía interna). Además, la disciplina monocrática impedía a los políticos moverse por su cuenta y exhibir descaradamente sus pequeñas ambiciones. Tenían que subsumirlas (o cuando menos disfrazarlas) en el marco de las grandes ambiciones nacionales.

Ahora todos buscan abiertamente sus intereses, se mueven para beneficiarlos y no llegan a un puesto para atenderlo, sino para buscar otro mejor. Tanta rotación y pequeñez no es favorable para un buen gobierno, menos aún para la cultura. Quizá por eso el PRI del nacionalismo revolucionario y los puestos que duraban seis años le dio más importancia a la cultura que los gobiernos posteriores del PRI, el PAN y el PRD.

En la campaña para las elecciones del 2006, la indiferencia de todos los partidos hacia la cultura fue evidente. Se explica, en primer lugar, porque la cultura no es muy vendedora en el mercado electoral. En segundo lugar, porque (con excepciones) la clase política, aunque más escolarizada que nunca, no tiene tiempo o ganas de leer libros, ni de apreciar las artes en su vida personal. Y, en tercer lugar, porque vive tan ajena a la cultura que no sabe cómo tratar con un medio al que todo le parece mal.

En la Nueva España, el fomento de la cultura estaba a cargo de los sectores que más pesaban en la sociedad: la corte, la Iglesia, los ricos. La tradición se rompió en el siglo XIX, por las guerras de Independencia y de Reforma. Lo urgente fue desplazando a lo importante. Un Estado inestable no podía ser el relevo de la corte en el fomento de la cultura. Como si fuera poco, la Reforma confiscó los recursos de la Iglesia y exterminó al Partido Conservador.

Los liberales vieron la importancia política de apoderarse de la educación, que estaba a cargo de la Iglesia, pero no querían ser conservadores de lo que veían como un lastre: la cultura indígena, la cultura católica, la cultura virreinal. Veían en España y Francia el peligro de un retorno colonial. Tenían los ojos puestos en los Estados Unidos, el futuro, el progreso, la tecnología, la iniciativa privada y la apertura comercial. Ni el presidente Juárez ni los nuevos ricos beneficiados por el liberalismo dieron importancia al fomento de la cultura. Las fuentes de patrocinio virreinal no fueron reemplazadas, sino destruidas, el primer medio siglo del México independiente.

El fomento de la cultura resurgió por Ignacio Manuel Altamirano. Con muy pocos recursos, fundó una microempresa cultural decisiva para el renacimiento de la cultura en México: la revista El Renacimiento. Su ejemplo movió a muchos a las tareas de reconstrucción, en medio de las ruinas que dejaron la independencia y el liberalismo.

Ya en el siglo XX, un discípulo suyo, Justo Sierra, inició el fomento cultural desde el Estado, con el apoyo del dictador Porfirio Díaz, de 1901 a 1911. La Revolución desquició sus proyectos, reactivados por José Vasconcelos desde 1921, con el apoyo del nuevo dictador Álvaro Obregón. Altamirano, Sierra y Vasconcelos, no sólo fueron hombres cultos y creadores, sino grandes estadistas, que veían claramente la importancia de la cultura para el desarrollo del país. Altamirano llamó a la sociedad civil desde la sociedad civil, como una especie de estadista ciudadano, para crear una literatura nacional. Vasconcelos, como secretario de Estado, y con un presupuesto asombroso (eran los tiempos del primer auge petrolero), transformó aquel llamado nacionalista en un proyecto de cultura oficial: el nacionalismo revolucionario.

El Estado patrocinador de la cultura se fortaleció desde 1946, cuando los generales permitieron el ascenso pacífico de los universitarios al poder. El papel que tuvieron la corte virreinal, la Iglesia y los ricos se volvió monopolio del Estado. Esto llegó a considerarse normal, aunque se trata de una singularidad mexicana, en comparación con los Estados Unidos, España o Argentina. Con notable miopía, los empresarios estaban muy contentos de que el mundo de la cultura no les pidiera dinero a ellos, sino al gobierno. La Iglesia, después de la Reforma y la persecución carrancista y callista, trataba de sobrevivir, no estaba para patrocinar, había descendido a una incultura nunca vista en el clero mexicano y, ante la urgencia de la cuestión social, asumió la incultura como una especie de perfección moral.

El Estado fue la zona de refugio de la cultura hasta los Juegos Olímpicos de 1968; y, con cierta perversidad, más aún después. Luis Echeverría, con la vieja técnica porfiriana de dar a escoger “pan o palo”, ofreció el pan a manos llenas, después de las palizas del 68 y el 71. La cultura se volvió millonaria, sobre todo en el foco del conflicto: las universidades.

Pero llegaron los economistas, que hicieron de la incultura una perfección más avanzada: los principios supremos que dan legitimaciones teóricas al filisteísmo práctico. En los últimos sexenios del PRI, todavía quedaban políticos de la vieja escuela que los frenaban. Luego llegó la democracia, y ahora toda la clase política tiene cosas más urgentes que hacer: colocarse.

Es cierto que a los medios culturales todo les parece mal, y que su crítica puede ser irresponsable. Pero la crítica es mejor que el silencio y el conformismo. (Aunque también es cierto que el conformismo puede disfrazarse de crítica: sumarse a la cargada del momento, contra esto o aquello.) Por otra parte, el descontento no es un fenómeno exclusivo de los medios culturales. La diferencia está en su parcela de poder: el acceso al público, que otros medios no tienen (o evitan, porque prefieren presionar sin ruido). En todo caso, la crítica no es el problema. Un patrocinador con ideas claras puede aprovechar la crítica válida y reírse de lo demás. Pero ¿dónde están ahora los políticos que tengan ideas claras sobre la cultura? Todo lo que saben es administrar el clientelismo: Organícense, nombren una comisión y tráiganme un plan razonable, para ver qué les puedo conseguir.

Desgraciadamente, ni en los medios culturales abundan las ideas claras. Todo el mundo está de acuerdo en que “no hay política cultural”, pero no de acuerdo en qué sería una buena política cultural. Se manejan criterios muy distintos, y por lo general no concretados en soluciones prácticas. Se considera imperdonable la falta de fomento, pero todo fomento es acusado de intereses oscuros. El reconocimiento póstumo es criticado porque no se dio en vida, y el reconocimiento en vida es señalado como favoritismo y cooptación. Ni siquiera hay claridad sobre lo que merece el nombre de cultura, ya no digamos sobre el tipo de fomento deseable.

Los antropólogos contribuyen a la confusión. Ampliaron el concepto de cultura hasta que ya no quiere decir nada. Si todo es cultura, si toda forma de ser es un rasgo de identidad cultural, digno de respeto y apoyo, ¿hay que fomentar la coca en Bolivia, que está integrada a sus usos y costumbres? ¿Hay que fomentar la Coca en México? El consumo por habitante de Coca Cola en México es uno de los mayores del mundo. La Coca es parte de la cultura familiar y deportiva. Para otros, la música de Bach puede ser una pausa que refresca, pero son otros.

El darwinismo de los economistas también existe entre los antropólogos: no hay que intervenir (en las culturas, en el mercado) con una oferta de satisfacciones más elevadas. No hay satisfacciones más elevadas. Ninguna cultura es superior a otra. Es elitista, cuando no imperialista, ofrecer satisfacciones pretendidamente superiores, en vez de respetar la identidad cultural. Es irracional actuar contra el mercado, subsidiar la oferta de satisfacciones que tienen poca demanda. Es más: resulta injusto que la mayoría pague (con sus impuestos) satisfacciones de una minoría.

Para Altamirano, Sierra y Vasconcelos, la importancia de la cultura en el desarrollo de la especie humana, del país y de cada persona era obvia. Despertaba en ellos grandes ambiciones de fomento cultural (anticipando las de André Malraux para Francia). Desgraciadamente, hoy que la clase política tiene más títulos universitarios que nunca, más ingresos que nunca y más recursos que nunca para desplegar sus ambiciones, son pequeñas. Hay que reconstruir lo que antes era obvio: la importancia de la cultura en el desarrollo humano.

1. Es deseable que todas las personas sean más libres, que desarrollen su conciencia individual, social e histórica, que ejerzan su autonomía y responsabilidad, que cultiven su inteligencia, la sensibilidad de sus cinco sentidos y el uso creador de todas sus facultades intelectuales, emotivas y corporales.

Esto no niega las condiciones biológicas que permiten la aparición de la cultura en la evolución de las especies. Tampoco niega la cultura en un sentido antropológico. Pero va más allá. Una cosa es la disposición congénita para el habla, que compartimos con los pericos; otra, la admirable variedad de lenguas del planeta; otra, El cantar de los cantares y la Apología de Sócrates. Se puede hablar de cultura en los tres niveles, pero no sirve más que para confundirnos. Para evitarlo, habría que hablar de cultura 1 (animal), cultura 2 (antropológica) y cultura 3 (la cultura de la libertad creadora).

Se habló primero de cultura para referirse a la cultura 3 (que sigue siendo el uso recomendable, como primer significado). Después se usó la misma palabra para la cultura 2. Y, más recientemente, se usa también para la cultura 1. No hay inconveniente, mientras no haya confusión.

No se debe ignorar que somos parte de la naturaleza, que también los animales son inteligentes y que algunas innovaciones de la conducta animal no se transmiten por vía genética, sino cultural: observando la innovación de los innovadores. Pero la música de “las aves, con su cantar süave, no aprendido”, la canción aprendida por un perico y la música de Francisco Salinas, “a cuyo son divino, el alma, que en olvido está sumida, torna a cobrar el tino” y “se conoce” a sí misma (Fray Luis de León) son cosas diferentes. Las innovaciones de Bach están prefiguradas por el accidente evolutivo que produjo el canto del jilguero, pero no tienen el mismo nivel.

La libertad, el amor y la crítica son fenómenos tardíos en la evolución de los homínidos. El cantar de los cantares, la Apología de Sócrates, Las Meninas, las Variaciones Goldberg, tienen un nivel desconocido en millones de años. No se pueden reducir a la cultura 1 ni a la cultura 2, aunque surgen de esos niveles previos. En las culturas 1 y 2, se nace involuntariamente. La cultura 3 se hace personalmente. Es la cultura creada por la libertad creadora de más libertad. Su aprecio, conservación, continuación y desarrollo es deseable, porque es deseable que todas las personas suban de nivel.

2. Nadie puede vivir al margen de las culturas 1 y 2, pero sí al margen de la cultura 3, lo cual es una inferioridad, digan lo que digan antropólogos, sociólogos y economistas. Es un error negar el desnivel o reducirlo a términos geopolíticos o de clase. Que la cultura 2 haya aparecido en África, y desde ahí se haya extendido por el planeta, puede verse como imperialismo africano, pero sería ridículo. Tan ridículo como suponer que los ejecutivos de las trasnacionales son los apóstoles de la cultura 3.

No hay que temer la conversación de Sócrates como imperialismo cultural. Hay que admirarla, frecuentarla, continuarla. Hay que subir la conversación local al nivel que tenía la conversación en Atenas hace veinticuatro siglos. La cultura 3 es un proyecto abierto para todos, un nivel superior de toda cultura 2.

3. Es deseable que el fomento cultural sea innecesario; que, una vez alcanzado el nivel 3, se extienda por el ejemplo, la memoria, la convivencia familiar y comunitaria: como se trasmite la cultura 2. Puestos a soñar, hasta es deseable que los delfines, los pájaros y las especies más inteligentes suban al nivel de la libertad, el amor y la crítica por el trato con las personas que los quieren y les hablan. Pero sería poco realista (y hasta contradictorio con la naturaleza misma de la cultura 3) limitarse a esperar milagros. Hay que crear y cuidar las circunstancias propicias para que se produzcan los milagros. El ascenso de todas las personas a la cultura 3 puede y debe facilitarse de muchas maneras.

Afortunadamente, la cultura creadora produce obras que mantienen latente el virus de la libertad, el sueño del amor, el ejemplo de la crítica, la experiencia de una conversación que sube de nivel la vida humana. Es deseable que el acceso a estas obras esté al alcance de todos, sin necesidad de fomento cultural, por el simple contagio de unos aficionados a otros, en circunstancias favorables. Pero hay que crear esas circunstancias favorables.

Si basta la organización de mercados, enhorabuena (y, dicho sea de paso, los mercados no se organizan solos: hacen falta empresarios culturales de la iniciativa privada y el Estado). Pero no basta: hay que subsidiar las actividades valiosas y deficitarias. Lo ideal, por supuesto, es que el subsidio corra por cuenta de particulares. Pero no hay ninguna razón para descartar el subsidio del Estado. A la sociedad le conviene facilitar que todos tengan la oportunidad de cultivarse, aunque muchos prefieran no hacerlo. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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