El 2 de octubre de 1968, mientras el ejército mexicano mataba estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, moría en Neuilly-sur-Seine Marcel Duchamp, uno de los artistas más influyentes del siglo XX. Quizá desde el Renacimiento no aparecía un artista tan radical. Lo indecible, lo que está más allá de la imagen, se encuentra en el centro de sus preocupaciones fundamentales. Pocos artistas han desarrollado una obra tan autista, tan cerrada sobre sí misma. Pienso en el Finnegans Wake, la obra ilegible de James Joyce, en las piezas para piano de John Cage, en La Jetée, el mítico filme compuesto de fotos fijas de Chris Marker. Las perspectivas de estos artistas apuntan hacia algo que está más allá de su propio medio de expresión, de modo que la obra no es más que el marco de otra cosa. Se trata del prólogo o del epílogo de la obra de arte en sí. Y también se trata de un gesto: el artista asesina la obra de arte, por medio de una negación radical del propio medio de expresión.
En sus entrevistas con Pierre Ca-banne, publicadas en 1967, Duchamp afirma que Rimbaud y Mallarmé eran poetas impresionistas. Incluso llega a comparar a Un coup de dés con el puntillismo de Seurat. No le interesaba el sentido de los poemas de estos autores sino sus cualidades visuales o musicales: sus texturas verbales. Probablemente Duchamp sea uno de los pocos pintores literalmente abstractos del siglo XX. Un filósofo, en el sentido fuerte de la palabra. Su abstracción no se dirige sin embargo al conflicto figurativo-no figurativo, sino a un punto donde la materialidad misma de la obra de arte tiende a desaparecer, de modo que su obra no es más que la traza de una idea, de un concepto artístico dirigido directamente a provocar una impresión estética en la mente del espectador. Pero su inmaterialidad no es necesariamente mística, sino aristotélica (el arte como potencia) o kantiana (como manifestación de lo sublime). La obra de Duchamp es potencia en estado puro (y aquí utilizo el término como sinónimo del que se aplica a las drogas). Lo sublime, entendido como aquello que se sitúa más allá del sentido, es el efecto que nos causan El gran vidrio o Étant donnés, sus obras emblemáticas. Acompañados de notas y bosquejos, ambos trabajos revelan una estrategia hermética, como lo señalara Octavio Paz en Apariencia desnuda, su gran libro sobre el artista francés. Duchamp combina dos formas distintas de hermetismo, acaso opuestas: por un lado la exploración del museo imaginario y por el otro el uso de un lenguaje privado (en el sentido que nos ofrece Wittgenstein). El lenguaje simbólico proveniente del Renacimiento y del Barroco y elementos aleatorios, comentarios enigmáticos, se entretejen en El gran vidrio y en Étant donnés. Duchamp no sólo hace una crítica de la obra de arte (al negarla afirma su estatuto potencial), sino del mercado artístico, al prescindir de él. Acaso su ruta sea un callejón sin salida, pero su huella ha quedado en el corazón de arte del siglo XX como un enigma pleno de ironía cuyo desciframiento, en la era de la virtualidad y del simulacro, acaso enmarquen el futuro de las manifestaciones artísticas. ~