El espacio de la acción. Entrevista con Mónica Raya

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Egresada de la Facultad de Arquitectura de la UNAM, Mónica Raya estudió una maestría en diseño escénico en la Universidad de Yale. Ha diseñado escenografía, vestuario e iluminación para cerca de cien producciones que incluyen a la Compañía Nacional de Teatro, el Kennedy Center de Washington, el Festival Internacional Cervantino, la Compañía Nacional de Ópera y el Ballet de Arizona. En 2005 recibió la medalla de oro al mejor vestuario en la World Stage Design de Toronto. De 2004 a 2008 fue directora de Teatro UNAM. Participó en la undécima edición de la Cuadrienal de Escenografía y Diseño Escénico de Praga, como miembro del jurado presidido por José Serroni y en que figuraron, entre otros, Georges Banu y Richard Hudson.

 

¿Cómo llegaste al teatro?

Yo descubrí el teatro como espectadora en la UNAM, viendo las obras de Jesusa Rodríguez y de Hugo Hiriart en los ochenta. Me impresionó mucho el montaje de Ámbar; todo era muy insólito: lograba que me riera de cosas que no debían ser chistosas, como la violación de una doncella. Había una fuerza en todo ese mundo que me resultó fascinante. A raíz de esa experiencia, me inscribí en un taller que daba Hugo. Yo quería participar como escenógrafa, pero el destino quiso que terminara trabajando como actriz. El resultado fue La noche del naufragio, que tuvo una temporada de cincuenta funciones. De cualquier modo, a mí como arquitecta siempre me interesó el carácter emocional del espacio. Sinceramente, me aburría horrores con la parte social y política de la arquitectura, pero me cautivaba todo lo que tenía que ver con habitar el espacio, con explorar sus cualidades psicológicas y perceptuales. Evidentemente, el teatro fue un laboratorio perfecto para todo eso.

 

¿Cuál fue tu experiencia en la Universidad de Yale?

Fue una época muy feliz para mí. Tuve un maestro extraordinario, Ming Cho Lee, a quien le debo mi filosofía pedagógica. Él me enseñó a pensar con una mente abierta, a romper los límites. Fue algo que me transformó y que intento transmitir a mis alumnos en la UNAM. Pese a cierta ortodoxia y rigidez anglosajona, esos tres años, en los que tuve que resolver una escenografía cada dos semanas, me convirtieron en un animal de guerra.

 

Tus diseños son muy eclécticos. Me da la impresión de que nunca trabajas sobre un estilo sino que buscas las soluciones espaciales en función de la puesta en escena.

Te confieso que, en lo que se refiere a escenografía, siento un enorme desprecio por el estilo personal. No me gustan los escenógrafos que se imponen sobre la obra. Alguna vez Ming me dijo: “Tu escenografía parece de David Hockney.” Al principio me sentí muy halagada, pero después me di cuenta de que eso no aportaba nada a la obra que estaba haciendo. El aparente elogio era en realidad una crítica muy dura. Mi diseño siempre es el resultado de una investigación exhaustiva. Cuando empiezo un proceso, nunca sé hacia dónde va a ir. Me repugna la idea de una imposición estética previa al análisis del material. A mí me gusta mucho trabajar a partir de ideas que no son mías, a partir de lo que opina el otro. Trabajar en una idea que no es mía me obliga a explorar, a abrir mis propias fronteras. El espacio escénico debe estar diseñado para contener la acción. Entonces, antes de diseñar, hay que entender qué es lo que va a ocurrir. No puedes hacer un vestido y luego buscar quién se lo va a poner. Uno tiene que hacerle un vestido a un cuerpo: gordo, flaco, alto, chaparro, con panza, joroba, lo que sea, pero debe ser particular, no general. Esa sastrería espacial es lo que más disfruto.

 

Además de escenografía, diseñas iluminación y vestuario. En tu trabajo hay una visión muy integral del diseño escénico.

Es algo que fue ocurriendo. Me formé como escenógrafa, pero la vida profesional me fue empujando, a veces por situaciones de emergencia, a resolver problemas de vestuario y de iluminación. El diseño del vestuario se fue volviendo algo muy importante para mí. Es el espacio del personaje. Sin dejar de lado la funcionalidad, creo que tengo una visión muy arquitectónica del vestido.

 

Háblanos de tus colaboraciones con Ludwik Margules.

La relación con Ludwik fue muy estrecha y muy amorosa. Pienso que en mí encontró un colaborador que no tenía prejuicios ni predilecciones. Trabajamos con una enorme libertad. Hicimos Cuarteto de Heiner Müller. Yo diseñé una caja metálica, un pequeño búnker, que luego se convirtió en el espacio de otras puestas en escena. Considero que algunos de esos trabajos son de una gran pureza, como El camino rojo a Sabaiba y Los justos, donde colocamos a los terroristas de la historia frente a un muro de metal que estaba a un metro de la primera fila. El espacio escénico de los actores era mínimo. Funcionaba como un microscopio que amplificaba el pensamiento de los personajes.

 

En 1998 el director austriaco Johann Kresnik fue invitado a dirigir La Malinche de Víctor Hugo Rascón Banda. Tú hiciste la escenografía.

Fue una obra muy polémica. Inolvidable para todos los que participamos en ella. Primero porque el sistema de producción con el que trabajaba Kresnik no tenía nada que ver con el nuestro. Él exigía tener la escenografía construida antes de empezar a ensayar con los actores. Y así sucedió, pero me pedía muchísimos cambios conforme se le iban ocurriendo cosas. Hubo serpientes, pollos, plumas, maíz, pétalos de flores, lluvia de bebés de goma, pescados, y no sé cuánto más. Lograr las imágenes de Kresnik y que todo embonara fue un gran reto. Recuerdo que en un ensayo nos pidió que untáramos a un actor con miel y viéramos qué ocurría si soltábamos un enjambre de abejas en el escenario.

 

Tuvo una convocatoria muy fuerte de público.

Sí, el resultado era muy provocador. Había una visión muy irreverente de la Conquista. Sin embargo, había gente indignada de que un extranjero dirigiera una obra sobre la historia de México. Otros consideraban que se violaban los derechos humanos de los actores, que hacían cosas indignas sobre el escenario. Salíamos en las noticias todo el tiempo. Fue muy divertido.

 

No es extraño que el teatro que busca renovar las formas sea rechazado.

Estoy convencida de que el teatro del pasado no es lo mío. Yo creo que necesitamos hacer obras que arriesguen, exploren, confronten, dialoguen. No me interesa el teatro pedagogo, militante, que intenta convencer a un gran grupo de personas sobre algo muy específico. Me identifico más con las formas artísticas donde los significados estallan en muchas direcciones. Quiero formar parte de puestas en escena que tengan evocaciones múltiples y que confíen en que el público puede armar su propia historia. No encuentro nada atractivo en la unilateralidad del discurso teatral.

 

Este año participaste en el décimo aniversario de Espacio Escenográfico en São Paulo.

José Serroni, uno de los escenógrafos más importantes de Brasil, fundó este proyecto hace diez años. Sin inaugurar una escuela formal, lo que hizo fue abrir su despacho a una gran cantidad de gente que estudia escenografía. Constantemente organiza talleres y conferencias. Convencido de que los estudiantes tienen que confrontarse con muchas visiones, invita a diseñadores de todo el mundo para que trabajen con ellos. Ha logrado que Espacio Escenográfico sea un lugar importante en el debate del diseño escénico. Este año fui invitada, junto con la escenógrafa inglesa Pamela Howard, para dar un taller de creación escénica. La generosidad de Serroni tiene que ver con una curiosidad por lo que no es como uno. No marcar un solo camino, una sola filosofía de creación sino intentar por todos los medios extender los límites de nuestra imaginación.

 

¿Qué le falta al teatro mexicano?

Le faltan maestros y le sobran discípulos. ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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