San Francisco de Asís, dicen sus hagiógrafos, escuchó la voz de Jesús: “repara mi iglesia que se está cayendo en ruinas”. Francisco interpretó la orden literalmente y reparó una capilla. Poco a poco comprendió el mandato; fundó, entonces, una orden religiosa. En 1209, se presentó ante Inocencio III solicitando la aprobación de la orden. Una noche antes, el pontífice había tenido un sueño inquietante. Un magnífico templo se derrumbaba; aparecía de repente un hombrecillo que impedía el colapso.
Los nombres de los papas envían mensajes. Luciani fue Juan Pablo I en memoria de Juan XXIII y Pablo VI, artífices del aggiornamento de la Iglesia. Wojtyła se llamó Juan Pablo II para honrar a su predecesor. Ratzinger no quiso ser Juan Pablo III. Jorge Mario Bergoglio eligió “Francisco”, el santo reformista, crítico de la opulencia eclesiástica y de la violencia.
¿Reformar la Iglesia? La Iglesia católica ha vivido en crisis desde sus primeros años. Bastar revisar el siglo X, el Siglo de Hierro del papado. Frecuentemente, la renovación provino de las órdenes religiosas: cistercienses, franciscanos, carmelitas. Lo propio de las órdenes religiosas es la profesión de los consejos evangélicos: pobreza, castidad y obediencia.
En La condición humana, Hannah Arendt observó que los tres votos anulan la dimensión política del religioso; lo extirpan de la polis. Sin propiedad, sin descendencia y bajo otra autoridad, el religioso pierde su condición ciudadana. Esta condición apolítica explica el poder reformador de los religiosos, agentes ajenos a la polis. Si miramos con atención, veremos que las crisis de la Iglesia proceden del roce o del coqueteo con el poder temporal.
El jesuita
El papa es un religioso de la Compañía de Jesús. Tradicionalmente, esta orden es la élite intelectual de la Iglesia. El papa Francisco es culto. Cita con naturalidad a Maimónides y al deconstructivismo, estudió rudimentos de psicología y química, y posee conocimientos de griego y latín por encima del clero promedio. Como muchos argentinos, disfruta de Borges, famoso por el brillo de su pluma y su conservadurismo, y de Leopoldo Marechal, nacionalista, católico y peronista.
De 1972 a 1973, Bergoglio fue maestro de novicios. Hizo la profesión perpetua en abril de 1973. En julio de ese año, fue nombrado provincial de Argentina. Horacio Verbitsky, feroz crítico, insinúa que tal cargo se debió a las inclinaciones peronistas del jesuita.
En 1986, Bergoglio pasó unos meses en Alemania estudiando a Romano Guardini, sobre quien pretendía escribir la tesis doctoral. Truncó el doctorado, porque lo enviaron a servir en una comunidad jesuita en su país. En 1998, Juan Pablo II lo nombró arzobispo de Buenos Aires. En 2002, recibió el capelo cardenalicio.
A diferencia de Ratzinger, Bergoglio no es un académico. La mayoría de sus publicaciones son de índole pastoral. El resto de su obra se compone, sobre todo, de artículos y entrevistas. El jesuita (2010), entrevista con S. Rubín y F. Ambrogetti, y Sobre el Cielo y la Tierra (2010), conversación con el rabino Abraham Skorka, fueron mal recibidos por los tradicionalistas, quienes no se ahorraron comentarios antisemitas. Y es que durante su trabajo en Argentina, Bergoglio cultivó el diálogo interreligioso.
El futuro del catolicismo
Los episcopados sudamericanos, salvo excepciones, mantuvieron relaciones tersas con los dictadores. En 1976, Videla y sus militares derrocaron a Estela Perón. La dictadura argentina acabó en 1983. El saldo: 8,961 desaparecidos y la economía en ruinas.
En La mano izquierda de Dios (2012), Verbitsky le reprocha a Bergoglio su falta de compromiso con las víctimas de la dictadura, en concreto con dos jesuitas secuestrados y torturados. Bergoglio negó las acusaciones.
Es un hecho que varios obispos argentinos se codearon con los altos militares y que algunos capellanes castrenses aprobaron tácitamente la represión. Ciertamente, Bergoglio era una figura secundaria; pero el Vaticano no debe soslayar el tema. Las acusaciones no pueden desdeñarse. La estrategia mediática de la Santa Sede debe apostar por la información contundente; de lo contrario, la sospecha perseguirá al pontífice.
Por otro lado, Francisco llega sin la sombra de encubrimiento de pederastas. Los electores tomaron en cuenta la lista negra de los doce cardenales acusados por la Asociación Protectora de Víctimas de violación y pederastia (SNAP). El talante enérgico y a la vez afable, cercano a la gente, permitiría a Bergoglio emprender la reforma. El espíritu de cuerpo de la Iglesia propició los encubrimientos. Se antepuso la reputación de la Iglesia a los derechos de las víctimas. La reforma, por ende, debe ir más allá de lo jurídico.
Gracias a su estilo de vida, sencillo y sobrio, el nuevo papa podría reposicionar la pobreza evangélica. Si bien el Vaticano no es un Estado rico, la opacidad reina en algunas instituciones financieras ligadas a él. Es evidente que urge transparentar las finanzas vaticanas. Un papa ajeno a la curia puede hacerlo.
En la moral sexual no habrá cambios. La Iglesia posee una lógica interna; el núcleo de la fe y la moral es inmutable. Desdecirse sería autodestruirse, reconocer su falibilidad en esos temas.
¿El futuro del catolicismo? Ratzinger pensaba que se iría reduciendo en número y mejorando en calidad. Juan Pablo II imaginaba una “primavera de la Iglesia”. Como señalé al principio, hablando sociológicamente, la Iglesia es una institución en crisis perenne. El reto del papa es acometer una reforma que minimice los riesgos de la verticalidad interna y de la cercanía con los poderosos del mundo. ~