Elogio del termómetro

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Qué sencillo es, qué frágil, y sin embargo piensen cuántas generaciones se habrán pasado ya, a estas alturas, el termómetro de brazo en brazo. Cuántos millones de niños aburridos han tenido que esperar los dos o tres minutos, esforzándose por acalorarse y que el mercurio suba hasta los cuarenta grados para no tener que ir a la escuela; cuántos han querido que estalle o que se rompa, y así poder jugar con el venenoso mercurio, esa plata que se une y se independiza a placer, que parece estar viva. El termómetro es un invento deportista, una carrera de resultados imprevisibles, por eso no lo vencen los aparatos y las bandas que se inventan con el mismo fin, porque no tienen chiste, no tienen adentro un animal que corre. Mal que bien, el que inventó el termómetro inventó un pequeño juego casero. El termómetro es el hipódromo de los enfermos; el que lo sufre y el que lo aplica hacen sus apuestas: que no tengo fiebre, déjame mujer; o toca, toca, estoy hirviendo. Manos y mejillas destempladas contra las frentes sudorosas, todos sabemos que el animal guardado en la varita de cristal, inquisidora de nuestras oquedades, decidirá con un relincho nuestra suerte. –

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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