Años después, Fernando Benítez se recordaría adolescente como un personaje de Pérez Galdós: para que su familia se mantuviera a flote en los años veinte, Fernando iba de un viejo deudor a un nuevo acreedor, rindiendo en la noche las cuentas a su madre. Alejado de la escuela en esos menesteres, ocupa sus ocios culturales en la Biblioteca Nacional, leyendo a su primera gran pasión, Ignacio Manuel Altamirano. Le encanta la vocación creativa de ese indígena liberal que abrió, apenas terminados los fuegos de las guerras internas, los espacios para que la inteligencia mexicana se expresara y se asomara al mundo, sin distinciones partidistas. Una mañana ojea el ejemplar de El Siglo XIX correspondiente al 3 de abril de 1870. Altamirano escribe sobre unos niños bien sorprendidos en pleno robo sacrílego en la iglesia de Corpus Christi. No da crédito a lo que lee:
“El primero de estos presos era un joven de 22 a 24 años, perteneciente a una familia distinguida de la capital y emparentada con la de los Béistegui, una de las más opulentas de México, y cuyos miembros residen aquí y en París. Llámase el joven Manuel Benítez.”
¡Es su abuelo! Ya no sólo no puede dejar de leer la nota, sino que se define su entusiasmo por las reservas de sorpresas que puede tener un periódico, cómo una nota certera puede desbaratar un mundo. Diez años después, Fernando Benítez aplicará las enseñanzas de su maestro Altamirano en otro México, el del cardenismo. *** Benítez nació con el triunfo de Francisco I. Madero, y los hechos se empeñaron en recordarlo: “cuando Madero llegó, hasta la tierra tembló”, y ese temblor que recibió al caudillo en la Ciudad de México aflojó un tabique de la cúpula catalana del cuarto de la casa de la calle de Mesones donde el bebé Fernando dormía. El tabique cayó en la cuna, a unos centímetros de su cuerpecito, entre gritos de “¡Jesús!” de la nana y su madre, una de las mujeres más bellas de la capital, por cierto. La infancia de Fernando fue la de la ciudad ocupada por la tropa y las misas en Catedral como única certeza de que en el mundo había todavía un orden. Nunca olvidará los golpes en el portón de los soldados zapatistas, armados hasta los dientes pero implorando, con la infinita humildad de siglos de sometimiento, un pan o una tortilla. Luego, el azoro de la misma tropa cuando se ve en los inmensos espejos que ha sacado de las mansiones del Paseo de la Reforma; es un país que se ve, por primera vez, divertido: “¡Mira, ese eres tú!” “¡Sácate, qué! ¡Serás tú, si estás re feo!” Esa imagen se la regaló, 70 años después, a Carlos Fuentes para uno de sus relatos. *** Durante el cardenismo, Fernando Benítez tiene como territorio la redacción del diario gubernamental El Nacional. Bajo la tutela del subdirector, Héctor Pérez Martínez, reportea, compone planas, recibe y distribuye los cables. Vive con intensidad una bohemia bronca donde se mezclan artistas, generales y políticos; goza la emoción de quitarle la amante al general y secretario de Estado en plena fiesta de la alta burguesía; acude en las madrugadas a darle una manta a Antonin Artaud, que duerme completamente desnudo en una banca de la Alameda. Pero en El Nacional respira el régimen; desde la víspera de la expropiación petrolera, los colaboradores hacen guardia esperando la orden para escribir los editoriales y lanzar la ofensiva a favor de la medida que, adivinan, tendrá a los medios en contra. Durante la Guerra Civil en España, el embajador pasa las noches en la sala de teletipos enterándose de la situación; Fernando vive con pasión el drama y acude a recibir a los refugiados del Sinaia en Veracruz. Durante todo el sexenio, jamás tiene contacto con el general Lázaro Cárdenas.El dramaturgo negado Aunque en 1950 había publicado con buen éxito su primer trabajo histórico, La ruta de Hernán Cortés, eso no justifica del todo el encargo de escribir al año siguiente un Cristóbal Colón que sería el acto culminante de una reunión continental de rectores de universidades, para celebrar un aniversario equis. Fernando escribe llevado por el entusiasmo y la ignorancia más profunda del teatro. La puesta en escena es en sí una epopeya, vista desde la última fila, en los apresurados ensayos, por un Salvador Novo pasmado ante lo que se hace en el foro del Palacio de Bellas Artes. Las carabelas son inmensas, se usará luz negra por primera vez para lograr ciertos efectos “mágicos”; urgen unas amazonas y se contrata a unas bailarinas de una academia cercana, célebres por tener unos traseros tremebundos. No hay tiempo para el ensayo general. El estreno se da a sala llena: entra la primera carabela y la punta del mástil arrasa con estrellas, mecates, partes del decorado de los siguientes actos y todo lo que encuentra. Colón (Julio Villarreal) cree que el Orinoco es el paso al Edén, representado sutilmente por una colina en forma de pecho femenino con todo y pezón; es la parte de la luz negra. Entra el actor, se hacen las tinieblas, Colón pierde pie y termina la escena pateando elementos del decorado, cayendo y levantándose. Y falta lo peor: las amazonas. Danzan con minúsculas faldas, hasta que llegan los españoles; como es lógico, gritan “¡Hemos sido descubiertas, hemos sido descubiertas!” Fernando incrementa su bochorno a cada segundo, pero le gratifica el silencio respetuoso de los rectores. Alguien le explica: “Es que ya se durmieron”. La obra duró tres horas, y Fernando recordará que si la aplaudieron fue precisamente porque terminó, en buena hora. Los decorados pasaron al teatro Insurgentes, para que lo inaugurara Cantinflas con su también desastrosa Yo, Colón.
Entre 1947 y 1948 logra hacer un suplemento cultural en El Nacional, que en esos momentos dirige. Pero la muerte, en 1948, de Pérez Martínez, entonces secretario de Gobernación, lo deja a merced de muchos poderosos enemigos en el alemanismo. En 1949 da forma a su aventura central, el suplemento cultural México en la Cultura, en el lugar menos propicio, el diario conservador Novedades. Para empezar, convoca al talento español: Miguel Prieto y su alumno Vicente Rojo se harán cargo del diseño, Adolfo Salazar de la crítica de música, Francisco Pina de la cinematográfica. Acude a Alfonso Reyes: “Don Alfonso, quiero que me escriba algo para el primer número”. “Mire, amigo Fernando, el periodismo ya no me atrae, no tengo tiempo, no se me ocurre qué escribir”. “Don Alfonso, ¿cuántos ejemplares tira de cada libro, mil, dos mil? Le ofrezco en un solo domingo diez mil lectores”. A la semana, Reyes le entrega su ensayo Homero en Cuernavaca y le arma un número sobre literatura griega. *** Doce años después, las pugnas entre el suplemento y el diario son cada vez más agudas: el imperio de la corrupción que caracteriza al periodismo mexicano choca con la combatividad de Fernando y su nueva generación de colaboradores (José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Emilio García Riera, Elena Poniatowska); su defensa de la revolución cubana tiene de pésimo humor al director del diario. La gota que derrama el vaso es la publicación de unos poemas eróticos de John Donne traducidos por Octavio Paz y, lo peor, ilustrados puntualmente por Elvira Gascón. Las señoras esposas de los directivos del diario se asoman a la plana el domingo, luego de la misa, y el soponcio es inmediato, al grado de interrumpir a telefonazos la partida de golf de los maridos, quienes corren a Fernando esa misma tarde. El periodista incómodo Para 1956, es claro que la Revolución no inquieta ya a empresarios ni gobernantes, que muchas de las medidas agrarias y laborales del cardenismo se han abandonado, fracasaron o se mutilaron. Fernando se lanza al sureste, hasta Yucatán, para levantar un testimonio de la ruina del estado y de su monocultivo, el henequén, tras el auge de la guerra y el descubrimiento de las fibras sintéticas. En el camino, documenta asesinatos de maestros rurales, corrupción gubernamental, impunidad, resentimientos de la Casta Divina y un campesinado desesperado. El resultado es Ki, el drama de un pueblo y de una planta, que le gana el odio perpetuo del clero, el gobierno y la burguesía yucatecos, pero se impone como el primer gran libro-reportaje del periodismo mexicano, en la tradición de John Reed y Kenneth Turner.
La salida de Fernando y sus colaboradores del suplemento de Novedades inquieta hasta al presidente Adolfo López Mateos, quien ve el modo de expresar su simpatía al expulsado. José Pagés Llergo ofrece su semanario, Siempre!, para que continúe su labor. Uno de sus primeros números presenta un reportaje de Carlos Fuentes sobre el asesinato del líder agrario Rubén Jaramillo y su familia. López Mateos, que veía en el líder cañero a un enemigo casi personal, se siente traicionado ante la cobertura que hace el suplemento. Ahí acaba el romance del presidente con el grupo, y las cosas sólo se pondrán peor durante el movimiento estudiantil de 1968. Díaz Ordaz manda llamar a Fernando y a sus colaboradores a Los Pinos después de leer los números dedicados a la represión. Los regaña, les ordena. Fernando concluye, ya en la calle: “Con este tipo, ni a la esquina”.
Durante todos los años sesenta, acicateado por su experiencia en Yucatán, Fernando se reparte entre ser cabeza de la Mafia intelectual mexicana y perderse en las sierras para registrar al México indígena; lo que terminará siendo los cinco tomos de Los indios de México es una afrenta no buscada a la antropología y el indigenismo oficiales. Fernando no tiene más herramientas teóricas que su interés periodístico y su oficio reporteril; así, consume hongos con María Sabina y peyote con los huicholes. Mientras está en Nayarit, recogiendo los datos y siendo testigo asombrado de la enloquecida Semana Santa cora, se enfrenta con un antropólogo norteamericano que le reprocha lo absolutamente cimarrón y poco científico de su método: “¿Dónde están sus mediciones y estadísticas? ¿Cómo se fía de las versiones que le dan los indios sin confrontarlas con otras fuentes?” Fernando responde: “Déme usted una versión mejor de lo que están haciendo que la que me dan ellos mismos y luego hablamos”. Nunca le volvió a dirigir la palabra el científico. Fernando reflexionaría después que siempre le echarían en cara haber sido periodista: cuando escribió novela, cuando escribió historia, cuando hizo antropología. Y tuvieron razón, fue siempre y sobre todo un periodista, por eso terminaba diciendo lo que los otros callaban. *** Quizá su creación mayor fue el grupo de intelectuales aglutinados en los suplementos de Novedades y Siempre! Nunca las siguientes generaciones, a las que convocó en los suplementos Sábado del diario Unomásuno (1978-1986) y La Jornada Semanal (1987-1988), desplazarán en su preferencia a aquéllos, a su Mafia que le es fiel y le acompaña en cada nueva aventura. En reciprocidad, Fernando jamás permitirá en sus espacios la menor crítica a sus amigos y ejercerá con rigor una censura avalada en una lógica contundente: quien critica a Monsiváis, a Fuentes, a Cuevas, es una pluma menor. Sus suplementos son una escuela tan buena como sus cursos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, donde con el encanto de su energía lograba que el salón con sus incómodos pupitres se volviera una sala de redacción por donde se paseaba reclamando la nota urgente: “¡Hueso, hueso!”, y los bolígrafos (no llegábamos a máquinas de escribir) volaban por el papel.
Ya en la redacción de verdad, Fernando daba la lección final, la de la vida misma: “No te guardes nada para el siguiente número. Suelta todos tus cañonazos de una vez. Ya la semana se encargará de llenarte de nuevas maravillas, hermanito”. –