El espíritu de contradicción de la juventud puede aprovecharse con fines educativos. Si usted, amable lector, quiere que sus hijos sean estudiosos, deportistas y fieles a sus parejas, no cometa el error de inculcarles buenos preceptos: lo que más le conviene es entregarse a la promiscuidad y al vicio, para incitarlos a rebelarse contra el modo de vida paterno. Es casi una ley hereditaria que los hijos de libertinos sean moralistas. De ello pueden dar fe muchos jipitecas otoñales que nunca tuvieron autoridad moral sobre sus familias, y ahora se esconden en el baño a fumar marihuana, porque sus apenados hijos (abuelos prematuros de traje y corbata, con licenciatura en administración de empresas) les prohíben hacerlo delante de las visitas.
A la generación que hace 30 años se rebeló contra la familia y el orden burgués, le ha tocado en suerte luchar primero contra la moral de sus padres, y ahora contra la moral de sus hijos. Pero si en la guerra contra la momiza, los iconoclastas de ayer tenían a su favor el prestigio de la rebeldía juvenil, esa ventaja se ha revertido en su contra y beneficia a los conservadores de la nueva hornada. El repudio a los padres descarriados es una constante en las novelas de los noventa que intentan marcar una ruptura generacional. El pecado que los nuevos escritores reprochan con más frecuencia a la generación precedente es el abandono de sus ideales y la cínica transformación de los hippies en yuppies. Así ocurre, por ejemplo, en la inflada y bobalicona Generación X de Douglas Coupland. Pero en la condena a la revolución cultural iniciada en los años sesenta, nadie había sido tan feroz como el poeta y narrador Michel Houellebecq, autor de la novela Les particules elementaires (Flammarion, 1998), que provocó fuertes controversias en Francia el otoño pasado.
Agudo observador de la miseria sexual en el mundo contemporáneo, acaso por haberla sufrido en carne propia, Houellebecq narra las vidas de dos medios hermanos, uno biólogo, el otro profesor de literatura, que por respuesta neurótica al desenfreno de sus mayores –dos típicos buscadores de placer, adinerados y frívolos, con un largo historial de divorcios– reprimen su sexualidad a un grado patológico. Novela de tesis, Les particules elementaires propone que la liberación sexual de los años sesenta, presentada a menudo como un sueño comunitario, sólo fue un peldaño más en el ascenso histórico del individualismo. “La pareja y la familia –dice Houllebecq– representaban el último islote del comunismo primitivo en el seno de la sociedad capitalista. La liberación sexual tuvo por efecto la destrucción de esas
comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del mercado.” En ese proceso de destrucción y aislamiento, el sexo subsiste menos como principio de placer que como diferenciación narcisista, supeditada al erotismo publicitario.
Según Houllebecq, para que la sociedad moderna funcione y la competencia continúe, hace falta que el deseo crezca, se extienda y devore la vida de los hombres. Pero como nadie garantiza la satisfacción de esos deseos, y la sociedad va arrinconando a los viejos, a los gordos, a los tímidos y a los espíritus demasiado sensibles, el placer infinitamente pospuesto se transforma en una fuente de amargura y desolación. No hace falta ser muy suspicaz para advertir en el narrador el perfil psicológico del niño sin amor a quien sus padres desatendieron por vivir en un reventón permanente. A veces el rencor lo orilla al franco disparate, como cuando afirma que los crímenes de Charles Manson fueron una consecuencia lógica del proceso degenerativo iniciado por los beatniks y los hippies, porque después de transgredir los valores de la moral judeocristiana y agotar todos los goces sexuales, “era normal que la voluntad dionisiaca de los individuos se inclinara hacia los prolongados placeres de la crueldad”.
Culpar a los beatniks por los crímenes de Manson equivale a responsabilizar a Cristo por los delitos que pueda cometer un cura pervertidor de menores. En sus momentos de mayor exaltación, Houllebecq pergeña un sermón visceral y mal fundamentado que lo aproxima a los ideólogos del grupo Pro-Vida. Sin embargo, el hecho de que el periódico Libération haya prodigado elogios a la novela y vea en Houllebecq a un héroe contestatario de los noventa, sugiere que su condena del individualismo hedonista ha encontrado eco en un sector de izquierda, el de los católicos justicieros que desearían redimir por igual a las víctimas del mercado y a las víctimas del pecado. La aportación de Houllebecq a esta corriente de pensamiento es haber añadido al catálogo de los oprimidos la figura del damnificado sexual que por un defecto de carácter o un trauma infantil no puede participar en la orgía de la sociedad liberal y se consume de fiebre en la soledad, maldiciendo a los creadores de un infierno erótico donde los castos y los impotentes no tienen cabida.
“No hay que contar el dinero delante de los pobres”, decimos en México cuando una pareja se está besando en mitad de la calle y los transeúntes la ven con envidia. Al satanizar la proliferación del deseo en la sociedad permisiva, Houllebecq lleva este inocente refrán a extremos aberrantes. Como último recurso para imponer a la humanidad sus preceptos morales, los paladines de la culpa y el remordimiento se obstinan en demostrar que no hay ejercicio de la libertad sin daño a terceros. Con ese ar-gumento han impedido la legalización del aborto, han obstaculizado las campañas de prevención del sida en América Latina y ahora quieren proscribir la felicidad erótica, por el efecto desmoralizante que puede causarle a quienes no la disfrutan. Para evitarle sufrimientos a los sexópatas, los neoconservadores humanitarios tal vez consigan restablecer el culto a la virginidad y los noviazgos de manita sudada con agudos dolores de escroto. Pero cuando hayan convertido en convento el falansterio que les heredaron sus padres, ¿a quién van a culpar de sus frustraciones?
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.