La banca empezó en los mercados públicos, donde los atenienses o venecianos compraban y vendían alimentos, géneros, animales y esclavos traídos del campo o de ultramar, y necesitaban cambio de monedas: grandes y chicas, de acuñación local y foránea, de oro, plata y cobre.
Los griegos llamaban trapeza a una mesa de cuatro patas, ya fuese para comer, exponer la mercancía o hacer cambio de monedas. Y llamaban trapezites al que tenía como negocio una mesa de dinero. Todavía hoy, el diccionario de la Academia llama trapacete al libro donde el banquero registra “las partidas que da a cambio o logro”. El diccionario de Covarrubias (1611) lo relaciona con trapacería, al definir trapaza como “cierto modo ilícito de comprar y vender, en que siempre va leso el comprador. Puede traer origen del nombre griego trapezites […] el banquero o el logrero; y, porque éstos hacen a veces los malos truequicambios, se dijeron en lengua castellana propísimamente trapecistas, y de allí trapacistas”.
Tanto la mesa de cuatro patas como el asiento que no tiene respaldo (que es como una mesa baja) han sido llamados banca o banco. Según Covarrubias, banca es el “asiento de palo sin espaldar” y banco “el cambiador [de monedas], tomando nombre del banco material donde está sentado para dar y recibir el dinero”. Los que cambiaban o prestaban dinero en Venecia formaban un gremio, del cual eran expulsados si no tenían para cubrir sus compromisos. La expulsión se consumaba públicamente en su puesto del mercado, destruyendo la sede de sus operaciones: rompiendo la banca. De ahí viene la palabra bancarrota. La destrucción importante, por supuesto, no era ésa, sino la destrucción de la confianza que se podía tener en él: la escenificación pública de lo que él mismo había hecho rompiendo su palabra.
Para sentar plaza de banquero hacen falta muebles, libros de registro y un poco de cambio, todo lo cual no vale nada frente al verdadero capital, que es la confianza inspirada. Por eso, “los bancos de la Antigüedad sólo excepcionalmente eran empresas privadas. Éstas tenían que sufrir una ruda competencia por parte de los templos y de los bancos del Estado” (Max Weber, Historia económica general). La confianza pública la tenían los templos (donde era sacrilegio tocar el oro dejado en custodia), así como el Estado, más que los banqueros que cambiaban unas monedas por otras en locales de los mercados. A medida que los cambiadores o cambistas fueron ganándose la confianza del público, empezaron a dar servicios de custodia, luego de giro sobre los bienes dejados en custodia y después de préstamo, hasta acabar de hecho administrando la confianza pública en la moneda y las finanzas: un negocio infinitamente mayor que cobrar una mensualidad por una caja fuerte o cobrar una comisión por dar moneda fraccionaria.
También el riesgo es mayor. Si un banquero procede como un corredor de bienes raíces que pone en contacto a los arrendadores y a los arrendatarios a cambio de una comisión, no se expone a la quiebra si los arrendatarios no pagan la renta ni devuelven la casa; de igual manera que los escribanos medievales ponían en contacto a los que tenían dinero ocioso con los que necesitaban un préstamo. El riesgo empieza cuando el oro ocioso, en vez de estar en una caja individual, con llave que se lleva el dueño, está en una caja común a cambio de un recibo, y el banquero lo presta por su cuenta y riesgo. Si no lo recupera antes de que lo pida el dueño, y no tiene otros fondos para cubrirlo, queda en bancarrota. Sus muebles, sus libros, su dinero en caja, no alcanzan ni remotamente a pagar el dinero irrecuperable.
La intermediación bancaria no es una simple correduría, es un negocio peligroso que consiste en usar la confianza pública y el dinero ajeno por cuenta propia, sin tener con qué responder cuando las cosas salen mal. Es una operación en el aire, un malabarismo que fácilmente se desploma, un salto de trapecista que puede resultar de trapacista, aunque nunca han faltado banqueros profesionales capaces de subir, sostener y bajar ordenadamente sus malabarismos.
Si los banqueros no prestaran más que su dinero, tendrían muy poco que prestar, y a los cinco minutos suspenderían los préstamos, hasta que les llegara de vuelta el dinero prestado. El dinero ajeno estaría ocioso, a menos que el banquero vendiera sus servicios como intermediario: ¿Quieres prestarle a este señor? Tú sabes en lo que te metes.
Pero no son los dueños del dinero (los depositantes), sino los dueños de los muebles, los que deciden a quién prestar el dinero, y dan el salto mortal de prestar por su cuenta cinco, diez o veinte veces más de lo que tienen como capital propio, girando en el aire sobre la confianza pública. Por eso, cuando el giro se desploma, el público pierde cinco, diez o veinte veces más que el banquero.
En la banca privada artesanal (como sucede todavía en algunas cajas de ahorro), cuando los depositantes perdían, se lanzaban contra el banquero, para recuperar lo que podían y meterlo a la cárcel. Era un desastre personal para el banquero y sus depositantes, no un desastre nacional, menos aún global. Pero, a medida que los bancos aislados se fueron conectando en redes nacionales o globales, apareció un factor de riesgo multiplicado: las quiebras en cadena nacional o internacional. Como sucede en las cadenas o pirámides financieras, y en las pirámides de saltimbanquis que hacen malabarismos sobre los hombros de otros, el desplome de un saltimbanquero puede arrastrar a todos.
La interconexión multiplica los riesgos, crea oportunidades de que el aleteo de una mariposa inoportuna (ya no se diga una trapacería) interfiera en el malabarismo y derrumbe toda la pirámide. Pero crea también oportunidades de negocios mayores, de puestos más altos y poderes centrales, que atraen a las burocracias públicas y privadas.
En los Estados Unidos, hubo mucha resistencia de los gobiernos estatales y banqueros locales a que se formaran cadenas bancarias. Hasta la fecha existen miles de bancos independientes. No es tan difícil: para poner un banco se necesitan muebles y, sobre todo, la confianza de la comunidad. Si en México hay tan pocos bancos, no es por razones económicas, sino políticas: el centralismo lo prefiere así, aunque los bancos locales son perfectamente viables.
Paradójicamente (en todos los países), la solución para los riesgos de interconexión no ha consistido en separar circuitos y ponerles fusibles para limitar la propagación del daño, sino en centralizar la administración de la confianza pública en burocracias supuestamente a cargo de cuidar la moneda, el crédito, las prácticas bancarias, los malabarismos peligrosos y las trapacerías. En los Estados Unidos, hay bancos centrales regionales y un banco central federal. En Europa (donde se crearon los primeros bancos centrales a fines del siglo XVII), hay un banco central supranacional desde 1998, para manejar el euro. Hay quienes proponen un banco central mundial.
En México, se supone que el Banco de México, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público y la Comisión Nacional Bancaria y de Valores cuidan el sistema financiero. La vigilancia es responsabilidad del Estado hasta el punto de que el Estado garantiza los depósitos. El Estado autoriza que el banco preste tu dinero, sin que sepas a quién, ni pedirte permiso; pero si el banco no lo recupera, el Estado te lo repone.
Sin embargo, ¿quién vigila a los vigilantes? ¿Quién garantiza que el Estado no haga sus propias locuras y trapacerías? ¿Quién repone lo perdido? Aunque nunca han faltado autoridades monetarias profesionales, capaces de subir, sostener y bajar el malabarismo de todo el sistema bancario, ¿de dónde va a salir el dinero, si la vigilancia falla y no se puede recuperar lo prestado? Finalmente, de los impuestos que pagan hasta los que nunca han tratado con un banco.
El Banco de México fue creado en 1925, casi al mismo tiempo que el partido único, y bajo el mismo régimen (Plutarco Elías Calles). La administración central de la confianza pública en la moneda y el sistema bancario nació a la sombra de un sistema político premoderno. Peor aún, el presidente Echeverría declaró en 1973 que “las finanzas se manejan desde Los Pinos”: los malabarismos desafortunados, los saltos mortales ineptos y las trapacerías impunes se manejan desde Los Pinos. Peor aún, el presidente López Portillo declaró en 1982 (como Supremo Banquero Central) que defendería el peso “como un perro”. Peor aún, el presidente De la Madrid presidió la mayor inflación de la historia de México. Peor aún, el presidente Salinas anunció resuelto el problema de la deuda externa para el comienzo de una nueva era próspera y competitiva. El anuncio salió en televisión, acompañado del himno nacional, mientras ondeaba gloriosamente el lábaro patrio.
Si un empresario convencido por el presidente Salinas de modernizarse a la altura del Primer Mundo, de que el dólar no se va a disparar, de que no hay riesgo en endeudarse en dólares para importar tecnología de punta, se lleva la sorpresa de una devaluación inesperada y se encuentra con que sus deudas se han multiplicado, los costos han subido, las ventas han bajado y ya no puede pagar, ¿de quién es la culpa? En primer lugar de él, por creer en las fábulas salinistas (aunque, en su descargo, hay que decir que media humanidad las creyó). En segundo lugar, de su banquero, por prestar como si nada pudiera salir mal. En tercer lugar, de los vigilantes de las operaciones bancarias que no intervinieron. Pero, ultimadamente, los grandes responsables fueron los irresponsables que anunciaron a tambor batiente la llegada de nuevos tiempos y vigilaban, no a la banca, sino a la prensa, para convencer a los inexpertos de que las dudas y la crítica estaban fuera de lugar.
La confianza ciega de los salinistas en sí mismos y en sus fábulas hizo que la privatización bancaria (una buena idea) fuera tan despótica como la expropiación. Los dogmas de la economía presidencial cambiaron después de los sexenios populistas, pero no el dogmatismo. Por eso, la responsabilidad última de las crisis sexenales no está en el vuelo de una mariposa, que nunca falta como excusa perfecta: está en los sobregiros de las promesas políticas, cada vez menos creíbles. En las señales falsas positivas que se difunden para crear confianza, y que a la hora de la verdad resultan cheques sin fondos.
La banca mexicana fue expropiada arbitrariamente por el presidente López Portillo (también a los acordes del himno nacional). Para remediarlo, fue privatizada arbitrariamente por el presidente Salinas. Para superar el desastre resultante, fue rescatada arbitrariamente por el presidente Zedillo. Y, para evitar males mayores, se ha impuesto arbitrariamente un velo que protege los abusos cometidos. Todo, naturalmente, disfrazado de legalidad y de sanos principios económicos.
La expropiación, privatización, rescate o liquidación de bancos pueden ser medidas racionales en un régimen democrático. En México, han sido una sarta de arbitrariedades. Nadie esperaba ni pedía la expropiación bancaria cuando López Portillo dio la sorpresa de anunciarla para envolverse en la bandera nacional, esconder su fracaso en el último informe del sexenio y vengarse de los banqueros que, acusados por él de fomentar la compra de dólares (en las famosas cuentas de mex-dólares creadas por su propio gobierno), le hicieron notar que su familia destacaba entre los sacadólares. El costo de la pataleta fue inmenso.
Muchos esperaban y pedían la privatización bancaria cuando Salinas decidió no devolver la banca a sus antiguos dueños, que sabían manejarla, sino subastarla al mejor postor, discrecionalmente. Lo cual sirvió para excluir a personas indeseables, pero también a banqueros acreditados (como el fundador de Bancomer, Manuel Espinosa Yglesias), sin razón aparente. También sirvió para exaltar como “empresario modelo” a Carlos Cabal Peniche, cuyas trapacerías lo llevaron a fugarse del país.
La idea era recaudar fondos para el erario, y, en efecto, los bancos se vendieron a 2.8 veces el valor en libros (Pedro Aspe, El camino mexicano de la transformación económica). También, “asegurar el control de los bancos por parte de mexicanos”, y así parecía haber sido. Pero los compradores que no salieron huyendo del país salieron huyendo del negocio, vendiendo finalmente a la banca extranjera. Cuentan que uno de ellos, eminente casabolsero, decía: Pero ¿qué negocio es éste? Prestas, y si bien te va, recuperas lo mismo. (Es decir: el crédito no sube de valor como las acciones de la bolsa.) Lo peor de todo es que no sabían prestar.
La privatización estuvo tan mal hecha que, al primer tropezón, el Estado tuvo que entrar al quite para rescatar el sistema bancario. Y el rescate fue también autoritario, poco transparente y costoso. Ante el escándalo, la Secretaría de Hacienda publicó un libro (Fobaproa: La verdadera historia, 1998) para justificarse. Estimó “el costo fiscal de los programas de apoyo al sistema financiero” en 542.3 millardos de pesos, o sea un desastroso 14.4% del PIB. El Fondo Monetario Internacional estimó más: 19.3% del PIB (IMF Working Paper 2008 / 224, “Systemic banking crises: A new database”), o sea unos 80 millardos de dólares: unos 4,000 dólares por familia. Ernesto Zedillo estimó un poco más: 20% del PIB (Davos, Foro Económico Mundial, 28 de enero de 2009).
Lo más impresionante de todo es la impunidad y falta de transparencia en un desastre del cual no hubo (oficialmente) autoridades responsables. Naturalmente, la ocultación de ineptitudes, arbitrariedades, ilegalidades y trapacerías sirvió para alimentar toda clase de especulaciones. Pero no hubo de parte de las autoridades ni de los bancos rescatados voluntad de aclaración, sino de cerrar el expediente y defenderlo con vaguedades: No rescatar el sistema bancario hubiera sido peor para el país (por supuesto). Otros rescates en otros países han costado más (es verdad). Si alguien quiere demostrar algo en tribunales, que lo haga, pero perderá el tiempo (es lo más probable). El rescate bancario en los Estados Unidos nos reivindica (no es verdad).
Sobre esto último cabe señalar que el mismísimo ex presidente Zedillo dijo en Davos que el rescate propuesto por la administración del presidente Obama costaría menos (en proporción al PIB) que el de su propia administración en México. Y no dijo lo más significativo: que el plan de Obama para rescatar a los bancos comprándoles sus “activos tóxicos” ha encontrado mucha resistencia. Los bancos no quieren vender sus cuentas incobrables porque saben lo poco que valen en el mercado, en este momento: mucho menos de lo que dicen sus libros contables.
En cambio, en México, hasta los bancos que no necesitaban ser rescatados (señaladamente Banamex y Bancomer) se apresuraron a vender sus “activos tóxicos” al Fondo Bancario de Protección del Ahorro (Fobaproa) porque se los tomaron al valor en libros (crédito, menos abonos que pagó el deudor, menos provisión de reservas para cuentas incobrables, no siempre constituidas o entregadas por los bancos junto con los créditos). Los bancos entregaron papel que valía poco a cambio de papel que valía mucho: pagarés federales que pagaban muy buenos intereses. Se comprende su entusiasmo. Las acusaciones de que inflaron o inventaron deudas incobrables para venderlas en tan buenas condiciones son verosímiles.
Las familias mexicanas todavía están pagando el daño (con sus respectivos intereses) por medio de impuestos. Para acelerar el pago, se ha propuesto que paguen además el 15% de iva en todas sus compras de alimentos y medicinas, actualmente exentas. Curiosamente, nadie ha propuesto levantar un monumento frente a Los Pinos donde los presidentes Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas de Gortari, Zedillo y sus economistas Francisco Javier Alejo, Pedro Aspe, José Córdoba Montoya, José Ángel Gurría, Francisco Gil Díaz, Miguel Mancera Aguayo, Guillermo Ortiz Martínez, José Andrés de Oteyza, Jaime Serra Puche, Jesús Silva-Herzog Flores y Carlos Tello Macías aparezcan sentados en una banca rota. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.