La hija (rebelde) de Revel

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Pido autorización al lector, y a él mismo, para usurpar la voz de Jean-François Revel y reconstruir, bajo la fórmula de un imaginario recuento en primera persona, un discurso que no tiene una coma de imaginario: el que se desprende de sus respuestas, comentarios, réplicas y dúplicas durante una conversación que le infligí en días recientes con el ánimo de oírlo hablar, sin etiqueta ni formalismos, de la Europa de hoy, que es en buena parte su propia criatura.
Me propones hacer la crítica de la Europa de hoy, una década después de firmado el Tratado de Maastricht, algo así como la partida de bautismo de la Unión Europea. Todavía se vivía, como recuerdas, la estela de la caída del muro de Berlín y la reunificación alemana, y ese acto de fundación europea pretendía la superación de las grandes divisiones y fragmentaciones históricas del continente. A tal punto que ya en aquella fecha se proyecta, aunque de manera vaga, algo que hoy está de manera firme en agenda: la ampliación a los países de Europa central y oriental. ¿Cuál es el balance diez años después? ¿Se parece la Europa de hoy —me preguntas, con una pizca de desaliento— a la utopía de Maastricht? No te desanimes: empiezo por decir que gracias a Maastricht Europa ha avanzado desde el punto de vista económico. Con excepción de tres países (porque Grecia, reticente al inicio, se acabó sumando), ha adoptado su moneda única, que ya circula por el continente. Creo que esos países excepcionales, como el Reino Unido o Suecia, la van a adoptar pronto, y en el caso de Suecia el euro ya es en la práctica aceptado por todos, empresas y consumidores, poco menos que como si fuera la moneda oficial. También hay otros avances. Se discute, ahora sí en serio, acerca de una armonización fiscal. Está, sin duda, lejos de ser una realidad, pero de ella se habla con insistencia por una lógica elemental que apunta en esa dirección. Se ha liberalizado e internacionalizado el mundo de las telecomunicaciones; en el campo de la aviación comercial ya no hay lo que llamaríamos compañías puramente nacionales, pues las compañías de cualquier país pueden atraer clientes y funcionar con naturalidad en un país que no sea el de su origen. Es cierto que en el Consejo Europeo de Barcelona, en el mes de marzo, hubo un fracaso, que yo juzgo más aparente que profundo, en cuanto a la liberalización del mercado, altamente importante, de la energía, materia en la que los consumidores aún carecen de libertad de elección y están obligados en muchos casos a depender de suministros "nacionales" y monopólicos. Pero digo que el fracaso es aparente, porque la razón del bache ha sido la resistencia francesa a la apertura, en la medida en que tanto Lionel Jospin, que es socialista, como Jacques Chirac, que es en principio liberal, aunque a mi modo de ver no lo sea tanto, tienen miedo de los poderosos sindicatos del conglomerado energético (Electricité de France y Gaz de France), un monopolio que está en manos de la CGT, es decir, de un gremio comunista (por lo tanto, se trata de un monopolio dentro de otro monopolio). Este sindicato posee una devastadora capacidad de presión y está en condiciones de desatar huelgas muy dañinas para el conjunto del país con mucha rapidez y eficacia. Ambos líderes prefirieron evitar la confrontación antes de las elecciones legislativas y presidenciales francesas, así que la razón del aparente fracaso fue más bien coyuntural. Pero la liberalización de la energía irá adelante, no hay duda, y la respalda la mayor parte de los líderes europeos. En resumen: desde el punto de vista de la integración económica, de la creación de un mercado continental, es un hecho incontestable que ha habido un avance importante, a la altura, o poco menos, de la visión que animó el acto fundacional de la Unión.
     Pero —un pero importante— seríamos ciegos si no advirtiéramos que no ha habido ningún progreso en el campo político. Nuestro avance económico es nuestro estancamiento político. La unidad en materia de decisión diplomática y estratégica simplemente no existe, y en eso comparto algo de tu frustración. Aun cuando hay un presupuesto para la política exterior y de defensa, y unos actores políticos que en teoría la encarnan, cada país tiene su propia política exterior, su propia identidad institucional. De tanto en tanto hay, desde luego, acercamientos entre algunos países para ciertos temas puntuales, como, dicho sea de paso, los hubo siempre en la historia europea de alianzas cambiantes, pero también se ha visto, y con mucha claridad después de los atentados del 11 de septiembre, que el Reino Unido tiene una política de cooperación con los Estados Unidos mucho más activa que la de sus vecinos europeos, para quienes los viejos tabúes en muchos casos se mantienen. Estos países han prodigado buenas palabras, y Francia envió —¡qué solidaria!— tres docenas de soldados para la operación militar contra el terrorismo en el Asia central. ¡Muy significativo desde el punto de vista estratégico!
     El gran fracaso europeo, por lo tanto, es que no hemos logrado construir instituciones que sean verdaderamente europeas. Hay un divorcio, en verdad un abismo, entre nuestros mercados y nuestras estructuras institucionales. Acaba de establecerse, justamente, lo que hemos dado en llamar una Convención, especie de grupo de trabajo constituyente, presidida por el ex mandatario francés Giscard d'Estaing, con el objetivo de estudiar la manera de montar un edificio político, unas instituciones, propiamente europeas, con una autoridad real capaz de imponerse sobre todos los Estados. Por lo tanto, hay cierta conciencia del defecto central que nos aqueja, pero esto ha demostrado que no basta. La situación es grave: las instituciones no sólo no avanzan: siguen siendo las que teníamos hace diez o quince años. A esta realidad hay que añadir que muy pronto la Unión crecerá, aumentando en un tercio su territorio y su población (sin contar a Turquía, alcanzará los 480 millones de habitantes). Integraremos pronto nada menos que a doce o trece miembros nuevos, lo que incluye países como Polonia, Hungría, la República Checa, los bálticos, Rumania, Bulgaria, Chipre, y otros entre los que incluso en algún momento estará Turquía. Si no funcionamos unánime y coherentemente siendo quince, ¡cuando seamos 28 o treinta será el caos total!
     No te extrañe, pues, la tirantez a la que apuntas en las relaciones con los Estados Unidos. Esta realidad —la escasa integración política— hace imposible contrarrestar el peso de los Estados Unidos en el campo internacional. No hay forma de lograrlo (y se supone, por la retórica europea, que la unión quiere evitar un mundo unipolar) mientras haya desacuerdos tan grandes. Tan grandes, por ejemplo, como el foso que separa a un Tony Blair del gobierno francés con respecto a los propios Estados Unidos. Causa y consecuencia de esta ausencia de integración política es también la gigantesca disparidad en el peso militar y estratégico entre Europa y Washington. Europa no ha renovado su arsenal militar en diez años y es hoy un verdadero enano frente a los Estados Unidos, que han puesto al día y perfeccionado con tecnología de punta sus medios bélicos y se han convertido, ante la ausencia de otras potencias, en la única con capacidad para actuar en todo el globo. Es lo que vimos en Bosnia y en Kosovo, regiones balcánicas, es decir, hijas de la historia europea y ubicadas en el corazón de nuestro continente. Allí sólo fue posible la intervención de la OTAN cuando los Estados Unidos —no los países del Consejo del Atlántico Norte, sino los Estados Unidos— decidieron meter la mano. Los europeos ni siquiera tienen el material necesario para acometer una empresa intervencionista, en el caso negado de que su política así lo indicara, como no estaba en condiciones de afrontar el reto de Kosovo o, antes, de Bosnia. Lo único que pueden hacer, como dices, es el peacekeeping después de que Estados Unidos gana las guerras, o, añado yo, insertarse en el proceso, que no inician ni conducen, como colaboradores de los Estados Unidos, sin capacidad para asumir por su propia cuenta la responsabilidad.
     Cuando Europa se queja, pues, del "unilateralismo" norteamericano no dice la verdad. Estuve en Washington hace varias semanas y seguí con atención una presentación del secretario de Estado Colin Powell en el Council of the Americas. En ella Powell explicó que Washington consulta frecuentemente con Europa, pero Europa no propone nada: ¡cómo podemos los europeos quejarnos del unilateralismo norteamericano! Veamos el caso de Irak. No cabe duda de que ese régimen tiránico significa una amenaza más allá de sus fronteras. Fabrica armas de destrucción masiva, biológicas y químicas, y quizá hasta posee armas nucleares en estado embrionario. Esto último no podemos saberlo con exactitud porque Bagdad violó los acuerdos tomados tras la guerra del Golfo Pérsico, rechazando las inspecciones de los equipos de expertos de las Naciones Unidas. Hussein es capaz de todo: desató en los años ochenta una guerra contra Irán que duró como siete años y provocó nada menos que un millón de muertos; masacró a los kurdos en el norte del país, es decir a su propia población, y luego invadió a sangre y fuego a su vecino Kuwait. Cuando los norteamericanos, como ocurre ahora, dicen a los europeos que están considerando la posibilidad de una acción militar futura —ni siquiera inmediata— contra ese régimen, y Europa responde que prefiere una solución política, uno se pregunta qué clase de solución política puede darse cuando hace diez años que se negocia con Hussein y él no hace la menor concesión. Lo que propone Europa no es una solución, sino una evasión. Allí está contenida, graficada con todo detalle, la debilidad esencial de la Unión Europea como entidad política.
     Es cierto que el contexto actual al que aludes hace resaltar todavía más la multiplicidad de voces europeas en materia exterior frente al gobierno federal, voz única, de los Estados Unidos. Si algo debía, precisamente, facilitar la coherencia política entre nosotros es la lucha contra el terrorismo, que a todos nos interesa y que Europa tanto respalda de palabra, siendo un continente que ha padecido y padece este embate. Ya que lo traes a colación, escribí, en efecto, en Le térrorisme contra la démocratie que hay tres tipos de terrorismos: el ideológico, el étnico y el nacional, y que Europa reacciona contra los grupos que actúan en su interior porque no tiene más remedio, pero nunca contra los Estados que hacen posible ese terrorismo, aun cuando cuenta con todas las pruebas posibles de su complicidad (por lo demás, el respaldo de ciertos Estados al uso de la violencia contra las democracias liberales ni siquiera es sutil). Las cosas siguen igual que en los años setenta, época a la que aludía mi libro y para la cual hice una observación que mantiene su vigencia: el terrorismo moderno tiene como punto de mira la democracia, es de naturaleza internacional y es un terrorismo de Estado. Europa, como ocurría en los tiempos del terrorismo marxista, no ha aprendido la lección. Nos demuestra con su nuevo error que las sociedades contra las cuales atenta el terrorismo ideológico no comprenden a su enemigo. Europa responde al fenómeno islamista con una peculiar teoría. Al hablar del hiperterrorismo de Bin Laden y Al-Qaeda, afirma que hay que ir a las causas del problema, y encuentra en la pobreza la causa principal. ¡Pero si el terrorismo de Bin Laden y Al-Qaeda no viene para nada de la pobreza! Los países que han subvencionado el terrorismo de Al-Qaeda no son los países más pobres sino los más ricos de la región árabe, como Arabia Saudita. Aunque no sea el Estado saudita propiamente el que haya financiado ese terrorismo, sí lo han hecho muchas fortunas saudíes, algunas vinculadas al poder, y las complicidades han sido en todo caso las ricas, no las pobres. Ciertamente no han sido las de Nigeria o Ruanda. Es un terrorismo ideológico, no económico; se trata de un nuevo totalitarismo: el totalitarismo de una cierta concepción del Islam. Entonces, la interpretación de Europa es en el fondo una forma de eludir —otra vez— el verdadero problema; y el verdadero problema no es complicado de entender, pues de lo que se trata es de un terrorismo que quiere imponer una ideología islamista para la cual todos los infieles deben ser masacrados. Tenemos ejemplos constantes de esto. Hemos visto en marzo, por ejemplo, para no hablar sólo de las democracias occidentales, la masacre en el templo protestante en Pakistán. No es enviando subvenciones a Madagascar, o a países del África continental, como vamos a eliminar ese terrorismo.
     Es una constatación obvia que hay Estados peligrosos, dispuestos a proveer de armas a esos grupos terroristas. Un país como Corea del Norte supone una amenaza, por muy hermético y aislado que sea su régimen. Después de haber aceptado el dinero que se le dio para interrumpir su programa nuclear, se quedó con esos fondos y rechazó las inspecciones internacionales, al estilo Sadam Hussein…
     Algo muy específico en el terrorismo ideológico islamista ha reemplazado al ideológico marxista de la época de las Brigadas Rojas, que no actuaba porque era pobre sino porque odiaba y quería destruir la sociedad capitalista. Italia nunca había sido tan próspera antes de los años sesenta y setenta, y los terroristas de las Brigadas Rojas eran todos de origen burgués —su terrorismo estaba en la cabeza, no en el bolsillo. La explicación europea es mala hoy como lo era ayer. Europa recurre a ella para evitar actuar contra las causas reales, lo que conduciría a pensar seriamente en tomar acciones contra Irak, Irán y el día de mañana quizá también contra la mismísima China. Al mismo tiempo que eluden estos problemas reales enterrando la cabeza, los europeos acusan a los estadounidenses de ser cowboys irresponsables, policías del mundo. Los estadounidenses son víctimas de atentados ideológicos desde hace más de veinte años. Los ejemplos son interminables. Allí está el atentado del Líbano a comienzos de los años ochenta contra la embajada de los Estados Unidos, cuando un camión-bomba mató a unas 150 personas; o los atentados contra las embajadas en Nairobi y Dar es Salam, o el atentado contra el crucero USS Cole en el Yemen; y no olvidemos que en 1993 se produjo un intento de asesinato por parte de Sadam Husein contra el ex presidente George Bush durante el viaje de éste a Kuwait. Hasta este momento los norteamericanos nunca habían respondido de forma sistemática. Y después del 11 de septiembre, ¿cómo podríamos pedir a los norteamericanos que se mantengan pasivos? Los europeos no hacen ningún esfuerzo por comprender a los Estados Unidos, simplemente parten del supuesto, del prejuicio, de que están en el error —y evitan tomar ellos mismos las acciones que deberían.
     Estas son las grandes flaquezas europeas, las carencias profundas en la defensa de los valores liberales que la propia Europa representa ante el mundo. Pero me propones volver la mirada hacia el interior de Europa y decidir si somos un continente liberal o más bien socialista. En realidad, a pesar del nombre de muchos de sus gobiernos, Europa es cada vez menos socialista. No estoy del todo de acuerdo contigo en que sigue siendo un mundo de naturaleza socialista. Sí, tienes razón en que el Estado consume cerca de la mitad del producto interior bruto de muchas de nuestras economías, pero éste es un proceso que viene de atrás y que ahora precisamente se está revirtiendo. El Estado, en efecto, representaba en 1920 apenas el 15.4% de lo que producía la economía, en 1960 un 27% y ahora en general un 45%, salvo en Francia, donde la cifra es de 55%. Pero en los últimos años las cosas cambian y la tendencia es contraria al socialismo. Ha habido muchas privatizaciones, bajo gobiernos tanto liberales como socialistas, y las cosas son muy distintas de como eran hace quince o veinte años. Inclusive bajo el gobierno de Jospin ha habido muchas privatizaciones en Francia, cuando Francia es el país más atrasado en estas materias. En los Países Bajos o en Dinamarca, que han sido países llamados "socialistas", el Estado consume un porcentaje mucho menor de la riqueza nacional, y aun en Suecia, país socialdemócrata por excelencia, el costo del Estado, las prestaciones sociales, son bastante menores —y ciertamente están mejor administradas. En Italia se han privatizado el correo, las telecomunicaciones, la energía. Se ve con claridad ahora que existe en la Unión Europea un triángulo liberal formado por Blair, Aznar y Berlusconi, y poco a poco el canciller alemán Schröeder se va sumando. Y después de las elecciones recientes en Portugal, que han ganado los liberales, se ve que Francia va quedando muy aislada en su dirigismo estatista. La lógica europea, la tendencia política, obliga a liberalizar. Por eso Francia ha sido condenada muchas veces por la Comisión Europea, acusada de mantener monopolios de Estado y restringir la competencia. Sí, recuerdas con razón que Alemania ha apoyado a Francia en sus reservas frente a la liberalización del mercado de la energía, pero lo atribuyo a una actitud de comprensión por la situación electoral francesa, que, repito, se hubiera complicado mucho con una movilización del poderoso sindicato comunista de Electricité de France. Pero el programa de la liberalización está fijado y es imposible eludirlo. Hacia el 2003, el mercado de la electricidad será libre, es decir que en Francia habrá libertad de elección por lo menos para las empresas: estas podrán consumir energía de Alemania o de Italia. Más adelante ya será posible la misma libertad de elección para los consumidores particulares. En el Consejo Europeo de Barcelona el proceso de liberalización de la energía puede haber sido congelado temporalmente por las elecciones francesas, pero no se ha detenido. Podemos lamentar la escasa velocidad del proceso, pero no podemos negar que también en temas energéticos, como ya ocurre en las telecomunicaciones, vamos hacia una economía de mercado. Dicho sea de paso, ya hay en Francia empresas que consumen energía extranjera. El aeropuerto de Lyon, que se llama Saint-Exupéry, el tercero del país, ya no consume electricidad francesa sino extranjera.
     No te niego, porque allí está la evidencia, que se mantiene en Europa el Estado del Bienestar en asuntos hasta ahora intocables, como las pensiones. Pero todo el mundo sabe que es imposible preservar el sistema estatal de pensiones, lo que se llama el sistema de reparto, en el que los ciudadanos activos pagan por los inactivos. Pero de hecho, de una forma más bien vergonzante, indirecta, sin decirlo así, inclusive los socialistas están introduciendo pensiones a través de un sistema de capitalización, es decir, fondos privados de pensiones, para apoyar el viejo sistema de reparto —que sabemos inviable porque hoy se reclama la pensión cada vez más pronto y se vive cada vez más, y la proporción de ciudadanos activos con respecto a los pasivos es cada vez peor, como ocurre, por ejemplo, en la sncf, la compañía de ferrocarriles francesa, en la que hay dos trabajadores activos por cada diez pensionistas: imposible mantener un sistema de esa naturaleza. Lo más llamativo es que los funcionarios el Estado francés ya tienen acceso a fondos de pensiones privados, mientras que los socialistas siguen oponiéndose en la teoría a que las empresas privadas utilicen el mercado de fondos de pensiones sólo por razones ideológicas, es decir, porque la pensión privada representa el capitalismo. Pero, como decía antes, también en esto se están viendo obligados a caminar en dirección al liberalismo sin reconocerlo, dado que la realidad es más poderosa que su utopía. Son los propios socialistas, por lo demás, quienes han privatizado los bancos que Mitterrand nacionalizó en los años ochenta. Y una enorme empresa como Elf-Aquitaine, de la que tanto se habla en estos tiempos, es ahora privada gracias al gobierno socialista de Jospin. Hay que distinguir entre el discurso ideológico y la presión de los hechos.
     Tocas un tema que confunde a mucha gente. ¿Por qué Francia tiene esa cultura socialista que impregna las relaciones entre el Estado y la sociedad al punto que la aparta de la tendencia europea contraria? Mi visión es distinta: no acepto que nuestro dirigismo responda, como se ha sostenido, a una determinante tradición mercantilista y monárquica que se remonta al primer ministro Jean-Baptiste Colbert, en tiempos de Luis XIV. Aunque ese pasado es innegable, también es cierto que Francia tiene una gran tradición liberal que viene de sus siglos XVIII y XIX. Los famosos teóricos fisiocráticos de la economía, que colaboraron en el siglo XVIII con la enciclopedia de D'Alembert y Diderot, no son una realidad menos importante, y allí está también alguien como el economista Turgot, un precursor del liberalismo, que fue primer ministro y también el maestro de Adam Smith. El propio Smith le rinde homenaje. Turgot inventó el laissez-faire, laissez-passer, que expresa la libertad de empresa y de comercio. También en el siglo XIX hubo una serie de pensadores económicos y políticos de clara raigambre liberal. Entre ellos están un Frédéric Bastiat, obviamente un Tocqueville, o un François Guizot, el historiador y político.
     El intervencionismo, el dirigismo, son de reciente data, no hay ningún determinismo histórico que apunte en esa dirección. En general, puede decirse que hasta 1914 hubo en Europa una sociedad bastante liberal, el comercio internacional era muy abierto y el libre intercambio reinaba en el continente en su conjunto. Hubo, sí, un alto en este proceso entre las dos guerras mundiales, época durante la cual no sólo Francia se volvió proteccionista, sino también todos los países. Hasta Inglaterra, a la que ya no le quedaba mucho mundo con el cual comerciar… Los recargos arancelarios aumentaban los precios astronómicamente: recuerdo, cuando era niño, antes de la Segunda Guerra Mundial, que comprar un auto extranjero era imposible porque el precio se triplicaba a causa de los aranceles, de modo que estábamos condenados a los autos franceses. Y luego la Segunda Guerra Mundial vino a reforzar el dirigismo. Poco después de la guerra, en 1945 y 1946, se produjo una ola de nacionalizaciones masivas. Pero, justamente, el mérito de los padres de la Unión Europea, como Jean Monnet, Dégasperi, Adenauer, Robert Schuman, es que se trazaron el objetivo de volver a liberalizar el continente al que las dos guerras habían vuelto socializante. Los socialistas y los dirigistas protestaron argumentando que si se abría el comercio entre Italia y Francia, por el hecho de que ambas agriculturas eran competidoras en tanto que producían trigo, carne o vino, se iban a destruir entre sí. Ha ocurrido lo contrario. La competencia ha hecho bajar los precios y beneficiado a ambos países. En los años cincuenta, antes del mercado común, Italia y Francia tenían cada uno entre 25 y 30% de sus poblaciones activas en la agricultura, y a pesar de eso estaban obligados a importar alimentos. Ahora sólo el 5 o 6% de la mano de obra italiana y francesa se dedica a la agricultura, y ambas economías se han vuelto potencias exportadoras de productos agrícolas.
     Hemos llegado, eso sí, a una situación absurda. Europa, como recuerdas, exporta mucho más de lo que importa en materia agrícola y aquí hay movimientos contra la globalización, es decir, contra una realidad que nos beneficia directamente. ¿Por qué? Porque quieren mantener unos privilegios. Es muy difícil vender en Europa productos agrícolas que vengan del exterior, como todo el mundo sabe. Cada vez que voy a Argentina o a Chile todos se quejan, con todo derecho, de que no se les permite vender sus productos en Europa. Los agricultores europeos son un lobby muy poderoso que recibe muchas subvenciones tanto de sus Estados nacionales como de los fondos de la Unión Europea. Venden en el mercado interno a un precio muy superior al del mercado internacional. A los contribuyentes europeos nos cuesta cien mil millones de euros anuales subvencionar la política agraria común. Ahora, sin embargo, hay algo de competencia. Y el resultado es que, por ejemplo, como ha ocurrido recientemente, los viticultores del Midi francés destruyen la vía férrea y los grandes almacenes para hacer trizas las botellas de vino chileno y australiano. He escrito no sé cuántos artículos contra ese imbécil de José Bové, un demagogo caótico con un discurso tan poco coherente que sería imposible aplicar su política aun en el caso de que pudiera acceder al poder. Es gente que está a favor de la globalización cuando hay que exportar y contra la globalización cuando se trata de importar.
     Comentas que no sólo la agricultura exacerba los ánimos europeos. Mucho más aún los exacerba la inmigración. Puede que estés en lo cierto en cuanto a que las cifras no son muy abultadas si las analizamos en frío: un inmigrante por cada mil personas en Francia y España, seis en Italia, en Alemania 24. Pero te respondo que desde el punto de vista social el problema sí es enorme. ¿Por qué? Porque hemos fracasado en el tema de la integración. En Francia esto es particularmente claro. Tenemos hijos de africanos subsaharianos y magrebíes que pertenecen ya no a la segunda sino a la tercera generación, y sin embargo no están integrados para nada. Es el fracaso del sistema escolar por el que hemos optado. Y el resultado son bandas violentas de jóvenes que casi no saben leer y se pasean por los barrios-problema, como los llamamos, incendiando automóviles y traficando con droga. Se han cometido errores extraordinarios en la política de integración por culpa de los socialistas. Ellos se han negado a considerar que los niños salidos de hogares muy pobres y muy poco cultivados, donde ni siquiera se habla el árabe clásico sino dialectos y variantes, debían tener un trato educativo especial. Un trato que debería haber incluido la enseñanza intensiva del francés. Los políticos dijeron: no, porque todos los alumnos son iguales. Resultado: los muchachos franceses se fueron a otros barrios y los hijos de inmigrantes se quedaron en escuelas donde ya no hay franceses y donde los profesores no quieren ir a enseñar. Es un problema de integración, hijo de una equivocada filosofía de la educación entronizada a partir de mayo de 1968, según la cual no se debe forzar a los alumnos a estudiar. Hay que decir también que hay muchos africanos del área subsahariana que sólo vienen a aprovechar la cobertura social. Tienen siete u ocho hijos, y gracias a la política de reunificación familiar reciben entre dos y tres mil dólares por mes. ¡Están felices! No tienen ningún interés en trabajar.
     Me pides, para terminar, un vistazo al panorama intelectual de Europa, ya que los intelectuales han jugado un papel decisivo en los avatares que a Europa le ha tocado vivir. Mi observación sería que ya no estamos tan solos como antes, y en realidad antes no éramos cuatro gatos aunque lo pareciera. Es cierto que los intelectuales contribuyeron a la estupidez contemporánea y durante muchos años tuvieron gran notoriedad los intelectuales (como los políticos o los medios de comunicación) que opinaban en contra de la libertad y que combatían al capitalismo. He escrito mucho sobre esto, en Comment les démocraties finissent o en La connaissance inutile. Pero allí están Finkielkraut, Pascal Bruckner, etc… En La gran parade, mi penúltimo libro, he reflexionado acerca de la forma en que los antiguos marxistas se aferran al pasado y rehúsan aprender la lección de la experiencia. Establecen el falso paralelismo entre el fracaso socialista y lo que llaman el fracaso liberal, y han reemplazado el ideal comunista por la antiglobalización. Los militantes de la antiglobalización son los viejos militantes del marxismo, abierto o solapado. Todo esto, sin embargo, está pasando. Pasando lentamente, pero está pasando, aun cuando leemos artículos y libros todavía bajo los efectos de la tara ideológica. No debemos olvidar, porque es justo tenerlo en cuenta, que hubo siempre dos corrientes. Hubo intelectuales, lo mismo en América Latina que en Europa, que contrarrestaron la corriente de la perfecta idiotez política. Un Octavio Paz en América Latina. En Europa, un Indro Montanelli, que alcanzó un gran prestigio intelectual y político, y a pesar de estar a contracorriente de buena parte de los líderes de opinión de su país era considerado el más grande editorialista italiano. ~

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