Cuando en 1958 Carlos Fuentes publicó La región más transparente yo apenas rozaba el silabario. Leí la novela en 1972, tenía veinte años. Fue una lectura tardía en el sentido de que antes había leído varios otros libros del prolífico narrador. Pensé que me enfrentaría a una novela fechada, a una historia situada en el México que le había tocado vivir a mis padres y abuelos. Me equivoqué –al menos parcialmente. La película narrativa se trataba en buena medida de un México que aun yo había conocido. ¿De dónde nace esta cualidad? Al leerla, entonces como ahora, me llamó la atención un contraste entre la promesa transparente del título y la condición abismal, opaca de la ciudad ahí proyectada: en la novela se traslucía la opacidad de México, la aspereza de su diversidad social y cultural, la densidad sofocante de su condición piramidal, laberíntica, el río turbio de su agitada historia. Desde luego, el poder evocador de la novela –uno de los libros más leídos de la literatura mexicana contemporánea– descansa en la destreza instintiva, en el ágil manejo y baraja de los territorios sociales y de los espacios simbólicos, en la facultad novelista para recrear el mito llamado México, y una de las cualidades del mito estriba precisamente en su infecciosa ubicuidad, en su poder de adaptación. Quizá ésta sea una de las razones de la novedad perdurable de esta novela; también de la densidad tradicional de su propia historia como Documento-Monumento de la literatura mexicana contemporánea.
La región más transparente no sólo se arraiga en el subsuelo mítico nacional. Su destino –otra esfinge– exige que la obra a su vez haya sido capaz de engendrarse a sí misma como arquetipo en el horizonte de nuestras letras. Esa condición carismática, poderosamente seductora, transparenta otra trama: la de la sexualidad. No me refiero tanto al anecdotario erótico y galante contenido en esta miniaturización narrativa de la megalópolis azteca como a la libido interactiva, obediente al síncope atractivo-repulsivo, que pulsa y palpita por la ciudad mexicana y que la novela/mosaico de Carlos Fuentes sabe tan bien imantar al andar y desandar los caminos que van de la novela al relato-pseudohistórico y de éste a la leyenda y el mito.
La región más transparente da así una lección espectacular de legibilidad:
canoniza un haz de repertorios y de reconocimiento colectivo y aparece inexorablemente ligada, como con un cordón umbilical, así a los ritos como a la historia de la ciudad que nombra un país.
En el municipio de Ecatepec, en el Estado de México contiguo al Distrito Federal –zona que de hecho forma parte de la extensión llamada Ciudad de México– existe una colonia llamada Novela
Mexicana. Una de las calles centrales es La región más transparente: la novela de la
ciudad tiene una calle con su nombre en la gran ciudad: el ejercicio textual y panorámico de espacialización de las mitologías sociales y culturales de México no sólo ha sido objeto de una superposición de lecturas y leyendas orales: la justicia poética ha querido a su vez que ese texto se especialice y que –literalmente, como dicen los publicistas– agarre calle. El museo narrativo de los idola fori de la Ciudad de México a mediados del siglo xx se transforma a su vez en un icono público, en una imagen –como la de la Virgen de Guadalupe– que resulta en parte milagrosa porque es portadora de la creencia en el milagro –en el milagro mexicano, para acudir a la voz acuñada por Héctor Aguilar Camín, un escritor mexicano admirado por Carlos Fuentes.
Sobre La región más transparente y su autor Carlos Fuentes se han escrito y se escribirán caudales de textos –quizá tantos millones de palabras como habitantes cuenta actualmente la Ciudad de México. Quizá conviene añadir a esos respetables y numerosos escolios algunas apostillas genealógicas, anotaciones marginales a propósito de ciertas estirpes o familias narrativas afines.
Publicada a fines de los años cincuenta, La región más transparente se inscribe en una cadena de razones, imágenes y fábulas que tienen como eje aquella preocupación (en parte perdurable y en parte característica de aquella época) en torno al ser del mexicano, a la posibilidad de una cultura y de una filosofía, de una filosofía de la historia y de la cultura nacionales. Títulos como El laberinto de la soledad de Octavio Paz, obras y ensayos como los de Luis Villoro, Emilio Uranga, Leopoldo Zea o Jorge Portilla (cf. La fenomenología del relajo) se inscriben en ese horizonte cultural que precede inmediatamente a la publicación de La región más transparente. En el orden de la escritura narrativa propiamente dicha habría que remitirse hacia el pasado, hacia la literatura costumbrista mexicana –por ejemplo a Fernández de Lizardi y su Periquillo– y más inmediatamente hacia Agustín Yáñez y Al filo del agua, una novela que por su complejidad y riqueza puede contrastarse con la de Carlos Fuentes, pues en ambas se da, por un lado, una voluntad de totalidad en torno a un punto limitado y, por otro, un afán de estetización, una búsqueda artística y poética de contrastes sociales emblemáticos de los pliegues y fisuras de la mitología civil en cuestión. Existen otros tres mexicanos con los que La región más transparente puede presentar afinidades y puntos de contacto. La novela de Luis Spota Casi el paraíso (publicada en 1956) fue comparada en su momento con La región más transparente. Y si bien es cierto que Spota aspiró también a escribir una Historia universal de la Ciudad de México, también es cierto que en Fuentes se da una velocidad y una vivacidad, un impulso lírico y una gracia de que carecen las obras del autor de Casi el paraíso y La pequeña edad. Otro autor que por razones generacionales y literarias cabría acercar a Carlos Fuentes es Ricardo Garibay, autor dueño de un oído privilegiado e impulsado por una curiosidad humana, política y social que lo ha llevado a tratar en persona y en prosa a presidentes y boxeadores, a ciudades y a mujeres de mala fama, a retratar los espejismos de la clase media y, en fin, a practicar el oficio literario con generosidad y rigor explorando lo mismo nuevas técnicas (por ejemplo, el guión cinematográfico) que dando nuevo aliento a las formas tradicionales (por ejemplo, el diálogo y el monólogo). Pero si la materia prima de Garibay (por ejemplo en Diálogos mexicanos) puede ser próxima a la de Carlos Fuentes, el instinto para la urbanización literaria, el sentido de la arquitectura ritual de la fábula son elementos que caracterizan a La región más transparente y que la literatura mexicana sólo volverá a encontrar, primero, cuando diez años después Juan José Arreola publique La feria, otra historia universal de la comunidad, otra microhistoria (entre histórica y mitológica) de un pueblo en vilo –para evocar a Luis González– sobre el cráter de su propia identidad; y, después, cuando el propio Carlos Fuentes publique La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel, Terra Nostra y Cristóbal nonato. Y es que desde el compás técnico, el mejor discípulo de Carlos Fuentes ha sido Carlos Fuentes: La región más transparente funciona no sólo como un ensayo general de sus grandes novelas sino aún más como miniaturización de su proyecto novelístico total: La edad del tiempo: La región más transparente o la Edad del tiempo. Quizá Cristóbal nonato plantea una lectura paralela a La región más transparente, un juego de espejos entre la ciudad de 1958 y la de 1991, una trama simétrica de subsuelos subversivos y de alianzas complicadas, una red de laberintos y personajes paralelos, como si la concepción novelística que rige a La región más transparente fuese una semilla en proceso permanente de gestación y renovación.
La región más transparente avanza siguiendo una sucesión de cuadros. Muchos de ellos son fiestas: la amplitud, la tolerancia de una sociedad, parece decirnos al nombrar, ha de estimarse a partir de la exclusividad de sus fiestas: la intermitencia entre lo exclusivo y lo inclusivo (quién pertenece a qué, cómo y cuándo) es de hecho una de las claves secretas de la novela mexicana que quizá refleja mejor la condición clasista y racista de su trama. La ciudad era una fiesta, y la fiesta: un bazar, un mercado, un tianguis donde lo que se compra y vende son agendas, relaciones, influencias, palancas, alianzas de toda índole. La ciudad era una fiesta, y en la cadena de las fiestas se deslinda el espacio urbano. Pertenecer a una ciudad es tener la posibilidad de asistir a una fiesta: saber a qué fiesta ir.
Si Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes es un poema arqueológico cinematográfico sobre el antiguo mercado de Tlatelolco y la legendaria Tenochtitlán, La región más transparente de Carlos Fuentes aparecerá como una arquitectura ritual erigida en honor de un panteón multitudinario (los personajes de la novela) cuyo modo de expresión son esos mercados, esas arquitecturas efímeras inventadas por la fiesta –el espacio ritual y textual donde los iconos-personajes establecen conversaciones que los emblematizan y caricaturizan.
El contrapunto entre fiestas públicas (calendario solar) y fiestas privadas (calendario ritual) es una de las características del orden mágico-histórico que articula a las sociedades prehispánicas ayer y que aún hoy da cuenta de la peculiar administración del tiempo religioso y del tiempo histórico que priva en México. Una lectura posible de La región más transparente sería la de seguir y contrastar esa trama de las fiestas y rituales que proporciona un andamiaje a la novela. “La novela, como se sabe, está fundada en una estructura muy parecida –ha dicho Carlos Fuentes– a la sociedad que describo: es chiclosa, a medio cocinar, deforme. Caótica como la sociedad de México”. (La guerra, un incendio pueden ser vistos, con una mirada carnavalesca, como fiestas happenings.) Bazar, melting-pot, crisol, la fiesta fragua y funde. Su correlato textual es el collage, ese pot-pourri, esa ropa vieja verbal donde los discursos conviven y adjetivan mutuamente en un proceso de integración nunca concluido.
Un principio intermitente y asimétrico rige por igual a la Ciudad de México y a La región más transparente. Intermitencia, discontinuidad entre los espacios urbanos y los territorios de la fábula tanto más acusados cuanto que la confrontación entre alta cultura y cultura popular –cultura del águila y religión de la serpiente, para evocar la expresión de Louis Panabière– pasa y se matiza por un espacio mimético, una noche donde –título de Fuentes– todos los gatos son pardos. De ahí que no sea para nada asombroso que en La región más transparente abunden los imitadores y los simuladores, los snobs y los farsantes, los equívocos devotos, los arribistas y trepadores de la más diversa laya, incluso los Guardianes del Umbral que regulan el acceso de un espacio a otro, que actúan como una válvula abriendo y cerrando el paso entre los diversos tiempos e historias.
Tampoco extrañará entonces que si la movilidad social se alimenta de un fluido camaleónico, la metáfora de esa movilidad, la textual imago mundi del diálogo entre cultura indígena, criolla, liberal y proletaria se formula en términos de un altar de parodias. Si bien es cierto que el impulso documental de Fuentes en La región más transparente evoca la voracidad figurativa de un Diego Rivera (personaje con el que por cierto tiene no pocas afinidades y hasta se podrían comparar sus murales con la novela), también es cierto que Fuentes se presenta como un arrogante hijo de su siglo técnico, y que su gran retablo textual tiene más bien un paralelo en la pintura con la obra de
Gironella. El collage aparece como el instrumento privilegiado del panorama, la lente idónea para captar las evoluciones del gatopardismo azteca.
— Adolfo Castañón
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.