Los vuelos de Ángel Fernández

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Muchísimo le debe la mitología íntima y tumultuaria de la afición mexicana al futbol a Ángel Fernández. Su voz, que no se borrará nunca, parece nacer y renacer en los ecos y zumbidos del graderío. Delante de esa voz, y de esa figura dominada por unos ojos siempre dispuestos a la exaltación, no hay más que preguntar de dónde brotan el ánimo, la energía ebullente, aquella sobredosis de entusiasmo. ¿Es el futbol tanto para tanta fiesta? La respuesta es bien conocida, y la ha dado el propio Ángel Fernández: el futbol es el juego del hombre, un juego al que naturalmente (uno supone) uno tiene que amar y querer. Más de una generación de mexicanos pudo compartir aquella fiebre, ese modo reciclado del delirio, deleitarse (¿quién lo niega?) ante la pantalla televisora emitiendo en blanco y negro las imágenes de, por ejemplo, un encuentro de los Pumas de la UNAM y la Trinca Fresera del Irapuato. Fernández lo encendía todo, zarandeaba al amodorrado, hacía sentir experto al villamelón insalvable, alegraba a los entretenidos. Fue sin falta un inventor, un fabulador, nunca un mentiroso. Transmitía lo que miraba y lo ponía al descubierto frente a los ojos de todos.

Comenzó como cronista de beisbol, el juego de la quietud, pero para el ritmo de los reposados movimientos del diamante y el abundante brillo de sus leyendas tal vez quedaba grande su capacidad generadora de mitos. Lo suyo era la velocidad, la luz del relámpago, el brinco extasiado ante la gambeta y los pases de la muerte, los túneles y los sombreritos. Lo suyo era también la solemnidad como contrapunto, “me pongo de pie”, el reconocimiento de los ídolos, la postración frente a las glorias eternas, una desaforada sabiduría en asuntos de lo más común y de lo más bello. Cualquier niño a la hora del recreo, todo muchacho en la calle jugando “coladeritas”, todo héroe del llano pudo desplegar sus fintas o aventarse sus enormes paradones o meter el gooooool mientras circulaba en su interior aquella voz un poco chillona y siempre poderosa que como ninguna otra voz concentraba sus ilusiones.

No es fácil exagerar ante la figura del campeón de la hipérbole. Se corre de veras poco riesgo de hacerlo al decir que todo era genuino en Ángel Fernández, que su emoción fue siempre conmovedora y contagiosa, que su grandeza está mucho en las verdades que inventaba. ¿Cuánto sabía de futbol? Lo cierto es que nunca presumió de sabihondo, ni de culto, ni de juez justo e impecable. Tuvo en esto, con excesiva frecuencia acaso, un perfecto contrapunto: el tono oblicuo de Fernando Marcos. No siempre –cosa de tener memoria– se le quiso y admiró. En los sesenta y setenta abundaron los censores reprochándole sus rebases decibélicos, Angelgrito lo llamaron; se le acusó –si es que vale acusar por una cosa así– su presunto favoritismo del lado del América (aun cuando nunca dejó de subrayar el mexicanismo de las Chivas Rayadas). Después de establecerse y consagrarse en Televisa, pasó un tiempo ante las cámaras grises del Canal 13, donde no pudo vencer vanidades increíbles bien establecidas en la institución. Fue alejándose con elegante discreción de la tele para volver a su sitio de origen: la radio, donde pasó años peleándose de manera divertida con Marcos y Jacobo Morett (que la hacía de árbitro informal) y concluyó su carrera estelar, de nuevo: sin hipérbole, junto al Che Ventura, un comentarista enterado e inteligente con quien lo unió una amistad fuerte.

Quedan mucho más que ecos de su imaginación y su voz prodigiosas. Quedan sus dribblings formidables y sus chutes potentes y certeros. A la nómina feliz de apodos que fue acumulando (el Confesor Cornero –todo el que se le acerca, se arrepiente–; el Pimienta Rico –chaparrito, habilidoso, veloz, moreno, moreno…) habrá que añadir sus bautizos de algunas jugadas irrepetibles, como aquel “Vuelo del Ángel” de Enrique Borja ante el marco italiano, y su rapidísima lectura de un mediodía al ver formados a los jugadores de la selección soviética: “Ah, esas CCCP de la camiseta significan: CurruCuCú Paloma.” ~

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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