Las ferias de libros existen para ruralizar a sus usuarios. Después de varios días en esos inhóspitos galerones de cartón, nada resulta tan reconfortante como ver una vaca. Ajenas a toda moderación, las reuniones de libreros consideran que el éxito llega por agotamiento y sirven para experimentar la resistencia de la especie. Como la educativa Biosfera 2000, una feria del libro es un espacio "autorregulado", es decir enrarecido, donde el oxígeno depende de un proveedor y la supervivencia de tolerar a todos esos desconocidos que se vuelven próximos.
Para quien publica en las fantasmagóricas editoriales de América Latina, una feria internacional resulta tan deprimente como el universo, cuyas abrumadoras estadísticas disminuyen nuestra importancia hasta igualarnos con el plancton o, peor aún, con lo que en verdad somos: basura genética con unos grumos de sentido. En Francfort perdí toda seña de referencia. No quise entristecerme buscando el stand de la benemérita Monte Ávila, de Venezuela, y me entristecí encontrando el de Penguin. Lo que yo suponía una catedral en la ciudadela de los libros, resultó ser un predio que en términos urbanos equivaldría a un discreto cementerio. ¿Cómo comparar esa rotonda selecta y reducida con las publicaciones militares de los Estados Unidos o con el imponente templo laico de los dianéticos?
Con un bucolismo en modo alguno avalado por la realidad, Italo Calvino señaló que las grandes ferias del libro se celebran en otoño porque es entonces cuando los árboles cambian de follaje. El perpetuo ordenador del cosmos, que en la infancia aprendió a clasificar tomates en la estación botánica donde trabajaban sus padres, quiso ver la ronda de los libros como un proceso de renovación ecológica. La verdad es menos orgánica. Después de empalidecer bajo las luces fluorescentes de Francfort o Guadalajara el desprevenido visitante sabe que está en una fábrica del todo ajena a la literatura (o a esa segunda naturaleza que es el campo).
La única feria a escala humana que conozco ocurre en Mazatlán. Como toda empresa significativa, depende de una persona, el escritor José Luis Franco, y no tiene garantizada su periodicidad. Sinaloa es la patria de Ramón Rubín, Gilberto Owen, Inés Arredondo, Óscar Liera, Juan José Rodríguez, Élmer Mendoza y otros escritores de fuste. Sin embargo, hasta hace poco carecía de motivos para reunirse en nombre de los libros. José Luis Franco cuenta con el principal requisito para embarcarse en esa aventura: quiere que Mazatlán sea visitado por gente rara. Dos libros suyos certifican esta afición: la novela ¿Quién habita el Ángela Peralta?, donde los espectros se apoderan del teatro de mayor prosapia en la ciudad, y Operación azteca: Fantomas al rescate, donde la Amenaza Elegante prosigue en el Pacífico las tareas que Cortázar le asignó en otro relato.
Mazatlán es una de las pocas ciudades costeñas que sabe darle la espalda al mar. Tiene un casco colonial bien conservado, a suficiente distancia de la zona turística para desalentar a los visitantes de camisa hawaiana. El tráfico entre la ciudad vieja y los hoteles sucede en cochecitos sin puertas ni ventanas que reciben el benévolo nombre de "pulmonías".
El fundador y el escenario de la feria son ideales. Los problemas llegan con el dinero. Desde hace cuatro años, y en forma intermitente, la feria cuenta con gran apoyo simbólico de las instituciones y pocos recursos. Para superar los obstáculos meramente reales, Franco se apoya en Luis Enamorado, fotógrafo de sociales que llegó a México a los trece años caminando desde El Salvador. Su popularidad es tan soberana que a nadie se le ha ocurrido la redundancia de postularlo como Rey de la Alegría del Carnaval. Enamorado vive para demostrar que el trueque sigue siendo el mejor sistema de comercio. A cambio de fotos y afecto consigue lo que sea. Los hoteleros de Mazatlán no vacilaron en regalarle cuartos para la feria durante el periodo más temido por el turismo nacional, el spring-break de los norteamericanos.
De acuerdo con Jerry Seinfeld, el vómito tiene poderosas cualidades mnemotécnicas: cada quien recuerda la última vez en que no pudo retener las cervezas. Si el axioma es cierto, la memoria de los jóvenes dueños del imperio está saturada de nombres mexicanos. Puerto Vallarta, Ensenada, Cancún y Mazatlán conforman la topografía donde demuestran que abril es el mes más cruel: beben con fruición de prófugos de la justicia cuáquera y en mal momento recuerdan que el agua mexicana les hace daño. Los "rompedores de la primavera" sólo dejan de gritar cuando están vomitando. No es de extrañar que Mazatlán tenga un déficit de turistas mexicanos en esa temporada.
La feria inventada por Franco y Enamorado cuenta con un par de cuartos recoletos en el demencial parque temático de los gringos, y se desarrolla en la señorial plaza de la ciudad vieja y las mesas de madera del Café Pacífico, paraísos ignorados por el rebaño tóxico. La forma de organización es eminentemente literaria; depende de la improvisación creativa y nadie se rebaja a pensar que se podría hacer negocio en el asunto; los libros circulan con la aventurera eficacia con que los escritores llegan por Aerocalifornia. En una ocasión, Franco solicitó un podio para un acto. Enamorado hizo un par de llamadas y obtuvo lo que le pedían. Sólo cuando el asunto estuvo resuelto preguntó : "¿Qué es un podio?" La vida perdurable de los libros depende de quienes logran conseguir incluso lo que no conocen. –
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).