Fotografía: Kati Horna/ Cortesía Proyectos Monclova

Acuerpar la monumentalidad pública: Ángela Gurría

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Proyectos Monclova
Ángela Gurría: Escuchar la materia
Hasta el 21 de agosto de 2021

 

El recorrer con nuestros cuerpos las plazas y avenidas de una ciudad, monumentos, efigies y esculturas nos interpelan en el espacio público. Producen lugares, generan situaciones de interacción social y construyen memoria. La producción escultórica de Ángela Gurría (Ciudad de México, 1929) se sitúa en esta línea. En una fotografía tomada por su amiga Kati Horna se observa el taller de la artista: miniaturas de sus ensamblajes cuelgan de las paredes acompañadas de bocetos y maquetas de aluminio, acero y piedra, mientras que sobre las mesas de trabajo esperan ser utilizados barnices, pinturas, lijas, papel, trapos, botellas, latas y aerosoles. No obstante, lo primero que atrae nuestros ojos es la artista, sentada en el suelo y devolviéndonos la mirada fijamente. A su izquierda, vemos un frondoso helecho que habita su estudio; a su derecha, la maqueta de Señales, escultura monumental planeada para la Ruta de la Amistad en el sur de la Ciudad de México y conformada por dos estructuras de concreto en forma de medias herraduras, una pintada en color blanco y otra en negro. Este acompañamiento de lo natural y la potencia de lo monumental en el retrato muestra dos de las características principales de la obra de Gurría: el diálogo con la naturaleza y el intercambio social y político de sus piezas con los cuerpos que habitan las ciudades.

Adolf Loos, Le Corbusier, Walter Gropius, Lewis Mumford, Sigfried Giedion, entre muchos otros arquitectos y teóricos, dedicaron libros y manifiestos al análisis del problema de la monumentalidad desde lo conmemorativo, simbólico y urbano, entendiéndolo a partir de la renuncia a lo decorativo y el rechazo al ornamento en favor de la estructura, la sencillez y la uniformidad. En oposición a esta idea de lo monumental se encuentra la propuesta construida desde la práctica artística, desde la experimentación de las formas y la generación de una poética del espacio enarbolada por artistas como Gurría, para quien la escultura urbana era el arte situado en la realidad de la vida y la monumentalidad de sus volúmenes aumentaba la capacidad de interacción de sus obras con sus destinatarios, es decir, los ciudadanos.

Ángela Gurría experimentó con las letras, el teatro y la música antes de encontrar en la escultura su vocación por escuchar la materia. Si bien, en los inicios de su carrera, la artista se vio en la necesidad de utilizar un seudónimo masculino (Alberto Urías) para ingresar a convocatorias y concursos, ya en la década de los sesenta formó parte del grupo de escultoras junto a Geles Cabrera, Helen Escobedo y Lorraine Pinto. Todas experimentaron con el uso de materiales modernos y replantearon la noción de lo público desde sus obras. En 1984, la periodista Elena Urrutia dedicó un artículo en la revista Fem. Publicación feminista a pensar “La escultura monumental y las mujeres” en el cual destacaba la labor de Ángela Gurría y Helen Escobedo al ser ellas las únicas mujeres incluidas por Mathias Goeritz y Pedro Ramírez Vázquez en el proyecto de la Ruta de la Amistad y por ser artistas que habían transitado de la escultura de pequeño formato a la intervención monumental del paisaje, sin invadirlo o imponerse sobre él.

Esta búsqueda de integración permite pensar en los conjuntos escultóricos de Gurría desde la Familia obrera en la colonia Tabacalera (1965), el Homenaje al trabajador del drenaje profundo en Tenayuca (1974), hasta Tzompantli en el Centro Nacional de las Artes (1993) como piezas que se transforman en espacios transitables en los que el espectador se convierte en usuario y experimenta la materia. El carácter lúdico de sus proyectos también debe ser destacado, como se observa en Juguetes populares del Paseo Tollocan (1971-73), cuyas sirenas y rehiletes, al entrar en contacto con los rayos del sol, parecen activarse, moverse e interactuar con los cuerpos que se les acercan.

Con el paso del tiempo, Gurría contó con la aprobación del circuito cultural mexicano (fundamentalmente patriarcal) ganando distinciones, concursos y premios. En 1974, el arquitecto y pintor Juan O’Gorman, con quien desarrollaría el concepto de “arte-habitación” para referirse a la integración de la arquitectura y escultura con el paisaje, le dio la bienvenida como la primera mujer en formar parte de la Academia de Artes. En su discurso de ingreso mencionó que, desde que aprendió el lenguaje presente en la verticalidad de un árbol o el juego de los volúmenes de la naturaleza, encontró que la forma era una vía para acercarse al sentido de las cosas y, así, descubrir la armonía del universo. En su Río Papaloapan conservado en la entrada del Museo de Arte Moderno (1970) o en el Homenaje a la ceiba para el Hotel Presidente Chapultepec (1976-77), las formas curvilíneas y la vitalidad de la naturaleza se evocan en el trabajo cuidadoso de los metales.

El gesto sobre la materia, la talla directa, el golpe del martillo, la forja son las huellas de la manipulación de la artista, de su diseño, que después se transformarían gracias a la colaboración con albañiles, artesanos y otros trabajadores sobre la cantera, ónix, mármol, hierro, bronce, aluminio y otros materiales. Este diálogo con lo natural también se observa en su obsesión por las mariposas y su abstracción geométrica. Celosía de Mariposas (1963), Mariposa (1970), Mural de mariposas (1993), Mariposa rosa (2000-01) son abstracciones de las formas de aquel insecto asociado a la fecundidad y a la transformación. Características que la escultora también asocia a la muerte y las calaveras en El vuelo de la mariposa (2002).

La exposición Ángela Gurría: Escuchar la materia curada por Daniel Garza Usabiaga en Proyectos Monclova nos invita a participar del proceso creativo de la artista, de su experimentación con los materiales y exploración de las formas en distintos medios. Pero, principalmente, permite acercarnos a la escultura monumental desde la proyección de sus formas en maquetas o modelos, casi como si pudiéramos aprehenderlos desde una vista de pájaro. Esta experiencia constituye un intercambio sensorial, en el cual podemos escuchar la materia a detalle, pero dejamos fuera la posibilidad de sentir su ambiente, con sus murmullos y ritmos.

En una época de auge de los antimonumentos, del cuestionamiento a la pertinencia y actualidad de las esculturas situadas en el espacio público por el Estado y, sobre todo, de su intervención como manifestación de descontento, es necesario repensar estos símbolos, acuerparlos, es decir, darnos cuenta de que son nuestros cuerpos los que, al habitar las esculturas, reactivan su monumentalidad. ~

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