Coover versus Jameson o la lógica cultural de la posmodernidad

Robert Coover y Fredric Jameson, recientemente desaparecidos, fueron dos figuras clave del posmodernismo. Coover construía y deconstruía ficciones a partir del imaginario colectivo. Jameson, en cambio, era una especie de forense que a partir de las obras y los relatos elaboraba teorías y exégesis creativas.
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Ahora la referencia y la realidad desaparecen del todo, e incluso el significado –lo significado– se pone en cuestión. Nos quedamos con ese juego puro y aleatorio de significantes que llamamos posmodernidad, que ya no produce obras monumentales del tipo moderno, sino que mezcla sin cesar los fragmentos de textos preexistentes, los bloques de construcción de la antigua producción cultural y social, en un bricolaje nuevo e intensificado: metalibros que canibalizan otros libros, metatextos que ensamblan trozos de otros textos. Tal es la lógica de la posmodernidad…

Fredric Jameson

Coover y Jameson: vidas paralelas

El combate está amañado desde el principio por poderes invisibles. Ninguno de los dos púgiles enfrentados puede ganar realmente, ni por ko ni mucho menos por puntos. Ambos púgiles solo aspiran a simular un combate imaginario y exhibir ante los otros el poderío dialéctico y estilístico de sus puños. La ficción y la metaficción contra la teoría y sus vicios más o menos afrancesados; la imaginación contra la inteligencia; la parodia, la sátira, la retórica y la ironía contra la alegoría y la ideología; los documentos de la cultura contra los documentos de la barbarie; los iconos, los mitos y la mitología contra la historia y sus (re)escrituras y (meta)narrativas. Combate nulo. No podría ser de otra manera en el cuadrilátero (o círculo vicioso, según se prefiera) de la posmodernidad. No obstante, los organizadores de la pelea, contra toda razón, admiten apuestas.

El surrealismo sin el inconsciente

Robert Coover (1932-2024) fue uno de los grandes escritores norteamericanos del siglo XX y uno de los más peligrosos, como Céline o Bernhard, para los valores del orden establecido y la integridad de las ideas recibidas, los lugares comunes más extendidos y las instituciones dominantes. Uno de los narradores más versátiles y arriesgados también. Un ingenioso experimentador y explorador de formas y formatos narrativos. Junto con William Gass, Donald Barthelme, Jack Hawkes, Thomas Pynchon y John Barth, también fallecido este año, formó parte del núcleo duro del posmodernismo norteamericano, esa corriente que renovó el arsenal de la ficción literaria en los años sesenta y setenta recurriendo a nuevos referentes (la cultura pop, los cómics, el cine, la televisión, la publicidad, etc.) y a nuevas formas de organización narrativa más acordes con los tiempos. Ha sido, además, uno de los pioneros más productivos de la escritura electrónica y el hipertexto desde su laboratorio teórico-creativo de la Universidad de Brown.

La gran aportación de Coover consistiría en radicar su narrativa en el territorio de lo que Roland Barthes llamó “mitologías”. En el caso de Coover estas mitologías poseen una múltiple procedencia: el acervo narrativo tradicional (mitos, cuentos de hadas, fábulas, clásicos infantiles, con ejemplos supremos como Pinocho en Venecia, libérrima reescritura rabelesiana del clásico moralizante de Collodi y La muerte en Venecia de Mann, la nouvelle Zarzarrosa y los relatos “Aesop’s forest”, “La reina muerta” y “Alice in the time of the Jabberwock”, incluidos en A child again), las creencias fanáticas y las supersticiones populares (su primera novela, El origen de los brunistas, o el auto sacramental burlesco A theological position), la propaganda política o la cultura de masas (el cine, el deporte, la televisión), etc. En este sentido, Coover es autor del primer relato donde la televisión tiene una influencia determinante en la configuración de la trama narrativa (“La canguro”, incluido en El hurgón mágico), de una novela borgiana sobre el béisbol como expresión ritual de valores patrióticos americanos (The universal baseball association), de una colección de ficciones consagrada a la deconstrucción lúdica de la mitología cinéfila (Una sesión de cine), donde se incluye una hilarante parodia pornográfica de la película Casablanca (“Tócala otra vez, Sam”), de una novela felliniana sobre el porno como estado de frigidez de toda la cultura contemporánea del capitalismo mediático (The adventures of Lucky Pierre) y, sobre todo, de una de las mayores novelas americanas del siglo pasado, La hoguera pública, donde Richard Nixon y el tío Sam se disputan el protagonismo narrativo de una trama concebida como sátira enciclopédica de la paranoica América de los cincuenta, con la ejecución masiva de los Rosenberg en un electrizante auto de fe en plena Times Square como detonante de la farsa política. El carnaval rabelesiano, con el romance erótico entre Nixon y Ethel Rosenberg y la sodomización de Nixon por el tío Sam como apoteosis hilarantes, acierta a desnudar con ironía la gran impostura del sueño americano: la libertad individual aplastada bajo el peso mortal de los mitos comunitarios.

Y no me olvido de dos sofisticadas joyas como Azotando a la doncella, un texto donde el talento combinatorio de Coover alcanza una intensidad alucinante, y La fiesta de Gerald, su segunda gran novela y la que él prefería de todas las suyas, donde se manifiesta en plenitud orgiástica en el espacio doméstico y conyugal de una fiesta mundana otra de las fuerzas explosivas del genio cooveriano: la vitalidad cervantina del relato asociada a la exuberancia dionisíaca de los actos y las situaciones (energía sarcástica que se expandiría en John’s wife al coto sagrado de la América profunda revisada a la luz paródica de los seriales televisivos).

Coover era uno de los maestros contemporáneos de la risa y la truculencia jocosas de Rabelais y Cervantes. Así lo demostró en Ciudad fantasma, la novela en la que se transforman los estereotipos del western en una farsa fantasmal de dibujos animados, un carnaval onírico de seres espectrales y escenarios ya inexistentes, como si toda esa mitología americana se hubiera convertido en una luctuosa atracción de feria, o una moribunda sesión de cine en una sala vacía. O en Noir, una perversa parodia del repertorio de estilemas y estereotipos del género negro más canónico y las novelas detectivescas. Una fiesta grotesca del verbo transubstanciado y la carne insustancial. Por no hablar de una de sus últimas piezas magistrales, la metaficción mediática El príncipe encantado, otra parodia gozosa sobre el mundo de los cuentos de hadas ambientada esta vez en la sociedad del espectáculo y los fastos de la era digital.

El inconsciente político

Fredric Jameson (1934-2024) fue el creador de uno de los universos teóricos más fascinantes producidos por el siglo XX, el siglo en que la teoría sustituyó a la filosofía como forma de inteligencia. Tras su muerte, es el momento adecuado quizá de recordar el libro pionero que Jameson consagró a la “cárcel del lenguaje” (The prison-house of language), ese constructo kafkiano en el cual se había encerrado el estudio de la literatura durante una gran parte del siglo XX como impotencia para abandonar las lindes formalistas y ofrecer a la literatura otras vías de aproximación menos claustrofóbicas. Era obvio que Jameson barría el escenario teórico para poder ocuparlo enseguida con sus propias propuestas, como se vería solo una década después con la publicación de El inconsciente político (The political unconscious), una demostración de que Jameson podía sintetizar la teoría marxista de corte sartriano con todas las aportaciones filosóficas (Deleuze y Guattari), narratológicas (Greimas), estructuralistas (Lévi-Strauss, Barthes) y posestructuralistas a fin de cristalizar un método omnicomprensivo de análisis de textos, cuyos resultados, al aplicarse a las obras del realismo (Balzac, Gissing) y del modernismo (Conrad), o a la narrativa mágica y fantástica (Gracq, Kafka, Cortázar), se revelaban enormemente útiles y significativos. En este libro fundamental, Jameson hacía visible la paradoja que anidaba, desde el origen, en el trasfondo de la teoría literaria. Desde Aristóteles sabemos que toda poética implica una política y que, por tanto, toda poética, para serlo plenamente, mantiene a la política oculta en el inconsciente. Interpretar el texto es, de ese modo, la operación consistente en extraer a la luz la poética y la política indesligables que le permiten existir como alegoría de sí mismo, diría De Man, de sus propias formas y procedimientos retóricos y literarios como medios de represión (y de expresión reprimida o latente) de sus temas y contenidos ideológicos y de su significado colectivo. Desde una perspectiva que buscaba trascender tanto la posición estructuralista como la sociología marxista convencional, Jameson hablaba de la literatura como acto socialmente simbólico: la escritura literaria se erigía así en una acción simbólica ejercida sobre el mundo real, con toda la ambigüedad sobre su eficacia transformadora que cabe atribuirle a tal operación.

Cuando Jameson se lanza a teorizar la posmodernidad, a partir de los años ochenta, genera una teoría totalizadora con la que dar cuenta, fuera del estricto límite de la literatura, de las derivas de la cultura que se ha expandido hasta absorber todo el espacio de lo social, lo económico y lo mediático en consonancia con las teorías de Baudrillard, Debord, Lyotard y Deleuze. Primero con su texto “El posmodernismo y la sociedad de consumo” y luego con su reescritura en forma de mamotreto teórico y crítico de la cultura posmoderna (Postmodernism, or, the cultural logic of late capitalism). Era un modo para Jameson de salir de la cárcel del lenguaje y encerrarse en la “cárcel” de la cultura global. Pensamiento, teoría, cine, arquitectura, literatura, vídeo, televisión, arte contemporáneo (pintura, fotografía e instalación), ciencia ficción, economía, política, mercado, utopía, etc. ¿Alguien era capaz de abarcar más? Cada campo era tocado por la varita mágica de la teoría y el estilo inimitable de Jameson y en un doble pase sintáctico desplegaba un “mapa cognitivo” (uno de sus grandes hallazgos metodológicos), cargado con todos sus dilemas y aporías, y ofrecía deslumbrantes soluciones provisionales para cada uno. La posmodernidad se sitúa, según Jameson, al final de un periodo de realización plena de los ideales de la modernidad y de crítica severa de los resultados de dicho proceso en la historia, en la cultura y en la literatura. Una de las consecuencias de dicha crítica es la reestructuración de los compartimentos de la cultura, de las obras y la circulación de las obras, así como la reasignación a la baja del lugar de la literatura en la cultura. A través de la profusión de formas posmodernas, en suma, se manifiesta de múltiples maneras la presencia cultural del capitalismo en su fase última de desarrollo (la así llamada neoliberal).

El bagaje teórico de Jameson le permitiría después enfrentarse más en detalle a la posmodernidad, la arquitectura y la utopía(Las semillas del tiempo), el cine(Signatures of the visible y La estética geopolítica), la economía política de los signos culturales y el mercado financiero (El giro cultural), la ciencia ficción y la utopía (Arqueologías del futuro), el arte barroco de Rubens y Caravaggio, la música de Wagner y Mahler, e incluso el cine de Altman y Sokurov (Los antiguos y los posmodernos), sin perder nunca de vista los avances de la literatura y los valiosos instrumentos y recursos puestos a su disposición por la teoría textual, como en Inventions of a present, su último libro publicado en vida, donde cartografía con sutileza el territorio mutante de la novela mundial. En el último capítulo de Las antinomias del realismo, Jameson llega a postular una síntesis dialéctica de realismo posmoderno, polifonía narrativa, relato historicista y ciencia ficción como solución a las antinomias literarias de nuestro tiempo. En este mismo sentido, otro esfuerzo teórico final (Allegory and ideology) supuso un paso fundamental para relanzar sus ideas sobre la alegoría en el mundo globalizado, en sintonía con su teorización geopolítica del fenómeno de la globalización (Valences of the dialectic), a partir de una reformulación del minimalismo y el maximalismo como respuestas paralelas a los problemas de representación narrativa del presente.

Signaturas de lo visible

Jameson era un analista exigente de la cultura mundial contemporánea y un espécimen consumado de intelectual posmoderno que no dudaba en el curso de sus ensayos más sesudos y documentados en hacer constante apelación a novelas de ciencia ficción, series de televisión y películas de cualquier género o nacionalidad. Y, sin embargo, desde finales de los años sesenta, Jameson tuvo a su alcance un modelo literario que hubiera podido servirle como medio de alcanzar una comprensión total de la realidad a través de la tecnología audiovisual y no lo supo captar a tiempo. Se trataba del relato “La canguro” de Coover, ya citado, la mejor descripción alegórica del paisaje real y el espacio mental de la posmodernidad.

Es un dato irónico, no obstante, que Jameson acabara encontrando en una novela radiofónica de Vargas Llosa (La tía Julia y el escribidor) y no en el relato televisivo de Coover el modelo de organización y relación estructural que logra replicar, confundiendo lo real y lo imaginario, la forma posmoderna de totalizar, es decir, de generar la idea de totalidad como algo artificial o construido arbitrariamente por yuxtaposición de múltiples niveles y fragmentos. No se olvide que Jameson atribuía en esa época, precisamente, la hegemonía cultural al vídeo (televisión comercial y artística) frente al cine y la literatura.

Alegoría, mito e ideología

Coover, en definitiva, construía, deconstruía y reconstruía ficciones del imaginario colectivo, y creaba metaficciones sobre esas mismas ficciones. Mientras, Jameson, por su parte, diseccionaba ficciones como un analista forense de la cultura global y las transformaba en teorías, ficción teórica o exégesis creativa. Ambos expresaron de modo crítico y polémico la lógica cultural de la posmodernidad. La cultura desnuda, subiendo y bajando la escalera duchampiana de la historia, ahora sí, sin contemplaciones. ~

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