Se cumplen doscientos aƱos de dos acontecimientos llamados a tener una influencia decisiva en la historia contemporĆ”nea de EspaƱa y mucho mĆ”s relacionados entre sĆ de lo que podrĆa parecer. Por un lado, la creaciĆ³n en enero de 1824 de la Superintendencia General de PolicĆa, concebida segĆŗn los criterios e intereses de un Estado moderno y considerada el origen de la actual policĆa espaƱola. Por otro, la apariciĆ³n del carlismo como una alternativa extremista al absolutismo restaurado en 1823, tras el fin del Trienio Liberal. Puede sorprender que el rĆ©gimen despĆ³tico de la DĆ©cada Ominosa, encarnado por Fernando VII, provocara el rechazo del absolutismo mĆ”s cerril, pero los ultras creĆan tener poderosos motivos para desconfiar del rey felĆ³n y empezar a conspirar contra Ć©l y su gobierno āmoderadoā.
Uno de ellos era la resistencia de Fernando VII a restablecer la InquisiciĆ³n, muy mal vista por aquellas monarquĆas europeas, como la francesa, que le habĆan ayudado a acabar con el Estado constitucional implantado en 1820. Presionado por sus aliados exteriores para dar una apariencia civilizada a su rĆ©gimen, el monarca, que aceptĆ³ a regaƱadientes algunas de sus exigencias, se fue granjeando la enemistad de los mĆ”s intransigentes. La sensaciĆ³n de que el rey les habĆa traicionado les llevĆ³ ya en 1824 a postular la candidatura al trono de su hermano Carlos MarĆa Isidro. De ahĆ que, aquel mismo aƱo, a los āapostĆ³licosā o ārealistasā, como les gustaba llamarse, se les empezara a conocer como ācarlistasā. Convencidos de que la Superintendencia de PolicĆa usurpaba las funciones de la antigua InquisiciĆ³n e impedĆa su restablecimiento, la supresiĆ³n del nuevo organismo serĆ” una constante en las reivindicaciones de los ultras, estrechamente vigilados por espĆas y agentes policiales. SurgirĆ” asĆ un odio mutuo entre carlistas y policĆas que derivarĆ” en un cĆrculo vicioso de conspiraciones y persecuciones en continua expansiĆ³n a lo largo de la llamada DĆ©cada Ominosa.
A la Superintendencia de PolicĆa se debe buena parte de la informaciĆ³n reunida sobre las actividades de estos primeros cĆrculos carlistas que aparecen en 1824 e intentan derrocar a un gobierno absolutista al que no reconocen como tal. De āconspiraciĆ³n carlistaā califican las autoridades el movimiento subversivo desarticulado en AragĆ³n en agosto de aquel aƱo. En octubre, un agente gubernamental enviado a La Mancha confirma las sospechas de que āhombres insensatosā habĆan tramado en la comarca āproyectos de una conspiraciĆ³n carlistaā1.
De todas partes llegaban noticias de la existencia de ājuntas apostĆ³licasā que pretendĆan, como leemos en un informe dirigido a Fernando VII, ādestituir a Vuestra Majestad y colocar en el Trono al Srmo. Sr. Infante D. Carlosā. En agosto de 1825 fracasa otro levantamiento ultra, esta vez en Madrid, aunque acaba en Molina de AragĆ³n (Guadalajara) con el fusilamiento de su principal cabecilla: el militar de origen francĆ©s Jorge BessiĆØres, personaje enigmĆ”tico, posible agente doble, que en pocos aƱos habĆa pasado de participar en una supuesta conjura republicana en Barcelona a encabezar una sublevaciĆ³n a favor de don Carlos. En ese hervidero de rumores que era Madrid en el verano de 1825, la policĆa lo tenĆa claro: āPor mĆ”s esfuerzos que algunos hacen para probar que no existe el partido denominado Carlista, la mĆ”s vulgar creencia es de todo lo contrario.ā2
Si la sinuosa trayectoria de BessiĆØres fascinĆ³ a Baroja, que le dedicĆ³ un puƱado de pĆ”ginas, GaldĆ³s se ocupĆ³ de aquel carlismo en ciernes en varios de sus episodios nacionales, sobre todo en los titulados Los apostĆ³licos y Un voluntario realista, protagonizado por un miembro de esta milicia popular creada al principio de la DĆ©cada Ominosa como una fuerza auxiliar de la monarquĆa absoluta. Aunque situada ideolĆ³gicamente en las antĆpodas de la Milicia Nacional del liberalismo, para Fernando VII eran ālos mismos perros con distintos collaresā: plebe armada y uniformada deseosa de imponer sus instintos anĆ”rquicos y su revanchismo social.
De los tumultos a la primera guerra carlista
AsĆ era, desde luego, en el caso de los voluntarios realistas, pertenecientes a los sectores mĆ”s turbulentos de las clases populares, que solĆan atribuir todos sus males a los ricos, a los ānegrosā, como llamaban ellos a los liberales, y, en Ćŗltima instancia, al gobierno. La policĆa informarĆ” con frecuencia de incidentes y desĆ³rdenes en los que se advierte una violencia de clase disfrazada de antiliberalismo. āEs general la emigraciĆ³n a Franciaā, leemos en un parte policial de julio de 1825, āde todos los hacendados y gentes pudientes de las Provincias Vascongadas, por no poder sufrir los insultos, vejaciones y atropellamientos de los voluntarios realistas y gente baja del puebloā3.
En otro informe fechado en Vitoria se recogen las palabras de un comerciante local, amedrentado por el ambiente que se vivĆa en la ciudad, con sus 1.600 voluntarios realistas, pues āningĆŗn vecino, por honrado que sea, como haya caĆdo sobre Ć©l la menor nota de liberal, puede salir de su casa desde el anochecer si no quiere ser apaleadoā4.
La animosidad popular se dirigĆa tambiĆ©n contra Fernando VII por no restablecer la InquisiciĆ³n y vulnerar los fueros vascongados y era en gran medida alentada por el clero, al que la policĆa hacĆa responsable de la violencia que sufrĆan los comerciantes y los servidores del Estado, tachados de liberales.
Esa kale borroka practicada por los voluntarios realistas contra burgueses, funcionarios y militares preparĆ³ el terreno para la insurrecciĆ³n contra MarĆa Cristina y su hija Isabel II al morir Fernando VII en septiembre de 1833. La primera guerra carlista, iniciada entonces, habĆa tenido ya un ensayo general en la revuelta de ālos agraviadosā āels malcontentsā en CataluƱa en 1827, una insurrecciĆ³n armada de carĆ”cter ultrabsolutista, patente en su defensa de la InquisiciĆ³n, en el grito de āabajo la policĆaā, que figura en algunas proclamas5, en el protagonismo de los voluntarios realistas y en el convencimiento de los sublevados de que los liberales contaban con la protecciĆ³n del gobierno. Si esto pensaba entonces el primer carlismo, es fĆ”cil imaginar su reacciĆ³n tras la amnistĆa decretada en 1832, todavĆa en vida de Fernando VII, que permitiĆ³ el regreso de los exiliados, y especialmente cuando la muerte del rey hizo inevitable una complicada transiciĆ³n hacia un rĆ©gimen constitucional durante la minorĆa de edad de Isabel II.
Contra el Estado moderno
Aunque la geografĆa del carlismo en guerra desbordĆ³ ampliamente el marco de los antiguos territorios forales, su fuerte implantaciĆ³n en CataluƱa y en las provincias vasco-navarras evidencia la importancia de los fueros como baluarte frente al Estado moderno y todo aquello que se identificaba con Ć©l: impuestos, quintas, desamortizaciĆ³n, unificaciĆ³n administrativa… Se entiende por ello que el rechazo al liberalismo abarcara desde el clero mĆ”s reaccionario hasta ciertos sectores populares que veĆan en el LeviatĆ”n constitucional una amenaza a sus intereses. En cambio, el Antiguo RĆ©gimen, en la versiĆ³n idealizada de sus partidarios, emergĆa como un valor refugio frente a la incertidumbre que generaba la revoluciĆ³n liberal y su manĆa de trastocarlo todo.
La ambivalencia ideolĆ³gica del carlismo, capaz de integrar una concepciĆ³n estamental y teocrĆ”tica de la monarquĆa y un vago igualitarismo social, le ayudĆ³ a sobrevivir a su primera derrota militar en 1840. Algo influyĆ³ tambiĆ©n su oposiciĆ³n permanente al liberalismo, ofreciendo como alternativa una utopĆa retro cuya viabilidad nunca se vio desmentida por el ejercicio del poder. OcurriĆ³ lo contrario con los gobiernos liberales, desprestigiados por los sacrificios que imponĆa la precaria situaciĆ³n del paĆs y por el contraste entre los bellos principios en que se asentaba el Estado liberal y el descarnado pragmatismo de quienes actuaban en su nombre. Este baƱo de realidad llevĆ³ incluso a los mĆ”s progresistas a desmarcarse de la monarquĆa constitucional y a evolucionar hacia el republicanismo y el federalismo, Ćŗnica forma, a su juicio, de superar una polĆtica centralizadora en la que veĆan, como los carlistas, el origen de los males del paĆs. De ahĆ que en alguna ocasiĆ³n confluyeran con los seguidores de don Carlos en su lucha contra la monarquĆa isabelina, su enemigo comĆŗn, por ejemplo, en la llamada guerra dels matiners que tuvo por escenario CataluƱa entre 1846 y 1849 y se saldĆ³ con una nueva derrota en el campo de batalla.
Con el tiempo, el carlismo, que nunca se habĆa caracterizado por su coherencia programĆ”tica, fue derivando hacia una amalgama que integraba un catolicismo montaraz, el fuerismo como utopĆa territorial, el bandolerismo de toda la vida y, junto al legitimismo dinĆ”stico, alguna incrustaciĆ³n de modernidad como inevitable peaje al espĆritu del siglo. Esta mezcolanza entre lo nuevo y lo viejo, entre la mĆstica guerrillera y el puro pillaje, pudo observarse cuando en febrero de 1847, en plena guerra dels matiners, el cabecilla carlista MosĆ©n Benet Tristany entrĆ³ en Cervera (LĆ©rida) al frente de su partida. Tras apoderarse de gran cantidad de dinero, tabaco y pĆ³lvora, saliĆ³ de allĆ dando gritos a favor de Carlos VI y la ConstituciĆ³n y en contra de los franceses6, tal vez como un eco a destiempo de la Guerra de Independencia, a la que se remontaba el origen de algunas partidas. La nueva victoria liberal en la segunda guerra carlista (1872-1876) tuvo graves consecuencias para la causa del pretendiente, profundamente dividida desde entonces y privada de buena parte de sus cuadros y dirigentes. Su exilio en Francia, donde coincidieron con los republicanos y federales derrotados en 1874, alimentĆ³ el mito del carlorrepublicanismo, segĆŗn la expresiĆ³n utilizada por algunos agentes del gobierno espaƱol, que advirtieron del peligro de que los dos grandes enemigos de la RestauraciĆ³n canovista formaran un frente comĆŗn contra la monarquĆa constitucional7.
Nacionalismo y corrientes del carlismo
No hubo tal cosa, pero los reiterados fracasos militares del carlismo y los grandes cambios de finales del siglo XIX, como la eclosiĆ³n de los nacionalismos perifĆ©ricos, le llevaron a plantearse alianzas tĆ”cticas poco acordes con su pasado y a experimentar dolorosas divisiones internas. El tradicionalismo se escindiĆ³ en dos corrientes enfrentadas: el Partido Carlista, dirigido por el marquĆ©s de Cerralbo con el beneplĆ”cito del pretendiente Carlos VII, y el Integrista, mĆ”s radical, fundado en 1888 por CĆ”ndido Nocedal, que acusaba a sus antiguos correligionarios de traidores a la causa. Parte de la esencia del viejo carlismo āantiliberalismo, fuerismo, catolicismo ultramontanoā¦ā se reconoce tambiĆ©n en el nacionalismo vasco y catalĆ”n surgido a finales de siglo.
El primero tomĆ³ cuerpo en el Partido Nacionalista Vasco creado en 1895 por Sabino Arana, carlista hasta los diecisĆ©is aƱos e imbuido de los mĆ”s rancios principios del viejo fuerismo, a los que aƱadiĆ³ un componente antiespaƱol que lo emparenta con los movimientos racistas en boga en toda Europa. Aunque el catalanismo compartĆa algunas caracterĆsticas con el nacionalismo sabiniano, como el catolicismo integrista, sus estrechos vĆnculos con la burguesĆa catalana y la impronta de otras tradiciones culturales, como la RenaixenƧa romĆ”ntica, difuminaron en alguna medida la influencia del carlismo, del que, como en el caso del PNV, procedĆan algunos de sus miembros. Entre ellos destaca Joan Bardina, militante carlista en su primera juventud y luego de la Lliga Regionalista, a la que aportĆ³ su importante trabajo como pedagogo. Sus estudios sobre la enseƱanza y el uso de la lengua catalana como factor identitario dejaron una profunda huella en un nacionalismo lingĆ¼Ćstico que aspiraba a imponer su hegemonĆa en CataluƱa. Emigrado en Chile, en los aƱos treinta se mostrĆ³ ferviente partidario del fascismo y del nazismo.Versatilidad polĆtica.
La integraciĆ³n del carlismo, junto al republicanismo, la Lliga y otras fuerzas nacionalistas, en Solidaridad Catalana, la exitosa coaliciĆ³n electoral creada en 1906, es un ejemplo de su creciente versatilidad polĆtica y de su capacidad de adaptaciĆ³n a la moderna sociedad de masas. En 1931, la comuniĆ³n tradicionalista y elĀ PNVĀ fueron en coaliciĆ³n a las elecciones a Cortes constituyentes de la RepĆŗblica, escenificando el reencuentro de las dos principales ramas del antiguo tronco del carlismo vasco. Cinco aƱos despuĆ©s, al inicio de la Guerra Civil, elĀ PNVĀ harĆa causa comĆŗn con el Frente Popular, mientras en la EspaƱa sublevada el tradicionalismo se alineaba con Falange y acababa integrado en el nuevo partido Ćŗnico, en una decisiĆ³n impuesta por Franco que fue rechazada por destacadas figuras de ambas formaciones. De la incompatibilidad entre los dos grupos dan idea los cĆ”usticos comentarios que un dirigente del carlismo bilbaĆno, Julio Escauriaza, fue haciendo a vuelapluma a la primera ediciĆ³n deĀ ĀæFascismo en EspaƱa?Ā (1935) de Ramiro Ledesma, fundador y dirigente deĀ FEĀ de lasĀ JONS. Su opiniĆ³n se resume en la frase que escribiĆ³ al pie de la pĆ”gina 47: āEste libro idiota odia al carlismo. Ā”Que Dios le perdone su ignorancia!ā8
Prueba de la difĆcil convivencia entre Falange y el tradicionalismo fue el atentado, con bombas de mano, perpetrado en 1942 por un grupo de falangistas contra una concentraciĆ³n carlista en el Santuario de BegoƱa (Vizcaya). El incidente le costĆ³ el cargo de ministro a RamĆ³n Serrano SĆŗƱer, principal valedor del ala dura de Falange, pero no alterĆ³ la relaciĆ³n orgĆ”nica entre las dos facciones antagĆ³nicas del Movimiento ni la participaciĆ³n de los tradicionalistas en el organigrama oficial de un rĆ©gimen que se inspiraba en parte en la doctrina del viejo carlismo, en sus fantasĆas historicistas y en su lenguaje.
Sus antiguas divergencias internas se agravaron en el tardofranquismo y la TransiciĆ³n, como se puso de manifiesto en los hechos de Montejurra en mayo de 1976, cuando pistoleros de la facciĆ³n encabezada por Sixto de BorbĆ³n atentaron contra los seguidores de su hermano, Carlos Hugo, presidente del Partido Carlista, con el resultado de dos muertos y varios heridos. Si el primero lideraba un sector violento de inequĆvocas connotaciones fascistas, el segundo encarnaba un carlismo antifranquista que postulaba el socialismo autogestionario y una monarquĆa confederal que diera cabida a un PaĆs Vasco-Navarro cuasi soberano. Instaurada la democracia, las dos corrientes acabaron en la irrelevancia electoral, aunque el Partido Carlista supo unir su suerte a plataformas polĆticas que tuvieron algĆŗn recorrido. En 1986 participĆ³ en la creaciĆ³n de Izquierda Unida, coaliciĆ³n impulsada por el PCE, con el que habĆa colaborado ya en la Junta DemocrĆ”tica fundada en 1974. Por su parte, el Partit CarlĆ de Catalunya acabĆ³ integrĆ”ndose en el PSC, mientras en el PaĆs Vasco y Navarra una parte significativa de la base social y territorial del antiguo carlismo se fue deslizando hacia la llamada izquierda abertzale.
La existencia residual de hermandades y asociaciones vinculadas al tradicionalismo no da la medida de su verdadera influencia en la EspaƱa del siglo XXI. Las razones con las que rechazĆ³ siempre el liberalismo se reconocen en las crĆticas a la democracia espaƱola y a su modelo territorial formuladas por fuerzas independentistas y de izquierdas que gozan hoy de un enorme poder. Antes incluso de la apariciĆ³n del carlismo, diputados absolutistas de las Cortes de CĆ”diz combatĆan la idea revolucionaria de naciĆ³n soberana con argumentos que han cobrado una extraƱa vigencia. AsĆ, en pleno debate constituyente, el absolutista alavĆ©s TrifĆ³n Ortiz de Pineda se opuso a que la futura ConstituciĆ³n de CĆ”diz incluyera āa las provincias exentasā, es decir, a los territorios forales, y en concreto a la de Ćlava, ātan zelosa de sus derechosā. Para este furibundo partidario del Antiguo RĆ©gimen, que tanto destacĆ³ en la represiĆ³n antiliberal de 1814, la Carta Magna que se disponĆan a aprobar las Cortes destruĆa āde raĆz toda la ConstituciĆ³n alavesaā9.
Ya en el Trienio, Ortiz de Pinedo participĆ³ en una sublevaciĆ³n armada, que le costĆ³ la vida, al grito de āĀ”Abajo la ConstituciĆ³n!ā. Su temprana muerte en 1821 le impidiĆ³ engrosar las filas del carlismo, como, probablemente, hubiera sido su deseo. No es de extraƱar que en 2012 el grupo municipal de Bildu en AlegrĆa (Ćlava) propusiera al consistorio reivindicar su figura y dedicarle una calle.ĀæY si, doscientos aƱos despuĆ©s de su apariciĆ³n, el carlismo hubiera acabado venciendo al liberalismo? ~
- Ā Informes conservados en el Archivo HistĆ³rico Nacional (AHN), Madrid: Consejos, legajo 51556. ā©ļø
- Parte policial del 31 de julio de 1825;Ā AHN: Consejos, legajo 12292. ā©ļø
- Parte policial del 19 de julio de 1825,Ā ibid. ā©ļø
- Parte policial del 29 de julio de 1825,Ā ibid. ā©ļø
- Cit. Jaime Torras,Ā La guerra de los Agraviados, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1967, p. 96. ā©ļø
- Jordi Canal,Ā El carlismo, Madrid, Alianza Editorial, 2000, p. 131. ā©ļø
- Ibid., p. 217. ā©ļø
- Roberto Lanzas [Ramiro Ledesma Ramos],Ā ĀæFascismo en EspaƱa? (Sus orĆgenes, su desarrollo, sus hombres), Madrid, Ediciones La Conquista del Estado, 1935 (ejemplar de mi propiedad, con firma y exlibris de Julio Escauriaza, con abundantes anotaciones suyas). ā©ļø
- Cit. Javier FernĆ”ndez SebastiĆ”n,Ā La gĆ©nesis del fuerismo. Prensa e ideas polĆticas en la crisis del Antiguo RĆ©gimenĀ (PaĆs Vasco, 1750-1840), Madrid, SigloĀ XXIĀ Editores, 1991, pp. 223-224. ā©ļø
Es catedrƔtico de Historia ContemporƔnea en la Universidad Complutense de Madrid.