David Farrier
Huellas. En busca del mundo que dejaremos atrás
Traducción de Pedro Pacheco González
Barcelona, Crítica, 2021, 288 pp.
Pocas dudas puede haber ya sobre la importancia creciente de ese género ensayístico de orientación interdisciplinar que son los “estudios planetarios”, a la vez expresión e impulso de una nueva manera de percibir el mundo circundante y su relación con la humanidad. Este género incipiente parte de la premisa de que hemos abandonado el Holoceno para adentrarnos en el Antropoceno: una nueva época, ya sea geológica o histórica, que se caracteriza por la desestabilización antropogénica del sistema terrestre. Este nuevo cronotopo que centra al ser humano al convertirlo en protagonista del cambio planetario y simultáneamente lo descentra al recordarle que él mismo solo es una anécdota en la historia de la Tierra se ha convertido ya en un marco epistémico para el análisis de las relaciones socionaturales. Pero está lejos de ser una disciplina practicada únicamente por biólogos o geólogos, ya que científicos sociales y humanistas han dispensado un entusiasta recibimiento al concepto. Todos ellos están así empeñados en producir nuevo conocimiento y nuevos significados, así como en divulgarlo públicamente.
Esto último es lo que David Farrier trata de hacer en este interesante trabajo, que podría describirse como un ejercicio de recepción: el autor es un humanista que reflexiona, desde el punto de vista del tiempo profundo, sobre las implicaciones cognitivas y morales de la transformación humana del planeta. El tiempo profundo no es sino el tiempo geológico del planeta, que se extiende miles de millones de años hacia atrás y hay que suponer que hacia delante, constituyéndose así como el contexto de la evolución biológica. No en vano se cita aquí a James Hutton, científico escocés que plantea por vez primera la hipótesis de que la Tierra tiene detrás una larguísima historia prehumana, influyendo así sobre la teoría de Darwin de la selección natural. Farrier, profesor de literatura inglesa en Edimburgo que ha hecho sus pinitos en publicaciones de orientación global como Aeon y The Atlantic, trata de averiguar cuáles serán los fósiles que nuestro presente dejará al futuro y de qué modo seremos recordados (o imaginados) por esos humanos remotos. Aunque de esto último en el libro termina por no haber tanto, ya que el propósito inconfeso del autor es influir sobre el modo en que los contemporáneos percibimos la realidad planetaria y nos relacionamos con ella.
Farrier combina el registro ensayístico con la narrativa personal y la literatura de viajes, ya que no construye una voz aséptica, sino que se propone como protagonista secundario del relato. Si no hay un elemento personal, como nos ha enseñado cierto periodismo, el lector puede aburrirse. Al fin y al cabo, hay que llegar a los lectores; otra forma de decir que se quiere vender. Por eso Farrier empieza el libro con sus alumnos en una playa escocesa y lo termina de la misma manera, contándonos entre medias sus expediciones a lugares pintorescos: la Gran Barrera de Coral australiana, la monstruosa ciudad de Shanghái, el depósito subterráneo de residuos nucleares que se construye en Finlandia, la playa de la isla sueca de Saltö donde se acumulan más residuos plásticos que en ningún otro lugar del mundo, la mina a cielo abierto del norte de Australia de donde proviene el 10% del uranio del mundo. Farrier es consciente de que alguien preocupado por la influencia humana sobre el planeta no debería viajar tanto, pero se consuela pensando que buena parte de sus desplazamientos los hace durante su estancia investigadora en la Universidad de Sídney.
Su libro tiene así algo de gabinete de curiosidades socionaturales, de manera que la descripción de lugares exóticos sirve como complemento del imprescindible suministro de datos cuyo objeto es cuantificar el impacto antropogénico sobre la Tierra. Se aprende mucho: que hasta un tercio del carbono derivado de la quema de combustibles fósiles permanecerá en la atmósfera durante los próximos mil años; que si toda la tierra desplazada por los humanos fuera una montaña, esta tendría cuatro kilómetros de alto, cuarenta de ancho y cien de largo; que desde mediados del siglo XX hemos producido aluminio suficiente para cubrir todo Estados Unidos con papel de aluminio; o, en fin, que cada año matamos 60.000 millones de pollos. ¡Vértigo del Antropoceno! Y aunque la voz narrativa es eficaz, su acento personal conduce a veces a los lugares manidos del reporterismo estándar, ya se trate del recurso algo tedioso a fábulas y elementos mitológicos o del empleo de aperturas que gustarán a algunos lectores y desesperarán a otros: “Esta historia empieza con un chico cayéndose de un árbol.” O bien: “En 2018, científicos de la Antártida anunciaron un descubrimiento extraordinario: el hielo estaba cantando.”
Ya se ha dicho que el interés de Farrier está puesto en el futuro profundo, o sea en los rastros fósiles que dejará nuestra civilización dentro de millones de años. Su libro parece así entablar un diálogo con Huellas en la playa de Rodas, el monumental estudio histórico de Clarence Glacken acerca del modo en que el pensamiento occidental se ha ocupado de la naturaleza. De hecho, Farrier empieza hablando de pisadas humanas: de los fósiles que dejase el Homo antecessor hace 850.000 años y de los 3,6 millones de años que tienen las encontradas sobre cenizas volcánicas en un yacimiento paleolítico de Tanzania. Cada capítulo de su libro es la exploración de un tipo particular de rastro, por lo general en conexión con alguna actividad típicamente humana: las carreteras que distorsionan nuestra percepción del territorio cuando nos desplazamos por ellas y las obras que mueven millones de toneladas de arena; las ciudades, con sus pesadas estructuras y su inigualable capacidad para almacenar información sobre nuestra especie; la abrumadora producción de plástico y su posterior vida como residuo; la permanencia del hielo, cuyos “testigos” extraídos de la profundidad tanto pueden decirnos sobre el pasado del planeta; los moribundos arrecifes de coral, amenazados por la acidez oceánica causada por el cambio climático; las minas y la energía nuclear, con el problema que representa el almacenaje de sus residuos y la singular dificultad que supone comunicar a los humanos del porvenir su elevada peligrosidad; la alarmante pérdida de biodiversidad y la reducción del nivel de oxígeno en los mares, que puede convertirlos en hábitats apenas propicios para bacterias y medusas; el mundo microbiano, cada vez menos diverso por reducirse a la microbiomasa relacionada con los humanos y los animales que nos gusta comer.
Ocurre que la atención de Farrier a los fósiles no es enteramente original, ya que el geólogo Jan Zalasiewicz –miembro fundacional del Anthropocene Working Group, que trabaja activamente por el reconocimiento de la nueva época geológica– ya hizo algo parecido en The Earth after us: what legacy will humans leave in the rocks?, excelente monografía publicada en 2009. Lo que Farrier aporta es una mirada más literaturizante, asentada no obstante sobre un extenso conocimiento de la literatura científica sobre el Antropoceno: además de citar a Ballard y Benjamin, Farrier ha leído a Val Plumwood y a Bruno Latour, así como los papers más relevantes de los últimos años. Y aunque nuestro autor da demasiado alegremente por sentado que tenemos un deber moral no ya con nuestros descendientes inmediatos, sino con “seres humanos de los que nos separan cientos, incluso miles de generaciones”, su libro es una sugerente invitación a integrar el tiempo profundo –elusivo, abrumador, deprimente– en nuestra visión del mundo: ya que no podemos estarnos quietos, hagámonos cargo al menos de que nuestra hiperactividad tiene consecuencias. ~
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).