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Bárbara Jacobs

La buena compañía

Ciudad de México, Ediciones Era, 2017, 156 pp.

 

“No hay libro bueno que no haga las veces de punto de partida hacia otros libros buenos”, dice Bárbara Jacobs en La buena compañía, un libro formado por otros libros que, apilados sobre su mesa, nos dan y le dan “además de gozo, una idea iluminadora de lo que ha sido la literatura más formativa de mi hemisferio y de mi tiempo”. Me imagino que en algún momento los escritores buscamos saber en qué consiste la alquimia que transmuta nuestras lecturas en obras y sobre todo en personas, en quiénes nos convertimos después de leer a Borges, a Cortázar, a Mercè Rodoreda, a Katherine Mansfield, a Augusto Monterroso. De las pequeñas cosas surgen grandes cosas, eso lo sabemos, y el empeño de Jacobs, comenzado en el microcosmos de su librero en pos de esta idea iluminadora, parece sencillo, pero su resultado es grande y sorprendente.

Un género es un género es un género, diría Gertrude Stein, y la mayoría de los escritores creemos saber en qué consisten. Sin embargo, cuando los académicos nos los explican empezamos a sentirnos asfixiados, obligados a vestir un corsé de acero. Jacobs decide agrupar los libros comentados en géneros, desde algunos muy conocidos –como la poesía, el cuento o la novela– hasta otros cuya delimitación desconcierta en estos tiempos de profesionales de todo –como la crítica y el periodismo hechos por escritores–, pasando por la literatura de viajes, las memorias, la correspondencia y un largo y delicioso etcétera –el testimonio, los prólogos, el cómic.

La autora nos habla desde la libertad de la escritura, a veces explicándonos su concepción de lo que es un poema, un ensayo, un cuento, a veces relatándonos la historia de alguno de los autores citados o incluso el efecto que sobre su sensibilidad y su vida tuvo una lectura. Me encanta, por ejemplo, lo que señala sobre el ensayo literario: “es un fragmento de conversación que se lleva a cabo sobre papel y con un interlocutor imaginario. Refleja sin agotarlo el parecer del ensayista alrededor de una minucia o de un tema trascendental. Puede ser breve o no tanto, pero nunca muy extenso; en todo caso, no demasiado. Un ensayista, o un buen ensayista de estos, se expresa con gracia y con tacto porque intuye o sabe con qué tono hablar y cuándo callarse para no perder a ese lector desconocido y quedarse hablando solo.”

Como contraste, en el capítulo de la poesía escribe de manera más personal, aludiendo a su selección, junto con Neruda e Ida Vitale, de Bob Dylan y E. E. Cummings: “Es cierto que en aquellos años se decía (y me temo que siempre habrá quien lo siga sosteniendo) que Bob Dylan no tenía voz y que Cummings era más un malabarista de la lengua que un poeta, pero lo cierto es que a mí (y no solo a mí) me divirtieron, hablaron por mí, crecí con ellos, estuvieron conmigo en las buenas y en las malas.”

La naturaleza diversa y libre de La buena compañía es más parecida a la buena conversación que se sostiene durante un viaje, uno sentimental a la manera de Sterne. Al final del recorrido, a pesar de la brevedad de cada apartado, hemos leído una espléndida y pormenorizada revisión de la naturaleza de los géneros y sus lugares en la cauda de la literatura y en el temperamento de una escritora, donde a las delimitaciones formales se superponen también las vicisitudes del gozo o el dolor que acompañan a cada lectura:

“He repasado los diarios de estos escritores [alude a Kafka, Camus, Monterroso, Pavese] con puntos en contacto y divergencias entre ellos; son modelos distintos de expresión íntima. Ahora pienso en todo lo que subrayé en cada uno de ellos al leerlos y releerlos, y cómo, al escribir estas líneas, siento que sin consultar cuanto subrayé, cuanto subrayé quedó en mí y quizá lo transmito entre líneas, pero como si lo citara. Pienso que en esto consiste la lectura, en quedarse con algo que se hace expresar de un modo u otro.”

De alguna manera, La buena compañía nos recuerda dónde estamos parados quienes nos empeñamos en esta labor. En sus páginas me deslumbran las transparentes ideas de la autora respecto a los géneros y su clasificación, pero también la naturalidad con que habla de su propio periplo. A veces, me asombra la revelación de libros y autores que no conocía o los detalles biográficos, como el de que el fluido ensayista Charles Lamb era tartamudo. El índice del libro, con su coqueto “De” antes de cada apartado (“De la poesía”, “Del poema en prosa”, “Del escritor que abrevia y adapta”), hace pensar un poco en aquellos menús de los restaurantes franceses y le otorga, amén de claridad, antojo y sabrosura.

Tal vez sin quererlo, La buena compañía resulta ser un libro didáctico en el mejor sentido de la palabra, pues más que enseñar contagia de entusiasmo y curiosidad al lector. Yo quiero leer aquella autobiografía que Borges escribió en inglés, el viaje de John Steinbeck con su perro Charley, toda la poesía de Ida Vitale y de Marina Tsvetáyeva, la obra La calumnia de Lillian Hellman, los Cuentos romanos de Alberto Moravia, el artículo sobre Joyce y la ópera de Eduardo Lizalde. Releer las Memorias de una joven formal de Simone de Beauvoir y el inclasificable Libro del desasosiego de Fernando Pessoa. Y buscaré toda la colección de Peanuts del gran Charles M. Schulz que guardo desde la infancia y ha sido una de las lecciones más profundas sobre la melancolía que he podido recibir. En suma, quiero sumergirme en aquel manantial de lecturas cuyas fuentes abrió para nosotros Bárbara Jacobs con enorme generosidad, en este gran libro pequeño que lo contiene todo, como en una nuez. ~

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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