El 2 de junio, México amaneció con un poder judicial diferente. La evidencia indica que, gracias a la elección judicial, no solo se convertirá en un poder subordinado plenamente al poder ejecutivo. Será también un poder debilitado en su capital humano, poblado por perfiles que van de la ideologización más rupestre al oportunismo más descarado. Una vez derruidos los pilares de decoro legal, profesional y personal –indispensables para cualquier institución–, la judicatura ha quedado más débil que nunca ante presiones de todo tipo, incluyendo las del crimen organizado.
Sabíamos que esto pasaría. Desde que se propuso la elección judicial, ha sido prácticamente unánime el rechazo entre juristas, académicos y voces informadas. Ninguno de los argumentos en su defensa se sostiene en la evidencia, la experiencia o la técnica. Pero, en política, no basta con tener la razón si esta no se convierte en acción. ¿Se pudo hacer algo? O, más importante, ¿se puede hacer algo rumbo a 2027, cuando se convocará a una segunda votación para renovar la otra mitad de puestos judiciales? Pienso que sí, y el caso de Israel nos ofrece algunas pistas.
En 2023, el gobierno de Benjamín Netanyahu presentó un paquete de reformas para limitar el poder del Tribunal Supremo de Israel, dar al gobierno control en la selección de jueces y blindar al poder ejecutivo de la vigilancia judicial sobre sus decisiones. Como en México, se alegaba que el Tribunal tenía una influencia desmedida, que sus integrantes eran elitistas y que sus decisiones iban contra la voluntad del “pueblo”. Como en México, se trataba en realidad de darle más poder a la política y menos al ciudadano.
Ante el ataque a las instituciones, los más diversos sectores de la sociedad israelí se lanzaron a la defensa de los ideales de la república. Sobre la marcha, fueron construyendo una estrategia en la que la comunicación y el discurso jugaron un papel central. Evidentemente, no podemos trasladar todo lo ocurrido allá a México, pero hay aspectos de esa experiencia que ofrecen lecciones valiosas para nuestra sociedad.
Primero, el movimiento tuvo un mensaje claro y unificado. Mientras que en México cada crítico y opositor a la reforma judicial tenía sus propios argumentos y mensajes, en Israel los opositores enmarcaron el problema como un asalto a la democracia y una amenaza a los valores fundamentales del pueblo. Al grito de “¡Democracia!”, académicos de izquierda, empresarios centristas, trabajadores conservadores y ciudadanos sin partido se unieron por encima de sus diferencias. En México, urge que la oposición política y social a la reforma judicial mexicana salga del pasmo y el desorden y cuente con una estrategia de comunicación sólida en torno a un solo mensaje, que podría estar centrado, más que en ideales abstractos, en la defensa de los bienes concretos del ciudadano ante el poderoso: tu casa, tus tierras, tu herencia, tu negocio, tu trabajo, tu salud, tu cuerpo.
Segundo, la toma de la calle. Mientras que en México la reforma judicial solo generó un puñado de manifestaciones aisladas, en Israel la gente se volcó a las calles a defender a sus instituciones. Usando Telegram, WhatsApp y redes sociales, los opositores comenzaron a organizar marchas semanales. Al principio reunían a poca gente, pero mantuvieron la movilización hasta ir convenciendo a más. Las manifestaciones pasaron de cientos a miles y de ahí a decenas de miles de personas, alcanzando concentraciones –históricas para Israel– de doscientos mil ciudadanos en Tel Aviv y ciento cincuenta mil en Jerusalén en el pico de las protestas. La lección es clara: si las instituciones se cierran, la calle es un espacio simbólico que debe ser reclamado pacíficamente por la sociedad.
Tercero, el uso masivo y coordinado de redes sociales. En vez de andar “tuiteando” y opinando aisladamente como en México, las oposiciones en Israel utilizaron coordinadamente las redes para difundir información, organizar protestas y viralizar su mensaje. Con videos musicalizados convertían las concentraciones masivas en eventos épicos de resistencia, con testimonios de ciudadanos comunes explicando sus motivos para unirse a las protestas. Hashtags como #SaveIsraeliDemocracy y #ProtectTheCourt (en inglés y hebreo) se volvieron tendencia, atrayendo atención global.
Cuarto, la movilización visual y simbólica. El movimiento anti-reforma en Israel tuvo el acierto de apropiarse de la bandera nacional como emblema central en las protestas, para demostrar que la lucha era por defender valores compartidos, no una agenda partidista. Esto generó imágenes poderosas de plazas abarrotadas de gente ondeando miles de banderas, que medios nacionales e internacionales difundieron ampliamente, inspirando a más ciudadanos a unirse.
Quinto, el rol de las universidades, el gremio jurídico y el sector empresarial. A diferencia de México, en Israel estos sectores no guardaron silencio. Rectores, decanos y profesores de las principales universidades emitieron declaraciones públicas y aportaron análisis experto a los tribunales en contra de la reforma. Las barras y colegios de abogados apoyaron vocalmente a la oposición y presentaron recursos jurídicos. Las empresas más importantes, incluyendo al poderoso sector tecnológico, se fueron a paro de labores, pues veían en la reforma un atentado frontal contra la certidumbre jurídica, indispensable para la buena marcha de la economía. Allá fue claro que el costo de callar era más alto que el de hablar: sabían que sin Estado de derecho no hay estabilidad, y sin estabilidad no hay ni inversión, ni libertad académica, ni desarrollo profesional posible.
Y sexto, la presión internacional. En Israel, los opositores supieron ofrecer una narrativa unificada y atractiva a los medios extranjeros. Voceros diversos y con autoridad comunicaron, en varios idiomas, la causa que defendían. Se publicaron columnas, reportajes y análisis en medios internacionales que contrastaban el discurso del gobierno con la realidad. Al final, tanto instancias de la onu, como varias naciones europeas y Estados Unidos expresaron formalmente al gobierno israelí sus preocupaciones. En México, en cambio, la oposición política y social no ha sabido tender puentes con la prensa y la comunidad internacional, lo que explica en parte la poca conciencia que existe fuera del país sobre la regresión autoritaria en marcha.
La reforma de Netanyahu fue parcialmente suspendida. Ante los espantosos ataques terroristas de octubre de 2023, Israel demandaba unidad nacional, y la reforma era motivo de profunda división. El Tribunal Supremo la anuló en parte en enero de 2024, un triunfo parcial para los opositores, aunque el parlamento aprobó otras partes en marzo de 2025. Es claro que, sin la impresionante movilización ciudadana, la reforma en su totalidad sería un hecho consumado desde hace dos años.
En México, más que lamentarnos por lo perdido, la sociedad haría bien en organizarse para evitar mayores pérdidas, porque todavía quedan muchas instituciones –públicas, privadas y sociales– en la lista de demolición del populismo. Hay que empezar por algún lado, y lo primero que hace falta es generar un relato común. Este no surgirá solo, hay que diseñarlo con intención, sumando a todos los sectores de la sociedad que entienden la gravedad de lo que está ocurriendo, pero que no han levantado la voz, o no la han elevado con suficiente potencia, por sentir que no servirá de nada, o que se quedarán solos y serán presa fácil de represalias.
Sí, la organización conlleva riesgos. Y precisamente por eso, la acción colectiva se vuelve indispensable, para que ningún ciudadano y ninguna institución enfrenten solos las consecuencias de defender lo que nos pertenece a todos. Superar el pasmo, romper el silencio y demostrar voluntad y capacidad de organización serían una primera victoria. De ahí, puede pensarse en cómo disputarle el relato, la calle y las urnas al populismo. Los mexicanos ya dejamos que nos robaran fácilmente medio poder judicial. Nada bueno pasará si permitimos que nos roben la otra mitad. ~