De la bodega a la red

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Para la industria en general, los japoneses inventaron los sistemas de sincronización just-in-time (que reducen los inventarios al mínimo) y los sistemas de producción en el camino (producir en la bodega del barco que viaja al mercado, integrando y reduciendo así los inventarios en proceso, de producto terminado y en tránsito). La nueva utopía industrial es volver en cierta forma a la producción artesanal: atender individualmente cada pedido del último consumidor, eliminando tiendas, distribuidores e inventarios de productos terminados. El ejemplo más notable ha sido el éxito de las computadoras Dell, armadas en la fábrica sobre pedido (dentro de un menú muy amplio) y enviadas directamente al domicilio del cliente. El futuro del libro participa de esta utopía y tiene las suyas propias, en particular el sueño de una biblioteca total.
     Los antiguos vieron el universo como un libro y soñaron recrearlo en el espejo de una biblioteca. En 1941, Borges llevó esta fantasía al extremo: “La Biblioteca de Babel” incluiría hasta los libros todavía no escritos. Unos años después, Vannebar Bush propuso lo que hoy llamamos hipertexto: la vinculación electrónica de todos los textos. “Una biblioteca de un millón de volúmenes pudiera estar comprimida en un rincón del escritorio.” Todo lo impreso por la humanidad pudiera cargarse en una camioneta. Un mecanismo llamado Memex (memory extension) haría automáticamente lo mismo que la memoria: conectar lo significativo, olvidando lo demás. (“As We May Think”, The Atlantic Monthly, julio de 1945.)
     Una primera forma de este proyecto apareció en la Biblia medieval: un espejo del universo que reúne todos los libros sagrados y los conecta hipertextualmente con referencias, concordancias, comentarios. Lograr algo semejante en la red, para el texto completo de todos los libros, de todas las épocas, en todos los idiomas: la biblioteca universal digital, es difícil y costoso, pero técnicamente ya es posible.
     En su forma radical, esta fantasía elimina, no sólo todos los inventarios, sino todos los mediadores. Teóricamente, el acceso al texto en una pantalla puede ser más fácil, barato y atractivo que en papel encuadernado, sin necesidad de bodegas, librerías, ni bibliotecas. Teóricamente, no harían falta los mediadores: el autor puede buscar directamente al lector, como ya lo hacen muchos autores que ponen gratuitamente sus textos en la red, y lo intentó (fallidamente) Stephen King en gran escala comercial. Sin embargo, considerando los detalles prácticos, la tecnología digital parece destinada a reforzar, más que sustituir, el libro impreso y sus mediadores.
     Los sistemas de impresión por ejemplar POD (printing on demand) eliminan los inventarios en proceso y permiten reducir la bodega de libros terminados. En vez de producir mil ejemplares (o los miles que sean) de cada pliego, doblarlos, compaginarlos con los demás y encuadernar mil ejemplares del libro, como hacen las prensas y encuadernadoras tradicionales; o en vez de fotocopiar mil veces una página, luego otra, y así sucesivamente, para encuadernar mil ejemplares, como haría una copiadora simple; las nuevas máquinas, como los antiguos copistas, pueden fotocopiar o imprimir electrónicamente un solo ejemplar completo, desde la primera página hasta la última. De esta manera, el impresor ya no tiene argumentos para decirle al editor: te cobro menos por ejemplar, si imprimes más. Por la naturaleza misma del proceso, tiene que cobrar lo mismo, aunque el pedido sea pequeño.
     Las grandes rotativas para la producción masiva de libros de bolsillo también trabajan sin inventarios en proceso, pero aumentan el de libros terminados y son incosteables para producir unos cuantos miles de ejemplares. Las prensas tradicionales son incosteables para producir unos cuantos cientos de ejemplares. Los sistemas POD pueden producir tranquilamente decenas de ejemplares y hasta un solo ejemplar. Son competitivos para tirajes mínimos, de tamaño y calidad estándar (no en tamaños excepcionales o calidad excepcional). Su aportación más notable consistirá en ampliar la vida de los títulos que ahora es incosteable reimprimir.
     Con pequeñas reimpresiones, todo el fondo antiguo de un editor puede seguir en venta, aunque la demanda de algunos títulos baje a diez ejemplares por año. (El caso extremo, según The Guinness Book of Records, ha sido el de una traducción del copto al latín, que la Oxford University Press vendió al ritmo de 2.6 ejemplares por año entre 1716 y 1907.) Con la solución tradicional (reimprimir cuando menos mil ejemplares), muchos títulos dejan de imprimirse, aunque hayan sido bestsellers o tengan mucho sentido en el catálogo. Pero cuando se pueden reimprimir cantidades muy pequeñas, la inversión y el riesgo para el editor se reducen al mínimo. Esto se puede tomar en cuenta desde la primera edición.
     Si un editor está seguro de vender dos mil ejemplares, pero no tan seguro de vender tres mil, puede imprimir dos mil de manera tradicional y esperar a ver qué pasa, con la tranquilidad de imprimir después los ejemplares que hagan falta, según la demanda. Supongamos que el millar adicional (para guardarlo, por si llega a hacer falta) le cueste 3,000 dólares, mientras que la impresión POD le cuesta seis dólares por ejemplar. Aparentemente, la primera opción cuesta la mitad (tres dólares por ejemplar). Pero calcular de esta manera es dar por vendido el millar adicional, cosa por demás incierta. Supongamos que, de hecho, no venda más que trescientos ejemplares más. En este caso, con POD habrá invertido mil ochocientos dólares completamente seguros, en pequeños pagos a lo largo del tiempo; lo cual es mucho menos que tres mil dólares en un solo pago previo, para imprimir setecientos ejemplares invendibles y trescientos vendibles (que, por lo tanto, costaron realmente diez dólares por ejemplar). Aunque el costo unitario POD sea (aparentemente) del doble (que el costo teórico de aumentar el tiraje de la primera edición), la diferencia se justifica ampliamente como una prima de seguro, contra la pérdida escondida en la bodega, a la cual hay que sumar el costo de almacenaje, los intereses y el costo de la oportunidad perdida por no usar esos tres mil dólares en otro libro. Naturalmente, una traducción del copto al latín debe imprimirse ejemplar por ejemplar, desde la primera edición.
     Las nuevas máquinas pueden estar en varios puntos del circuito, ya sea con el impresor, el editor, el distribuidor o un servicio especializado (como el que ofrece Bowker / Booksurge), con implicaciones comerciales distintas, según el caso. Si llegara a ser práctico que cada librería tuviese una, se acabarían las devoluciones y mejoraría enormemente el servicio a los lectores. Si se volvieran tan compactas y baratas como la impresora de una computadora de escritorio, PODrían estar en la casa del lector. Ésta sería la culminación de la biblioteca universal digital, donde cualquier lector puede bajar de la red cualquier libro a su pantalla o su impresora, como ya es posible (sin encuadernación) para miles de clásicos digitalizados por los voluntarios de la Project Gutenberg Association, que organizó la Universidad Benedictina de Illinois.
     No deja de ser sorprendente que, aunque ya existen los servicios de este tipo, tanta gente prefiera pagar una edición tradicional, en vez de leer gratuitamente el libro en pantalla o impreso en hojas sueltas (a un costo de impresión por hoja no siempre menor que el costo por página de un libro tradicional). Y se explica. No es lo mismo consultar en pantalla o imprimir algunas hojas de interés, que leer en pantalla o imprimir el libro completo. Aunque el contenido sea idéntico, la experiencia visual, táctil y hasta olfativa puede hacer mucha diferencia para el lector. Aunque la capacidad hipertextual de la versión electrónica sea, en principio, superior a los índices tradicionales (que no todo libro incluye; desgraciadamente, el subdesarrollo intelectual en este punto es impresionante), hay muchas circunstancias prácticas en las cuales el libro tradicional es superior, empezando por la más elemental: no tener a la mano la máquina encendida, con el texto instalado. Estos detalles prácticos y muchos otros (la portatilidad, el menor interés de los ladrones en robarse un libro que una lap top, la imposibilidad de prestar un ebook sin el aparato lector, los derechos de autor) suelen ignorarse en las fantasías futuristas, pero pesan en las decisiones del lector. La falta de entusiasmo por los ebooks no puede atribuirse a la tecnofobia de los lectores comunes y corrientes. También se da entre los jóvenes estudiantes de libros de texto, y hasta los usuarios de tecnología de vanguardia, según dos encuestas (Publishers Weekly, 9 de septiembre del 2002).
     Los detalles prácticos son decisivos y tienen consecuencias imprevistas, a veces favorables para un propósito distinto. Los ebooks no se inventaron para los lectores con problemas visuales que necesitan letra grande, pero resultaron ideales para eso. De igual manera, cuando McGraw-Hill lanzó versiones electrónicas de sus libros científicos, pensó que los lectores apreciarían sobre todo el contenido, la hipertextualidad y la ventaja de obtener el texto en línea tres meses antes de que apareciera la versión impresa (que en el futuro, supuestamente, se volvería innecesaria). Sorprendentemente, aunque sí se vendieron ebooks, la demanda de esos mismos libros impresos aumentó. La promoción de la versión electrónica sirvió para que más lectores conocieran el texto, lo hojearan en pantalla y se interesaran en comprarlo impreso. A partir de esa experiencia, y de la tradición de la industria del software de hacer versiones beta (para dar a conocer, invitar a hacer pruebas y recibir opiniones antes del lanzamiento formal), McGraw-Hill creó el sitio Betabooks, que permite probar y hacer pedidos de libros en preparación.
     Una experiencia convergente fue la de Seth Godin, autor del bestseller Permission marketing. Después de regalar 125,000 copias de Unleashing the ideavirus en www.ideavirus.com, recibió suficientes pedidos para que su editor vendiera 28,000 ejemplares impresos (Publishers Weekly, 18 de septiembre del 2000). El libro, todavía disponible gratis en la red (con permiso de imprimir, pero no de encuadernar), sigue vendiéndose impreso. Godin compara la difusión gratuita en la web con la difusión gratuita de la música por radio: “Por un tiempo, las empresas disqueras combatieron a las estaciones de radio, para obligarlas a pagar regalías por la música que tocaban. Hasta que en los años cincuenta comprendieron que les convenía. Tanto, que algunas empezaron a dar mordidas para que se tocaran repetidamente sus discos [la llamada payola], según resultó en una investigación legislativa.” Se pudiera añadir otro ejemplo: las bibliotecas públicas. En la práctica, son un apoyo fundamental para el mercado del libro, aunque teóricamente se pudiera pensar que nadie va a comprar un libro que puede leer gratis.
     Amazon, que en 1995 empezó a vender libros en línea y causó una revolución en todos los mercados de menudeo cuando empezó a vender discos y muchas otras cosas, amplió también su oferta a los ebooks y libros usados. Considerando la afinidad tecnológica entre el comprador en línea, el vendedor en línea y el editor de ebooks, hubiera parecido normal que los ebooks fueran el mayor éxito. Sin embargo, el mayor éxito se produjo en la venta de libros usados. Según el informe bursátil del segundo trimestre del 2002, las third party transactions (principalmente libros usados) representaron el 35% del número de pedidos y el 20% de las unidades vendidas. Esto implica que la mayor parte de los pedidos de libros usados son de un solo ejemplar, a miles de libreros que venden por medio de Amazon y surten directamente, sin pasar por sus bodegas. También implica que la tecnología digital, como en el caso de POD, permite aprovechar mejor el inventario, alargar el ciclo de vida de los títulos y ampliar la diversidad disponible para el lector.
     La tecnología digital, admirablemente aprovechada por Amazon, llama tanto la atención que distrae de las virtudes tradicionales, sin las cuales Amazon sería un fracaso: el espíritu de servicio, la credibilidad, la rápida incorporación de nuevos títulos, el surtido y la permanencia del acervo. Todas éstas han sido virtudes de los buenos libreros, y muchos ya aprovechan la tecnología digital, en proyectos propios o colectivos, como BookSense.com de la American Booksellers Association. En particular, las librerías independientes, que habían perdido participación en el mercado frente a las grandes cadenas, no parecen encaminadas a extinguirse por la aparición de Amazon. Según la encuesta de Ipsos Book Trends (Publishers Weekly, 9 de septiembre del 2002), en el primer semestre del año 2002 los lectores compraron 557 millones de ejemplares (1.6% más que en el primer semestre del 2001). La participación en unidades bajó para las cadenas (de 22.2% a 21.4%), clubes de libros (22.1% a 19.6%) y ventas por correo (3.3% a 2.8%); pero subió para las librerías independientes (13.5% a 14.4%), ventas en línea (7.4% a 8.4%) y libros usados (3.1% a 5.0%).
     Los mediadores no hacen falta para que dos amigos hablen por teléfono. Muchos poemas renacentistas y barrocos circularon copiados a mano entre los amigos del autor, aunque ya existía la imprenta. Hoy, las copiadoras, el fax, el correo electrónico, reproducen y distribuyen textos inéditos entre amigos. Los mediadores hacen falta para que el texto (bien presentado) llegue al lector anónimo: el amigo desconocido.
     El texto mismo es una invitación al amigo desconocido. Idealmente, bastaría con dejarlo abandonado en un parque o ponerlo en la red para que su público natural lo fuera encontrando. La mano invisible del azar puede salvar un texto perdido en el caos. Pero la intervención de los ángeles o los mediadores humanos hace la extraordinaria diferencia entre la conversación y el caos. Los mediadores filtran el ruido para sintonizar las constelaciones con sentido, facilitan el encuentro con el lector.
     Hasta la utopía de una biblioteca virtual universal, que incluya todos los libros, requiere mediadores que los escojan (no cualquier secuencia de palabras es un libro); revisen (la crítica textual, iniciada en la Biblioteca de Alejandría para Homero, usa hoy computadoras para Joyce, pero nunca será puramente mecánica); editen (presenten el libro de una manera más legible, y no sólo en su aspecto tipográfico); cataloguen, difundan, critiquen, recomienden. Naturalmente, todas estas mediaciones pueden realizarse en la red, y quizá es lo razonable para una traducción del copto al latín. Naturalmente, el autor puede ser su propio mediador, como tantos lo han sido y lo seguirán siendo. Pero no es fácil que el amigo desconocido de un texto lo descubra entre millones, sin otra mediación.
     Independientemente de las circunstancias tecnológicas y económicas, los editores, distribuidores, libreros, bibliotecarios, críticos, maestros, padres, amigos, seguirán haciendo la diferencia entre el caos que inhibe y la diversidad que dialoga. La cultura es conversación, y el papel de los mediadores es organizar la conversación, hacer que la vida del lector tenga más sentido, por el simple hecho de encontrar lo que necesitaba leer. ~

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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