Evaluando al trumpismo

Detrás del eslogan “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” hay ideas relativas al proteccionismo, el tamaño de la burocracia y la corrección política. Examinarlas permite entender qué ven en Trump sus simpatizantes.
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Preguntarse por qué el 46% de los votantes escogió a Trump es más importante que interrogarse sobre el presidente mismo, esto si se quiere comprender el futuro de la república estadounidense –y la naturaleza del gobierno democrático–. Una manera de entender este asunto es enfocándose en la diferencia entre las explicaciones estrictamente racionales y aquellas en gran medida subracionales que llevaron a muchos a votar por Trump. Muchos de los simpatizantes de Trump que buscan, ora un trumpismo racional, ora una explicación racional de los trumpistas, lo hacen con buena conciencia y de acuerdo con su mejor entendimiento.

Hay cinco significados positivos primarios que se asignan al trumpismo. Primero, algunos lo ven como una tentativa para restaurar la democracia estadounidense destruyendo el poder de una burocracia opresiva. Segundo, el trumpismo también podría ser un intento de restaurar las fortunas en declive de la clase trabajadora estadounidense. Tercero, el trumpismo puede entenderse como un llamado para restaurar el prestigio y poder de Estados Unidos abandonando obligaciones internacionales explotadoras. El cuarto es el énfasis en la virtud cívica entendida como amor propio. Por último, puede concebirse como una disputa contra el efecto pernicioso de la corrección política. Los cinco significados en conjunto pueden verse como los medios para que “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” (Make America Great Again).

El trumpismo frente al Estado administrativo

El conservadurismo estadounidense contemporáneo está definido por su aversión a los impuestos y a la regulación gubernamental de los negocios. Lo que distingue a los críticos del Estado administrativo de los conservadores antirregulación genéricos es su oposición a la regulación burocrática como tal. Entre los defensores académicos más apasionados del trumpismo hay algunos con vínculos a la escuela de Claremont. Ellos sostienen que Estados Unidos se ha alejado de sus principios fundadores a través de la expansión del Estado administrativo, cuyo origen rastrean en el movimiento progresista y hasta las concepciones hegelianas del Estado.

((Ellos comparten su crítica al Estado moderno con los libertarios, quienes toman su guía de la teoría de la elección social y, en último término, de la escuela austriaca de economía. Véase F. A. Hayek, The road to serfdom: text and documents, Chicago, University of Chicago Press, 2007.
))

 Argumentan que el Estado de bienestar estadounidense y el aparato regulatorio sobre las grandes empresas (por lo general, no los distinguen) no son democráticos dado que su personal está compuesto por burócratas que no rinden cuentas a la ciudadanía.

Sin embargo, tenemos dudas de que los antiguos trabajadores industriales de Pensilvania, Ohio, Míchigan y Wisconsin votaron por Trump porque temieran el crecimiento del Estado administrativo. Sin embargo, incluso concediendo que así haya sido, la crítica al Estado administrativo solo sería por completo racional si fuera una interpretación correcta –o, al menos, plausible– del declive económico y de la mermada rendición de cuentas democrática. La cuestión empírica se puede despachar con facilidad. El declive económico estadounidense, en relación con el resto del mundo, no viene de la sobrerregulación. En primer lugar, la economía estadounidense está menos regulada, y sus impuestos son menores, que la de sus competidores de la OCDE. Segundo, algunos de sus sectores más innovadores y en expansión son los más regulados, e. g., el farmacéutico. Tercero, es difícil negar que el crecimiento en el sector de la tecnología ha sido dificultado por la regulación gubernamental: basta mencionar a Google, Apple y Facebook.

Se podría decir que, llegado a cierto punto, el alcance de la regulación económica del gobierno se vuelve tan extenso como para autoperpetuarse. Sin embargo, esa sociología-del-camino-a-la-servidumbre ignora las realidades de los últimos cuarenta años, durante los cuales hemos visto que el control de la economía por parte del Estado disminuye a nivel mundial. Después de todo, este es el rasgo que caracteriza la globalización económica, al menos desde el advenimiento del consenso de Washington. Si existe un umbral en que la regulación de la economía por parte de gobiernos democráticos se vuelve un rasgo permanente, Estados Unidos jamás se ha acercado a él.

Pero la tesis del Estado administrativo no se ocupa de modo primordial de cuestiones de causa y efecto en las sombras de la sociología política. El peso de su argumentación radica en que la regulación gubernamental a manos de burócratas entrenados expresa, como tal, un conjunto de ideas autocráticas, colectivistas y elitistas. Aunque estamos de acuerdo en que las grandes burocracias gubernamentales tienden a ser instrumentos de las élites y pueden ser autocráticas, no son más colectivistas que cualquier otra forma de gobierno. Criticamos la tesis del Estado administrativo utilizando el pensamiento de Max Weber. El gran estudioso de la burocracia entendió que el dominio burocrático no es un problema exclusivo del gobierno: las burocracias permean todos los aspectos de la vida moderna, en especial las organizaciones económicas. El capitalismo moderno, como señala Weber, ha sido intensamente burocrático desde el ascenso de la corporación moderna. Esto da al traste con la falsa representación que los conservadores (trumpistas o no) hacen del gobierno como el único enemigo de la libertad.

((Uno podría argumentar que la perspectiva de la bancarrota provee un control externo al dominio burocrático en las corporaciones, pero esto les ocurre muy rara vez a las grandes corporaciones.
))

Weber también apunta que el crecimiento de la organización burocrática es una consecuencia de su mayor efectividad instrumental y, por tanto, un rasgo necesario de la vida moderna. Pensamos (como Weber) que la propiedad estatal de la economía es peligrosa ya que elimina las tensiones entre organizaciones burocráticas grandes –e. g., el Estado y la corporación modernos– y, por consiguiente, consolida el dominio burocrático estatal; lo cual excluye la posibilidad de que la política derive de las tensiones producidas por poderes que se contrarrestan.

((Esto es análogo al temor de Leo Strauss para quien un gobierno mundial único abriría el camino a una tiranía más permanente que la que jamás haya existido.
))

 Dicho esto, hoy casi nadie aboga por la propiedad estatal de la industria. Más bien, para poner a Weber de cabeza, vemos un peligro por lo menos equivalente viniendo del poder corporativo sin límites. Aunque es posible que la regulación gubernamental de algunas áreas sea excesiva, la solución no está en que Estados Unidos se esfuerce en volverse una utopía libertaria donde todas las relaciones entre los seres humanos sean determinadas por el mercado. Con todo, una mezcla de administración pública y fuerzas del mercado es saludable, aunque se puede discrepar sobre cuál debería ser exactamente esa mezcla.

El trumpismo como populismo económico

La aseveración según la cual el trumpismo es populismo es la materia prima de artículos periodísticos y ensayos académicos. Algunos autores argumentan que Trump se presentó a sí mismo como paladín de los trabajadores, aunque la cuestión política es, por supuesto, si de hecho representa tal figura. Creemos que el programa económico de Trump no defiende los verdaderos intereses de los votantes indecisos que se inclinaron por él. Al contrario, lo que predomina en su programa de ningún modo protege a los trabajadores estadounidenses. Si existe un trumpismo económico, sus principales rasgos son la reducción de impuestos a los ricos y a las corporaciones a expensas de la clase media, combinada con la remoción de controles al poder corporativo. Esta economía de derrame no es nueva, fue fomentada por la ortodoxia conservadora desde el gobierno de Reagan. Sin embargo, a diferencia de Reagan, Trump parece haber delegado su política económica a ese devoto de Ayn Rand que es Paul Ryan, presidente republicano de la Cámara de Representantes. Además, el gobierno estadounidense, a lo largo de varias décadas, ha fracasado incluso en asuntos mundanos como el mantenimiento de la infraestructura. Si bien Trump aseguró que era “un constructor” y que Estados Unidos necesita renovar su inversión en este rubro, hasta ahora

((A principios de febrero de 2018, Trump presentó finalmente su iniciativa. Sin embargo, no ha sido votada en comités [N. del trad.].
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 no se ha impulsado ninguna iniciativa de ley de infraestructura.

La respuesta trumpiana obvia es: el populismo económico trumpista se expresa en el proteccionismo y las restricciones a la inmigración. Pero basarse solo en esas dos políticas para caracterizar el trumpismo como populismo es una falacia. No hay prueba de que el comercio exterior y la competencia de la mano de obra inmigrante sean la causa principal del declive de la clase trabajadora estadounidense. Podemos discutir si necesitamos políticas de inmigración legal más ventajosas y aplicar de manera más estricta la ley contra la inmigración ilegal, sin embargo, ello dejaría intactas las causas más fundamentales del declive de la clase trabajadora. El proteccionismo y el control migratorio solo constituirían un verdadero populismo si juntos fueran una solución, más o menos completa, a los efectos negativos de la globalización económica. Pero no es el caso. Primero, no es razonable creer que los acuerdos de libre comercio son tan gravemente injustos para los Estados Unidos, dado que han utilizado a su favor su capacidad como el poder económico y militar más grande sobre la faz de la tierra. Asimismo, otros factores explican el descenso de la clase trabajadora: la innovación tecnológica –que desplaza a trabajadores–, el debilitado poder de negociación obrero debido al declive de los sindicatos y las políticas de impuestos que permiten a los más ricos pagar menos a pesar de tener ingresos más altos. Finalmente, si la mayor parte de la competencia de inmigrantes afecta a los trabajadores con menor sueldo, como parece el caso, entonces la inmigración solo exacerba la caída de sueldos de la mano de obra semicalificada; no ocasiona los problemas enfrentados por la clase media. Todas estas son cuestiones que se deben tratar con cautela. Tan pronto deliberamos sobre la “causa principal” del declive de la clase trabajadora estadounidense empezamos a pensar con prudencia, pues hablamos de contingencias motivadas por factores múltiples, que requieren dictaminarse de acuerdo con su peso relativo y probabilidad.

El Trumpismo y el declive del poder y el prestigio estadounidenses

En política exterior, la retórica de Trump se orienta hacia la idea según la cual la mayoría de las naciones del mundo están aprovechándose de Estados Unidos a través de acuerdos multilaterales y compromisos que presuntamente carecen de legitimidad democrática. Se buscaría en vano en los discursos de Trump el reconocimiento de que el orden internacional liberal fue, en esencia, creación de Estados Unidos. El sistema Bretton Woods y otras instituciones multilaterales como la otan y Naciones Unidas han promovido la hegemonía de Estados Unidos en el mundo, así como su prosperidad económica y seguridad nacional. Aunque algunos o varios rasgos del orden económico y político internacional necesitan ser reformados, la preocupación exclusiva de Trump por mantener un balance contable y el motivo pecuniario es corto de miras.

Por último, hacemos constar que Tony Schwartz, el escritor fantasma de El arte de la negociación, dijo que el término “moral” nunca surgió en sus conversaciones con Trump.

((“La palabra moral nunca surgió durante los dieciocho meses que pasé con Donald Trump”, dijo Schwartz. “No era parte de su vocabulario… La idea de equivalencia moral, te garantizo que esa frase no tiene más de unos cuantos días en el cerebro de Donald Trump”, Joe DePaolo, “Art of the deal writer says Trump will resign before year’s end: reminds me of ‘Last days of Nixon’”.
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 Si bien es probable que todavía estemos viviendo en “una era maquiavélica”, nos inquieta el efecto que la amoralidad de Trump pueda tener en la arena internacional. Trump parece incapaz de distinguir entre regímenes decentes e indecentes, algo peligroso para el mundo y para Estados Unidos.

Virtud cívica, amor propio y amor a lo bueno

En el centro de los debates sobre el trumpismo está la pregunta sobre la relación apropiada entre el patriotismo como amor propio y alguna definición objetiva de lo bueno que trascienda los intereses y costumbres del pueblo al que uno pertenece. Pensamos que el trumpismo entiende este equilibrio de una manera equivocada.

El trumpismo está abreviado en la consigna “Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande” (maga, por sus siglas en inglés). Una manera de caracterizar este eslogan es que Estados Unidos se ha vuelto demasiado cosmopolita, que las élites de los partidos Republicano y Demócrata –así como un amplio sector de la militancia del segundo– han llegado a preferir intereses globales sobre los nacionales. Pero esto elude la cuestión. Todas las naciones del mundo practican el amor propio. Importa, en cambio, que muchos simpatizantes de Trump lo ven como un patriota precisamente porque es anticosmopolita. maga borra la diferencia entre uno mismo y lo bueno, lo verdadero y lo bello. El impulso narcisista de contemplarnos a nosotros mismos parece ser la motivación moral detrás de maga.

Nosotros pensamos que hay algo inherente y paradójicamente cosmopolita en la nacionalidad estadounidense. La idea de America siempre ha estado fundamentada en principios universales, en lo que Lincoln llamó la “antigua fe” y un “postulado”: que todos los hombres son creados iguales. Con ello en mente elogió a Henry Clay, quien “amaba a su país en parte porque era su propio país, pero ante todo por ser un país libre; y ardía con ansias por su progreso, prosperidad y gloria, porque veía en ello el progreso, la prosperidad y la gloria de la libertad humana, el derecho humano y la naturaleza humana”.

((Abraham Lincoln, The collected works of Abraham Lincoln, 1863-1864, vol. II, Roy P. Basler (ed.), New Brunswick, N. J., Rutgers University Press, 1953: 126.
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 Al menos los Estados Unidos de Jefferson, Lincoln, Roosevelt y Reagan siempre se vieron a sí mismos representando principios de validez universal y, en ese sentido, como un proyecto cosmopolita.

Además, la distinción entre lo bueno para uno mismo y lo objetivamente bueno es una distinción originaria de la filosofía política. Como Platón deja claro en el libro i de la República, las nociones de justicia basadas en la distinción amigo-enemigo son lógicamente inconsistentes. Si uno toma como primer principio de acción la división del mundo en “lo propio” y “lo otro”, y su corolario que distingue entre amigos y enemigos, ha abandonado la filosofía.

El amor a uno mismo no conlleva odio o falta de respeto hacia el otro. No obstante, a la mayoría de la gente, en su orgullo por su propia historia, lenguaje, costumbres e instituciones, se le dificulta no menospreciar a los demás. Dado que el rasgo definitorio de la retórica de Trump es insultar a otros –en particular a extranjeros y aquellos cuya comprensión de Estados Unidos difiere de la suya–, el núcleo del trumpismo es privilegiar el ombliguismo y lo parroquial por cuestión de principio.

Corrección política

Los simpatizantes de Trump han argumentando que la corrección política en Estados Unidos se ha desquiciado. Hasta cierto punto, tienen razón. En algunas partes se ha impuesto un código de lenguaje y comportamiento que puede hacer peligrar la esfera de la libertad al censurar el debate de manera preventiva. Sin embargo, no nos parece una mejor alternativa la creación de una nueva cultura fundada en los valores del bully. Trump lanza insultos de forma reiterada a quienes discrepan con él. En política interior, creemos que ha sido incapaz de tener éxito en sus planes principales porque, como ley general de la interacción humana, nadie troca buena voluntad por insultos. En asuntos exteriores, su comportamiento patán ha sido calculado para intimidar a otros líderes del mundo, pensando que ello podría ofrecerle ventaja en negociaciones futuras. Así, nos preguntamos si la mentalidad maga requiere sacrificar la diplomacia en beneficio de la política del bully. Entre la espada de la retórica del resentimiento, practicada por Trump y sus seguidores, y la pared de la imposición de nuevos códigos del lenguaje basados en el puritanismo, abogamos por promover una cultura del desacuerdo razonado.

La retórica de maga y “Primero Estados Unidos”, en la medida que descansa sobre demandas legítimas de los trabajadores y el gobierno estadounidenses, es una perogrullada. La cuestión no es si el gobierno de Estados Unidos debería negociar acuerdos comerciales en beneficio del trabajador estadounidense, ni siquiera si debería diseñar políticas de inmigración que apoyen a los ciudadanos nacidos en su territorio. La cuestión, más bien, es si tales acuerdos y políticas, de hecho, cumplen con su labor, y qué tan importantes son como factores a la hora de causar o exacerbar los problemas que la clase trabajadora estadouniden- se enfrenta. “Primero Estados Unidos” es una frase que, en esencia, implica no solo el fracaso de políticas previas, sino su traición a los estadounidenses, al concebirlos como perdedores de la globalización. Implica que otros han puesto a Estados Unidos en segundo lugar. Esta es, por consiguiente, una retórica “apodíctica suicida” diseñada para bloquear el debate. “Primero Estados Unidos” oscurece en lugar de aclarar. Nosotros esperamos, por el contrario, contribuir al uso preclaro de la razón pública. ~

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Traducción del inglés de Julián Etienne.

Este ensayo es parte del libro Trump and political philosophy: Patriotism, cosmopolitanism, and civic virtue

(Palgrave Macmillan, 2018).

 

 

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(ciudad de México, 1967) es ensayista, periodista e historiador de las ideas políticas.


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