Funerales de una mosca

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Augusto Monterroso explicó alguna vez con su habitual, contundente y sabia brevedad, que son tres los temas que han acompañado de siempre a la literatura: “el amor, la muerte y las moscas”. Él mismo lo demostró en su apasionante relato sobre “la mosca que todas las noches soñaba que era un águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes” (sobra decir que huyendo de la muerte y en busca del amor). Es un tema infinito ese de la mosca, tanto como el del vuelo único que emprendió desde el origen de los tiempos y que, en relevo con un gúgol de parientes, quizás es el zumbido que los astrofísicos estupefactos escuchan en el cosmos.

Recorre lo que antes eran las bibliotecas y hoy es la internet abundante una historia mosquienta que, me parece, no registran ni Monterroso ni Hugo Hiriart, cabezas visibles del movimiento dipterista, ni tampoco el vademécum local sobre la mosca literaria que reunió el número 56 de Biblioteca de México: la historia de la mosca que fue mascota de Virgilio.

El asunto cabe en la factible antología sobre las mascotas de los escritores que en el mundo han sido, más allá de los muchos canes que ladran woolf woolf y los felinos que maúllan eliot. Por ejemplo, Baudelaire tuvo una tarántula, Marcel Schwob un lirón y Salvador Dalí un predecible oso hormiguero, simultánea mascota y teoría surrealista. El primer sitio, sin embargo, se lo llevaría por mucho aquella langosta que supo domesticar el divino Gérard de Nerval. Contó Apollinaire que a ese crustáceo llamado Thibault lo llevaba Nerval con su traílla de cinta azul a que hiciera ejercicio al jardín del Palais-Royal. Interrogado al respecto, el alto poeta declaró que Thibault no era menos ridícula que un perro o un gato si bien, a diferencia de estos, era una criatura apacible y profunda que, además, conocía bien los secretos del océano.

Pero volvamos a la mosca de Virgilio, casi un oxímoron que sintoniza la insignificancia con la majestad (sin aclarar cuál es cuál). La leyenda popular –hechiza, pues no figura en Suetonio ni en nadie con credenciales, y ha sido azuzada encima por el marchante de pasmos Robert Ripley– sostiene que Virgilio quiso tanto a Mosca (ese era su sincero apelativo) que, cuando feneció a edad provecta y después de una penosa enfermedad, el poeta le organizó un sentido funeral en su palacio del Esquilino; que mandó traer plañideras y músicos adecuados; que su amigo Mecenas pronunció la laudatio funebris y que Virgilio mismo dijo oscuro un poema al depositar el cadáver del insecto, envuelto en su sudario, en un mausoleo erigido ad hoc y cuya lápida rezaba MVSCA. Sit tibi vrna levis et molliter ossa quiescant (“Mosca. Séate leve esta urna y descansen en ella tus huesos”), epitafio convencional de aquellos tiempos que no obstante se potencia al proponer no solo que Mosca tuvo huesos, sino que aun se le fatigaron.

Ahí, cuando tiene gracia suficiente, habría que detener el cuento, antes de ser degradado por la explicación canalla: la autoridad romana había ordenado confiscar los palacios de los ricachones para suplirlos con unidades habitacionales de interés social para la soldadesca que volvía pauperizada de la guerra. Pero la ley respectiva dispensaba de embargo a las propiedades que contasen con un panteón en forma, y como esa legislación no especificaba al tipo de difunto…

Claro está, el asunto se traba con la otra mosca del otro Virgilio, obispo remoto de Nápoles, a quien la fantasía popular amalgamó con el poeta paracleto de Cristo, que habría inventado una mosca mecánica encargada de dar muerte a las moscas que un verano hicieron inhabitable el puerto. Esta otra mosca, de este otro Virgilio, cumplió su misión con tal eficiencia que fue ascendida a capitana del ejército napolitano.

Y se traba también con no pocas historias protagonizadas por insectos audaces, como “Culex” (“El mosquito”), ingenioso poema adjudicado a un seudo Virgilio que en algo parodia, con latín macarrónico, al original de La Eneida, toda vez que narra el viaje del tal Mosquito por el inframundo, su encuentro con el can Cerbero, su diálogo con Caronte al cruzar el Leteo y toda la cosa. Puede el curioso conocerla, si le pluguiere, en la traducción de Arturo Soler, precedida por un muy agradable y erudito estudio, que se halla in interrete. ~

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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