En una sociedad que se precie de democrática todos sus gobernantes tienen el derecho de llamarse demócratas, incluso defensores de la rendición de cuentas. La realidad es que el derecho a la información pública –como la conocimos en México las últimas dos décadas– ha incomodado a todas las administraciones. Poco importa si su paleta de colores es blanquiazul, tricolor, guinda o anaranjada.
A finales de 2024, las Cámaras de Diputados y Senadores aprobaron la desaparición de siete organismos autónomos. Sus tareas se distribuyeron en distintas dependencias de la administración pública federal. Una de ellas fue el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), que cedió sus funciones y recursos a la Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno; su personal también entró en proceso de finiquito y los trámites en curso quedaron en pausa por un periodo que se extendió hasta junio. Pero este solo es el último episodio de una historia de varias décadas.
Desde su fundación en 2002 –primero como instituto federal– el INAI representó un ajuste en la relación entre el Estado y una población cada vez más interesada en participar en los asuntos públicos. Su antecedente primigenio fue la reforma política de 1977, que en su modificación al artículo sexto constitucional, relacionado a la libertad de expresión, añadió que “el derecho a la información será garantizado por el Estado”.
Pero esta enmienda –de únicamente diez palabras– tardó en cumplirse por más de dos décadas debido a la dificultad de conciliar distintos intereses y voluntades en una actividad en la que se entrelazan el interés público y el negocio de la información. Esa sucesión de reformas, que representaba una transformación del Estado desde una óptica liberal, implicó un debate en donde participaron gobierno, legisladores, partidos políticos, periodistas y propietarios de diversos medios. Tenía implicaciones en el derecho de la población a estar informada y el derecho a acceder a información oficial, pero también al derecho de réplica.
Para los años ochenta, cuando México atravesaba un proceso de “renovación moral”, el mundo vivía una revolución tecnológica con efectos en la esfera periodística. No faltaron los diagnósticos que dimensionaron la información como materia de derechos, pero también como mercancía.
Uno de ellos fue In the shadow of Buendia. The mass media and censorship in Mexico, publicado en 1989 por la organización Artículo 19 a propósito del primer lustro del asesinato del periodista Manuel Buendía. No solo es un recuento de la violencia contra periodistas, sino una radiografía de la relación del gobierno con un gremio cada vez más heterogéneo. En uno de sus capítulos aborda la relación entre los bajos salarios de los periodistas y las retribuciones informales de sus fuentes, conocidas como “chayote”.
Observa que, “así como la libertad de prensa no es absoluta en México, estas formas de autocensura no siempre son producto de imposiciones o sometimientos involuntarios; la autocensura por recompensa implica un grado de colaboración y consentimiento mutuo”.1 Uno de los periodistas entrevistados por esta organización describía que, mientras una minoría de colegas actuaba por iniciativa y exigía el pago de estas remuneraciones informales, la mayoría se conducía de forma pasiva al recibir obsequios o “retribuciones”. En resumen, el informe concluye que era una práctica cuestionable desde lo ético, pero que funcionaba para equilibrar desde la informalidad la precariedad y desigualdades salariales de ese gremio.
Veinte años antes de la primera Ley de Transparencia, el gobierno de Miguel de la Madrid había impulsado un plan de austeridad con implicaciones en la relación prensa-funcionarios públicos. Dice más adelante el informe:
La “Ley de Austeridad”, también aprobada por el Congreso, prohibió a los funcionarios gubernamentales desviar fondos públicos a terceros, en particular a los trabajadores de los medios de comunicación. La supuesta intención era impulsar la campaña de “renovación moral” del gobierno, poniendo fin a prácticas corruptas como la distribución de embutes (sobres con sobornos) por parte de funcionarios gubernamentales a periodistas que cubrían sus dependencias. Sin embargo, en los últimos años se ha hecho evidente la considerable dificultad para implementar la Ley de Austeridad, ya que los periódicos no han satisfecho las demandas de aumento salarial de los periodistas. Por lo tanto, la práctica de emitir embutes continúa.2
Pero como lo ha documentado la historiadora Vanessa Freije, no toda circulación de información exclusiva entre fuente y periodista estaba mediada por acuerdos monetarios. Otros funcionarios también actuaban por interés político –u otro tipo de motivaciones, como favores personales– al momento de decidir qué información filtrarían a la prensa y a qué periodista la ofrecerían. Un ejemplo de esto es la cobertura que Heberto Castillo hizo desde sus columnas en el semanario Proceso, en las que publicó detalles técnicos y novedades del intríngulis político entre Petróleos Mexicanos (Pemex) y la presidencia de la república por el accidente del Pozo Ixtoc-I en 1979.3 Castillo, también dirigente de distintos partidos de izquierda, no podía acceder a esos informes sin la colaboración de personal de Pemex, ingenieros como él, quienes estaban en desacuerdo con la gestión del director de la paraestatal.
Es decir, a la par de prácticas periodísticas cuestionables había un creciente circuito de filtraciones (leaks, se les llama en países angloparlantes) que necesitaba ser regulado por el Estado. Todo esto sin impedir el derecho de la sociedad, con los medios como usuarios destacados, a acceder a información oficial. Esa era una de las funciones que en los hechos hacían el INAI (primero como IFAI) y los organismos de transparencia locales.
Cuando esa reforma constitucional de 1977 comenzó a ejercerse en los hechos hasta el sexenio de Vicente Fox –y en sintonía con el discurso de transición democrática que se apropiaría del discurso oficial veinte años después–, los medios ya habían hecho ajustes en la práctica de sus periodistas. A través de códigos de ética, que en México comenzaron a aplicarse a regañadientes desde los años sesenta, se impuso una estricta prohibición de prácticas cuestionables. Fue un ajuste en el ejercicio profesional que no se vio, ni se ve, acompañado de aumentos salariales.
Por supuesto, las filtraciones no han dejado ni dejarán de existir. Pero al menos había una válvula de escape que funcionaba con todas las de la ley.
Los usos de la transparencia
¿Pero qué hacía el INAI? Al momento de su extinción tenía dos principales tareas: la primera, regular el cumplimiento de los sujetos obligados –como les llamaba esa ley a las secretarías, institutos, partidos políticos, sindicatos, universidades y una larga lista que lo incluía a él mismo– a entregar información relacionada con sus tareas y el uso de recursos públicos.
La segunda, supervisar el cumplimiento en la protección y el manejo de datos personales en posesión del gobierno y de particulares: desde el Seguro Social y la presidencia de la república hasta bancos, compañías telefónicas y tiendas en línea. Toda persona tenía derecho a solicitar que sus datos fueran tratados con confidencialidad, para los fines del servicio contratado, a su corrección por petición de parte, y que no se transfirieran a terceros sin su autorización.
Hasta su extinción, cualquier persona podía ingresar a la Plataforma Nacional de Transparencia (PNT), abrir su cuenta con la facilidad con que actualmente abre su TikTok y hacer una petición a cualquier dependencia: desde el número de lápices que se compraron ese mes hasta un peritaje, un informe de actividades, un oficio, estadísticas, listas de beneficiarios de programas sociales y todo aquello que el usuario juzgara de su interés y sin tener que explicar el uso que le daría. De inicio, los resultados dependían de la pericia de quien presentaba la solicitud y las leyes a considerar en cada caso, pero también de la voluntad de quienes daban respuesta.
Si el usuario se inconformaba con la respuesta podía impugnar. En su último informe de labores, el INAI reportó que entre octubre de 2023 y septiembre de 2024 resolvió 18,895 medios de impugnación (la mayoría recursos de revisión). En 10,927 ordenó, modificó o revocó las respuestas que motivaron la queja. Es decir, en 57.8% de resoluciones dio la razón a los usuarios de manera total o parcial; en 2,585 quejas confirmó la respuesta que motivó la queja (13.6%); y desechó o sobreseyó 5,383 (28.4%).
Contra la idea que se ha divulgado con insistencia, el gremio periodístico no fue el único que usó las herramientas de transparencia. Por más de dos décadas, uno de los sujetos obligados con mayor cantidad de solicitudes y quejas fue el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Los quejosos eran derechohabientes a quienes habían negado su historial clínico, información sobre sus pensiones o distinta documentación a la que debían tener acceso.
No solo ellos. El ámbito académico también aprovechó las facilidades que daba el INAI para conseguir información oficial. Del mismo modo asociaciones u organismos que buscaban una incidencia de carácter social lograron evidenciar las deficiencias en la atención de servicios: salud, obras, procuración de justicia, educación, derechos humanos y un largo abanico de temas.
Van ejemplos puntuales. En mayo de este año, la organización equis: Justicia para las Mujeres publicó el informe (In)Visibles: la omisión en la generación de datos como obstáculo para el acceso a la justicia de mujeres lesbianas, bisexuales y trans. El uso de solicitudes de transparencia ante los poderes judiciales federal y estatales le permitió identificar la falta de protocolos homologados en el tratamiento de la información relacionada a casos que involucraban a mujeres lbt.
La organización señaló que estos poderes, al no saberse obligados a recopilar esos datos y desagregarlos por orientación sexual e identidad de género, propician distintos escenarios adversos en la procuración de justicia: ocasionan que la discriminación y la violencia contra las mujeres lbt sean poco conocidas por la sociedad; también que esto limite las capacidades del Estado en la aplicación de políticas públicas basadas en evidencia y, por último, que se deje de lado la perspectiva de género en las resoluciones.
Otra experiencia a manera de ejemplo fue el trabajo del Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico (MEH), uno de los cinco organismos de la extinta Comisión para el Acceso a la Verdad (Coveh). Como se expuso en un capítulo de su informe Fue el Estado (1965-1990), la apertura que la presidencia de la república ordenó por decreto no ocurrió en los términos que necesitaba para sus labores, por lo que recurrió a las herramientas que entonces permitía la Ley de Transparencia.
De las 149 quejas que presentó ante el INAI contra las negativas de la Secretaría de la Defensa Nacional a entregarles copias de expedientes que observaron en depósitos y eran de su interés, el pleno de este instituto le dio la razón en el 95%. Algunos de los expedientes que de otra manera no habrían conseguido hacer públicos fueron parte de la averiguación previa SC/034/2000/IV/IE-BIS, que contiene declaraciones de testigos, croquis, peritajes y reconstrucción fotográfica del modo en que el Ejército mexicano ejecutó y desapareció a un número aún indefinido de personas durante los años setenta.
Como dice su informe, a punto de terminar su encargo el MEH entregó al Archivo General de la Nación (AGN) un peritaje que describe la existencia de diversos expedientes relacionados a crímenes de Estado entre 1965 y 1990. Su expectativa es que el AGN ordene la transferencia de miles de expedientes para su consulta pública. Las fuentes de este documento fueron los reportes internos de las inspecciones del MEH en el Campo Militar No. 1 y sus gestiones en materia de transparencia.
La información que durante dos décadas generaron los usuarios de la Ley de Transparencia sirvió para todos. Uno de ellos fue el expresidente López Obrador. En su libro 2018. La salida. Decadencia y renacimiento de México citó datos de solicitudes de información con las que obtuvo documentos relacionados a las pensiones de varios expresidentes. Eran desgloses anuales de las percepciones de Felipe Calderón, Vicente Fox, Carlos Salinas, Luis Echeverría, y las viudas de Miguel de la Madrid y José López Portillo.
Cuando el objetivo era evidenciar el derroche de exmandatarios la transparencia fue un recurso útil. Pero cuando su gobierno debió rendir cuentas con esas mismas leyes, cambió de opinión: el INAI ya era una herencia neoliberal.
Burocracia dorada, corresponsable del derrumbe
Para el gobierno que busca hacer una transformación del país ningún predicamento tuvo validez cuando se propuso primero obstaculizar y, después, desaparecer al INAI. Bastó una afirmación moral para deshacerse de una institución sin duda perfectible, pero necesaria.
En marzo de 2023 había vencido el periodo de Francisco Javier Acuña como comisionado de ese instituto. Con su salida, que se sumaba a las de Óscar Guerra Ford y Rosendoevgueni Monterrey, el pleno del INAI abrió un periodo de pausa que se extendió hasta agosto de ese año, pues legalmente necesitaba la presencia de cinco de sus siete integrantes. Poco antes de la salida de Acuña, el presidente había objetado dos nombramientos del Senado para ocupar las vacantes de Guerra y Monterrey.
A esto le siguieron diversos recursos legales del INAI ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), que le dieron primero un poco de oxígeno para que el pleno pudiera sesionar con cuatro comisionados. Luego ordenó al Senado hacer los nombramientos faltantes, obligación que la Cámara Alta –controlada por una mayoría oficialista– nunca cumplió.
Para cerrar el año, y si hacían falta más ingredientes a la disputa del ejecutivo y este organismo autónomo, la revista Contralínea desempolvó expedientes relacionados a dos recursos de revisión resueltos por el pleno del INAI en mayo de 2016. En ellos, el propio instituto se vio obligado a entregar a una persona solicitante un desglose de gastos que el entonces comisionado Óscar Guerra Ford hizo en 2014 y 2015 con una tarjeta de crédito institucional.
Como detalló en su reportaje, la versión que inicialmente entregó el INAI suprimió 94 cargos en los que aparecían cobros por consumo en un centro nocturno que años después fue clausurado por una investigación por posible trata de personas. Este escándalo motivó dos renuncias; la de Guerra Ford, quien había sido recontratado por el instituto como secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Transparencia, y la del excomisionado Monterrey, también recontratado como secretario ejecutivo del INAI.
La conducta de esta burocracia dorada poco ayudó a la defensa pública de una institución y una legislación necesarias, pero tachadas de neoliberales. Así, la extinción del INAI solo abona a la banalización del debate público. Hoy es difícil distinguir si el periodo neoliberal es un cheque en blanco, un catecismo o un congal.
Entonces, ¿qué nos queda a los usuarios de estas ruinas que dejan la anterior presidencia y la burocracia dorada que vivió del INAI? La nueva ley aprobada a inicios de año indica que los recursos de revisión ya no pasarán a una autoridad autónoma. De inconformarse, el usuario podrá turnarla al Órgano Interno de Control –algún oic, que a su vez responde a la Secretaría Anticorrupción y Buen Gobierno– de la misma dependencia que dio la respuesta inicial. Otra opción serán los tribunales especializados. Ya no habrá árbitro autónomo con la capacidad sancionatoria que sí tenía el INAI. Ahora el ejecutivo es juez y parte de la transparencia.
No solo eso. La nueva legislación amplió las causales para negar información. Mientras la ley anterior permitía conocer información relacionada a casos de corrupción aún sin ser acreditados por un tribunal, la nueva ley exige resolución judicial.
Hasta agosto de este año, como reportaba en su página oficial, Transparencia para el Pueblo había admitido 1,986 quejas, 470 ya resueltas. De estas, había desechado 387 (81.9%). Solo había revocado y modificado 13 y 25 respuestas respectivamente.
En suma, la Constitución aún ordena que “el derecho a la información será garantizado por el Estado”. Solo que sin los mecanismos, criterios, protocolos y lineamientos que durante dos décadas dieron forma a una normativa que permitía a cualquier persona solicitar, gestionar, impugnar y, en un elevado porcentaje de casos, acceder a información pública. Es por ello que en adelante se puede pronosticar como un derecho acotado.
En 1989, el escritor y cronista Carlos Monsiváis escribió que, si bien el derecho a la información se incorporó a la Constitución de la república en 1977, en realidad “no significa nada. No hay obligación alguna de abrir archivos, de darle información estadística o política a quien la solicite. Esto imposibilita mucho la tarea de los reporteros (librados al azar de los leaks, y al hallazgo de algún Deep Throat), sobre todo al tratar de verificar el rumor político”.4 Hoy, el panorama no es esperanzador. ~
- Article 19, In the shadow of Buendia. The mass media and censorship in Mexico, Ciudad de México, 1989, p. 23, traducción del autor. Consultado en el acervo bibliográfico de la Dirección General de Televisión Universitaria (TV-UNAM).
↩︎ - Ibidem, p. 41, traducción del autor.
↩︎ - Vanessa Freije, De escándalo en escándalo. Cómo las revelaciones periodísticas construyeron la opinión pública en México, Ciudad de México, Siglo XXI Editores, 2023, 370 pp.
↩︎ - Article 19, op. cit., p. XIV. ↩︎