Interrogación alrededor de don Quijote

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Ya se sabe: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha no es solamente un libro acerca de la tragicómica pasión caballeresca, la emocionante amistad entre dos hombres muy diferentes, el divorcio de la realidad y el sueño y otros asuntos existenciales y novelescos. También es un libro sobre los extremos a que puede llevarnos el amor a los libros: al delirio, al infortunio, al ridículo, acaso a una especie de santidad laica y a una terminal filosofía del desengaño. Y además esa librofilia puede provocar en otros la librofobia, ejemplificada en ese dizque “donoso escrutinio” del capítulo VI de la primera parte, en el que además hay como una premonición de las quemazones de libros del Tercer Reich y de Fahrenheit 451.

El Quijote, aparte de mirar hacia los libros de caballería para matarlos y resucitarlos en un nuevo y poético y sublime caballero andante, postula un libro engañoso: Miguel de Cervantes, declarándose “segundo autor”, hace derivar la mayor parte de su novela de una Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Hamete Benengeli, historiador arábigo, cuyos sueltos folios y cartapacios habría hallado por casualidad en una sedería del Alcaná o barrio de mercaderes de Toledo, y que, a cambio de dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, le habría traducido algún “morisco aljamiado” (que habla español).

Tanto el libro oportunamente hallado como su autor, e incluso el traductor, son fantasmas. Fantasmas a su vez derivados de otros fantasmas, pues, anota el académico Martín de Riquer, en los libros de caballerías es frecuente “que los autores finjan que los traducen de otra lengua o que han hallado el original en condiciones misteriosas”. Así, el texto de Las sergas de Esplandián “por gran dicha paresció en una tumba de piedra, que debajo de la tierra, en una ermita, cerca de Constantinopla, fue hallada, y traído (el texto) por un húngaro mercadero a estas partes de España, en letra y pergamino tan antiguo que con mucho trabajo se pudo leer por aquellos que la lengua sabían”. Y estos fantasmas son también los padrinos adecuados para la historia cervantina que dialoga y combate precisamente con ese mundo espectral, toda esa novelería de la caballería andante que ya estaba demodé cuando el Quijote se “reescribía”. De modo que héroes fantasmas, hazañas fantasmas y novelería fantasma se enfrentarían, a través del Caballero de la Triste Figura, a esa realidad rugosa de la Castilla pobre y polvorienta, de los caminos fatigosos, del hambre, del olor a ajo: esa realidad que impugna, critica y quizá finalmente quiere resucitar y reivindicar al sueño caballeresco.

Aquí, en un caso contrario al de Said de Bagdad (en el que una mentira destruye una mentira), el libro fantasma funciona como elemento destinado a propiciar en el lector la suspension of credibility: es como si Cervantes, invitando al lector a entrar en el juego de suponer cierta y certificada la historia que él dizque reescribe, dijera con un guiño: “Todo esto es verdad, puesto que, ya estando escrito, en cierto modo existía.”

La fantasmagoría cervantina gira, entonces, en tres círculos o más en los que se desenvuelve originando el asombro constante del lector, que no terminará de leer el libro sabiendo quién es Alonso Quijano o quién es don Quijote, aunque las mismas preguntas nos sirvan para interrogar la imagen de Sancho Panza. El autor, quienquiera que este sea, se pierde adrede en su imaginación para desarrollar el prodigio mayor de la literatura. ¿Quién es Cervantes? ¿Quién es don Quijote? ¿Quién es Alonso Quijano? Y la novela se abre como un fruto múltiple a todas las preguntas del lector, como si Cervantes quisiera inquietarlo con un sueño que se multiplica abiertamente. Ese es su deber, por raro que parezca, como escritor: no dar certificación alguna y abrir la lectura a mil posibles lecturas.

El Quijote, sobre todo en su segunda parte, inquieta al lector que no sabe por dónde irá el rumbo del personaje, ni que hay siquiera un personaje establecido como el héroe del que se ocupa el relato. ¿Don Quijote está siempre en su sueño o su locura? Hay que dudarlo, porque hay momentos en que él mismo parece un actor de su papel fantástico. Así, a propósito de la aventura de la cueva de Montesinos le dice a Sancho: si tú quieres que yo te crea tienes que creerme tú, con lo cual se muestra artero acerca de su propio soñar. En realidad, se está inventando a sí mismo en cada capítulo.

El libro se abre a otros libros y al misterio de los libros futuros, de tal modo que, cuando el caballero muere como Alonso Quijano, el mismo Sancho le propone una nueva búsqueda de aventuras. De manera que es posible que Sancho, tan terrenal y concreto, anuncie una nueva fantasmagoría cuando invita al agonizante don Alonso a subir a Rocinante y salir al mundo. El soñar quijotesco nunca termina, y Sancho lo continuaría como un delegado de la quijotería. ~

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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