Profesor de teoría política en la Universidad Carlos III, antiguo librero y editor (Clave Intelectual y Siglo XXI), Santiago Gerchunoff es un intelectual argentino llegado a España a finales de los años noventa. Nos presenta aquí su segundo libro en la colección Nuevos Cuadernos de Anagrama, ejemplo de literatura portátil (comprenderán que traiga aquí a Borges) que se adapta afinadamente a los rigores de la era de la escasez en cuanto a la atención se refiere. El primer libro (Ironía On. Una defensa de la conversación pública de las masas, 2019) era una reivindicación templada de las redes sociales como expresión razonable de la democracia eléctrica delineada por su admirado Marshall McLuhan.
El título del libro aquí reseñado puede llevar a equívocos. Si alguien espera una historia del fascismo o, incluso, una aplicación práctica a nuestra realidad de un término teórico siempre esquivo, se llevará una cierta decepción. El concepto, convertido en habitual tropo de tertulianos, representantes y tuiteros, está teniendo una segunda edad de oro como consecuencia de la llegada de líderes y partidos populistas que, instalados en la retórica derechista, ponen en cuestión las certezas heredadas del siglo xx. Es bien conocida toda la literatura histórica, política y novelesca que está haciendo su agosto con la palabra fascismo. En Italia, cuna práctica del movimiento ideológico –los fundamentos intelectuales están en Francia– siguen siendo habituales trabajos que encuentran líneas de continuidad entre el periodo de entreguerras y los gobiernos neofascistas –antes Fini y Berlusconi, hoy Meloni– que desde hace más de dos décadas encuentran un creciente apoyo electoral.
Sería el fascismo, entonces, una ideología eterna que podría ir amoldándose a las distintas formas de poder que se han ido experimentado desde su derrota militar en 1945. Esta fue la postura mantenida por Umberto Eco en su momento, y la que hoy siguen defendiendo en cierta forma Luciano Canfora o Antonio Scurati, autor de una saga monumental sobre Mussolini. Sin embargo, un experto en la materia de la entidad de Emilio Gentile sostiene que el fascismo del periodo de entreguerras, pudiendo ser una patología de la modernidad, tal y como apuntaba la Escuela de Frankfurt, tenía unas características imposibles de trasladar al presente: afán totalitario, imperialismo desenfrenado, religión política, revolución antropológica y guerra como fin principal de la vida humana. Así las cosas, bien pudiera decirse que las analogías no solo no son buenas consejeras explicativas, sino que sirven para inyectar confusión al estudio de la historia.
Digo esto porque el breve ensayo de Santiago Gerchunoff es, antes que nada, una propuesta para repensar filosóficamente la historia. Se adivina que la multiplicación de fascistas en el presente, sin atender a unas coordenadas compresivas compartidas, no es otra cosa que una conjura individual y colectiva con respecto al catastrófico futuro que está por llegar. La logomaquia fascista, usada por los partidos y movimientos de izquierdas para designar todo lo que no les gusta o desafía sus prejuicios, puede tener, según podemos comprobar en este libro, efectos verdaderamente insospechados. Uno de ellos es la conversión de las víctimas del fascismo en colaboracionistas de su propio destino y en héroes involuntarios que deberían servir como anticuerpos de toda pretensión autoritaria en el porvenir inmediato. La deconstrucción del falso poema de Bertolt Brecht –en realidad escrito por un pastor nazi arrepentido, Martin Niemöller– resulta especialmente fecunda en este sentido: el lenguaje antifascista resplandece en él como un detalle siniestro porque quien lo usa solo busca salvar una imagen moral de sí mismo, ampliando el círculo de la responsabilidad a víctimas del pasado incapaces de imaginar el horror que les esperaba y señalando a todos los indiferentes que en nuestros días no quieren jugar al mito de Casandra.
En realidad, quizá de forma un tanto inconsciente, el libro explica, a través de la lógica lingüística de nuestro momento militante, el paso de la memoria histórica a la memoria democrática. Diríamos, entonces, que el fascismo solo es en este librito –de tamaño– una disculpa para afrontar cuestiones epistemológicas de altos vuelos y que, seguro, ocuparán al autor en próximos trabajos. Porque Gerchunoff impugna con claridad y de forma convincente la idea de la historia como maestra de vida (Cicerón), como musa del escarmiento (Manuel Azaña) o como fábrica de sentido común (George Santayana). Y es que se repite en la opinión pública e incluso en las leyes que educarnos en los hechos del pasado, conocer los efectos de decisiones erróneas y mostrar el carácter criminal de determinadas ideologías servirá de forma taumatúrgica para no repetir los errores del pasado y conocer las señales que hoy nos permiten anticipar el fascismo.
Bien se sabe que el presente estaría lleno de señales que anuncian un inminente y distópico futuro fascista: Trump, Putin, Milei, Israel y su colonialismo, el capitalismo o la tecnocasta, que se dice ahora. Señales que no están en una obra a la que le falta, probablemente, “mancharse las manos” con ejemplos que conmuevan al lector. Y digo conmover porque es evidente que muchos de los que hoy manejan la dialéctica antifascista, por ejemplo, en España, muestran a su vez comportamientos poco decorosos cuando se mueven en el tejido institucional que da soporte a la democracia liberal. Al margen de esta cuestión, siempre dependiente de la libertad metodológica de todo pensador, el autor defiende que para la comunidad política (y epistémica) a la que todos pertenecemos sigue siendo provechoso ordenar los acontecimientos que ya han sucedido de acuerdo con la idea de proceso, de obra y de sentido. El problema surgirá al pretender predecir o determinar el futuro usando las palabras para proyectar ideas y nociones reguladoras de la comprensión histórica.
Sin embargo, lo histórico se suele mostrar reluctante a cualquier diseño natural y artificial (Michael Oakeshott). Por ello, la llamada de Gerchunoff al final del libro no puede ser más pertinente: es necesario recuperar la confianza en un futuro que hoy está en manos de la vanguardia estadística. Los intelectuales, poniéndose a pensar y dejando de reverenciar el mandarinato cultural que pretendió protagonizar políticamente el nefasto periodo de entreguerras. Las élites, abandonando la nostalgia de las batallas radicales que permitían deslindar entre amigos y enemigos y garantizando la continuidad de las estructuras de la libertad. Por último, los ciudadanos, desistiendo de comprender la realidad de acuerdo con el paisaje moral transparente que nos ofrecían la Guerra Fría y el Estado del bienestar. Porque el uso y abuso de la palabra fascista solo mostraría en nuestro tiempo la paradójica imposibilidad de abandonar el siglo xx, fábrica de tragedias que pese a todo seguiríamos añorando. Desde este punto de vista, hasta el viejo poema de Cavafis podría alcanzar nuevas cotas metafóricas. ~