La última revolución rusa

A menudo se sostiene que las fracturas internas y las presiones externas definieron la caída de la URSS. Otra perspectiva ve en ese derrumbe un auténtico proceso revolucionario.
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¿Qué fue lo que desapareció hace veinticinco años cuando se fracturó finalmente la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? ¿La Guerra Fría, el comunismo, el último socialismo real, un imperio? Estas son las preguntas que responde Hélène Carrère d’Encausse en Seis años que cambiaron el mundo, 1985-1991. La caída del Imperio soviético, con la prudencia que asegura la distancia de más de dos décadas de los acontecimientos. Supimos de la existencia de Hélène Carrère, primero, por algunos libros de su hijo, el escritor francés Emmanuel Carrère, y lo poco que sabíamos era suficiente para imaginar un personaje de novela: descendiente de una familia de aristócratas georgianos, afincada en París, biógrafa de los Romanov, de Lenin y de Stalin, profesora de Sciences Po, Gran Cruz de la Legión de Honor, secretaria perpetua de la Académie… Con su libro más reciente –su obra cumbre y una crónica cautivante de los seis años en que se derrumbó el comunismo soviético– completamos aquella imagen de leyenda de una de las mayores conocedoras de Rusia en Occidente.

De entrada, la estudiosa se aparta de una corriente historiográfica sólida que –más inclinada al relato oficial de Moscú, como Moshe Lewin en El siglo soviético (Crítica, 2006) o Vladislav M. Zubok en Un imperio fallido (Crítica, 2008), o más atenta al enfoque geopolítico, como Serhii Plokhy en El último imperio (Turner, 2015)– ha insistido en que lo que decidió la caída de la URSS fue una conjunción de fracturas internas de la élite y presiones externas de Estados Unidos, Europa y el Vaticano.

 

Carrère comienza por defender el uso del concepto “revolución” para los procesos de cambio político que se vivieron en Europa del Este durante la segunda mitad de los años ochenta. Fue algo que en su momento demandaron Fehér Ferenc y Ágnes Heller, discípulos de Hannah Arendt, y que suscribieron muchos líderes de la transición en Polonia, Hungría o Checoslovaquia, pero que con el tiempo fue perdiendo validez tanto en los estudios académicos como en la esfera pública, que mayoritariamente se inclinan a entender aquellos procesos como reformas o, incluso, como contrarrevoluciones.

La académica francesa entiende los seis años que van del nombramiento de Mijaíl Gorbachov como secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus), en 1985, a la caída del sistema en el verano de 1991, como una revolución. La confluencia, en el centro de la vida pública soviética, entre una reforma impulsada desde arriba y una rebelión popular activada desde abajo, produjo un fenómeno muy parecido al de Francia en 1789 o al de la propia Rusia en 1917, durante aquellos “diez días que estremecieron al mundo”, narrados por John Reed. La gran mayoría de la sociedad soviética, especialmente su juventud, se sumó al reclamo de las soberanías nacionales o individuales.

La revolución tuvo lugar, paralelamente, en cuatro frentes: la vida económica y política doméstica de la URSS, el pacto federal entre las diversas repúblicas soviéticas y Moscú, el vínculo con los demás “socialismos reales” del bloque comunista de la Guerra Fría y las relaciones con Europa y Estados Unidos. Carrère reconoce que, al principio, Gorbachov tenía una idea muy clara de lo que quería hacer en los primeros frentes, pero que para 1988 el avance de la distensión con Occidente lo llevó a comprender las verdaderas dimensiones del cambio que él mismo conducía.

Algo que diferencia este libro de otros dedicados al tema es la virtuosa combinación de recursos de la biografía y de la historia. En el caso de Gorbachov, Carrère destaca el importante antecedente de que sus dos abuelos fueron enviados a campos de concentración durante las purgas estalinistas de los años treinta. El niño Mijaíl, que había sido bautizado en secreto, presenció cuando una noche uno de aquellos abuelos, presidente de un koljós, fue arrestado y recluido. Durante el proceso de integración al Partido Comunista, Gorbachov debió narrar la historia de sus abuelos y Carrère no duda en relacionar su ascenso político en tiempos de Nikita Jruschov –en 1961 fue delegado al XXII Congreso del pcus que decidió retirar a Stalin del mausoleo de la Plaza Roja– con aquella experiencia.

Casado con Raísa Titarenko, una socióloga graduada de la Universidad de Moscú, también con un abuelo víctima del estalinismo, el joven dirigente se especializó en problemas de la agricultura soviética, con un enfoque siempre favorable a una ampliación de los elementos de mercado de la economía planificada, introducidos por Lenin durante la Nueva Política Económica. En esos años universitarios del “deshielo” de Jruschov, Mijaíl y Raísa conocieron a varios jóvenes políticos de Europa del Este, que luego se involucraron en la Primavera de Praga y en la solidaridad con aquel movimiento en Polonia y Hungría. Aquellas simpatías se reflejaron en el estilo, la moda y el habla del joven matrimonio: los Gorbachov, dice Carrère, “se expresaban en ruso, más que en lengua soviética, escapaban casi del todo al acento típico soviético que había alterado una lengua muy musical”.

Cuando muere Konstantín Chernenko y Gorbachov, con 54 años, es nombrado secretario general, la idea de la perestroika y la glásnost estaba en la cabeza del líder. A tal modo es esto cierto que sus primeras medidas se dirigen al reemplazo de una generación por otra en puestos estratégicos del partido y el gobierno. Sustituyó a Viktor Grishin por Boris Yeltsin en la secretaría del Comité Central, a Mikhail Suslov por Alexander Yakovlev en la dirección ideológica y de propaganda, a Nikolái Tíjonov por Nikolái Ryzhkov en el gabinete económico y a Andréi Gromyko por Eduard Shevardnadze en la cancillería. Lo que Gorbachov buscaba, sostiene Carrère en contra de buena parte de la sovietología, no era una reforma cosmética sino un cambio profundo que involucrara a todas las naciones y sociedades de la URSS.

La dilatación del mercado interno a partir de 1986 y el llamado a la transparencia informativa –que tendría con el desastre de Chernóbil su primera prueba de fuego–, rápidamente propagaron el espíritu reformista hacia el núcleo simbólico del comunismo. Mientras publicaciones como Ogoniok, Moskovskie Novosti, Literatúrnaya Gazeta y hasta Izvestia, órgano de prensa del gobierno, pedían reinvindicar a todas las víctimas del estalinismo, el fin de la censura y, a veces, cuestionaban algunas tesis centrales del leninismo, como el partido único o la dictadura del proletariado, una ola de democratización y autonomismo arrastraba a las naciones de la URSS y a los países del campo socialista.

La recomposición de los vínculos con Occidente, basada en el avance de los protocolos para la paz nuclear, se aceleró a partir de 1988, cuando Gorbachov anunció la retirada de las tropas de Afganistán y llamó a las burocracias regionales de la URSS y los regímenes de Europa del Este a defender la independencia de sus naciones. El camino hacia el fin de la Guerra Fría comenzaba a desbrozarse y los principales líderes occidentales, liberales, socialistas o conservadores –Margaret Thatcher y Ronald Reagan, François Mitterrand y Felipe González, Helmut Kohl y Giulio Andreotti–, superaron sus desconfianzas iniciales y respaldaron al liderazgo soviético.

Como todas las revoluciones, la rusa de los años ochenta produjo efectos no previstos o indeseados por sus principales actores. Pero no tantos como argumenta cierta prensa y cierta historiografía. La transición al mercado, la democracia y el fin de la Guerra Fría, en las relaciones entre Este y Occidente, eran compartidos por la mayoría de las sociedades y los estados de la región. La generación de dirigentes de la perestroika y la glásnost –Gorbachov, Yeltsin, Ryzhkov, Yakovlev, Shevardnadze– quería originalmente una reformulación del pacto territorial, que concediera mayor autonomía a las naciones, pero no la desintegración de la URSS. El llamado “nuevo Pacto de Unión”, que defendió Gorbachov en 1990, y el proyecto de la Comunidad de Estados Independientes, que abanderó Yeltsin en 1991, tras el fracaso del golpe de Estado del verano de ese año, resumieron aquella contradicción que produjo el fin de la unidad soviética.

En palabras de Carrère, los últimos soviéticos deseaban terminar el “imperio exterior” pero albergaban la esperanza de preservar la hegemonía regional. La historia rusa de las tres últimas décadas ilustra muy bien los intentos de rebasar aquel dilema. El contraste entre las soluciones que han dado, primero, Boris Yeltsin y, luego, Vladimir Putin, con aquella revolución, se hace visible, sobre todo, en el tema de la democracia. Los reformistas de los ochenta sentaron las bases para una transición democrática, que desde la apertura informativa y el multipartidismo recompondría la sociedad civil e introduciría el Estado de derecho. Sus herederos en el poder renunciaron a esa finalidad y subordinaron, nuevamente, la libertad interna al imperio exterior. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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