La visión pictórica de Marta Traba

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En 1983 un accidente de avión se cobraba la vida de Marta Traba y su marido, el escritor y crítico literario Ángel Rama. En el accidente fallecieron también los escritores Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia, además de varios artistas que iban a participar en un encuentro cultural en Madrid. Dos años antes, la editorial Montesinos había publicado en España la primera novela de la escritora, Las ceremonias del verano, que se alzó con el Premio Casa de las Américas en 1966. Ahora la editorial Firmamento ha tenido el acierto de volver a publicarla, al igual que ha hecho con Los últimos días de Immanuel Kant, de Thomas de Quincey, o Un comedor de opio, de Baudelaire, dos joyas que habían caído también en el olvido.

El jurado del Premio Casa de las Américas, en el que se encontraba Alejo Carpentier, quiso premiar su “alta calidad literaria”, “la constancia de su ritmo poético” y “el logro de una difícil unidad de composición”. Efectivamente, lograr un conjunto armónico no era fácil. El relato de la narradora, de la que nunca llegamos a saber el nombre, avanza movido por una especie de fuerza centrífuga. Primero la acompañamos a su primer baile en Buenos Aires; luego la seguimos durante su estancia en París (un París bastante alejado del mito romántico, por cierto); después, en la época que pasó como madre soltera en Castelgandolfo; finalmente, nos perdemos con ella en el laberinto del amor en una ciudad inespecífica. La propia escritora vivió, en palabras de Elena Poniatowska, superponiendo exilios. De hecho, muchos escenarios de la novela fueron también escenarios de su vida. Estos saltos espaciotemporales, unidos a la alternancia entre la primera y la tercera persona, suponían un auténtico desafío a la unidad de la narración. Pero Traba salió airosa del intento, y lo hizo, además, sin grandes artificios, impulsada únicamente por la fuerza de su estilo.

Desde la primera línea de la novela, la narradora invita al lector a mirar: “Yo soy esa muchacha que llora sin parar.” Es como si nos mostrara una fotografía de su álbum de fotos, o un retrato, y nos dijera: Miren, esa de ahí soy yo. Esa muchacha que llora está a punto de ir a su primer baile, donde será el centro de todas las miradas: “Estaba allí frente al espejo, una hilera de espejos, para colmo, seguidos, uno al lado del otro, implacables, enormes, y ella en la mitad de la pared, expuesta como una mariposa” (con frecuencia se refiere a sí misma como “ella”, subrayando la distancia desde la que ahora observa a la adolescente que un día fue). Su vestido triste y sus puntas abiertas revelan su origen humilde. Sin embargo, no tarda en descubrir que tampoco quiere ser como esas mujeres de alta alcurnia, esos “hipopótamos de organdí” que no paran de hablar y de comer, un mero rostro al que decir “me gustas cuando callas porque estás como ausente”.

Un poco antes de esta referencia a Neruda encontramos una alusión a Tolstói. Hasta no hace mucho la subjetividad femenina fue narrada casi exclusivamente por hombres. Ahí están Molly Bloom, Emma Bovary o Ana Karenina. De esta última se acuerda la narradora cuando va en el tren el día del baile. Un hombre se sienta frente a ella y empieza a hacer movimientos sospechosos con la mano: “la mano velluda tiene de pronto leves contracciones”. Ella siente “pánico, asco irracional” y se pregunta si a sus catorce años Ana Karenina tuvo que sufrir un acoso semejante. El personaje de Tolstói ha pasado a la historia como una adúltera que acaba pagando por sus “pecados” (ser infiel, mantener una relación más basada en el sexo que en el amor…). La imagen que añade Traba al imaginario colectivo introduce un nuevo elemento: el acoso masculino (“Así debió de viajar Ana Karenina, sí –¡qué horrible opresión!–, cuando tenía catorce años”). Y, sobre todo, cambia el foco: el dedo que señala se centra ahora en el hombre, concretamente en su mano.

Hay que aclarar que Traba no se adscribía a ningún movimiento feminista. En una entrevista que concedió a Magdalena García Pinto publicada en Hispamérica, contó que tenía alergia a las afiliaciones, aunque respetaba y admiraba la lucha feminista. Lo que sí defendía a las claras es la existencia de una escritura femenina, más centrada en los detalles, más cercana a la experiencia y la tradición oral. Para escritoras como Marguerite Duras, un escritor no es ni hombre ni mujer: es escritor; otras, en cambio, sí creen en el género de los escritores: se escribe como hombre o como mujer. Según dijo en esa entrevista, Traba se sentía de este último grupo, próxima a Clarice Lispector, Sylvia Plath o Rosario Castellanos. En Las ceremonias del verano, la cercanía a la experiencia y la tradición oral se muestra a través de Clementina, uno de los personajes más entrañables. La cocinera representa “la vida en sí y porque sí, sin embudos, sin meandros”. Al escucharla la protagonista se siente más viva y también más cerca del verano. El verano, siempre de fondo en la novela, favorece en ella una especie de abolición del mundo real. Refugiándose en el mundo imaginario al que pertenecen Ana Karenina y los clásicos que ha leído, logra que el mundo “nítido y atroz”, con sus “formas brutales”, se desvanezca en el verano bonaerense. Más tarde, durante su verano parisino, será su visión pictórica de las cosas la que desplace al mundo real: París le parece el “negativo de un cuadro de Utrillo”, la visión de un hombre “enmarcado” en una puerta le recuerda de inmediato al aposentador de Las meninas, los colores de un cartel de Vasarely tratan en vano de resistir los envites del sol…

Este carácter visual es, en mi opinión, el rasgo más distintivo de la escritura de Traba (no en vano, fue una reconocida crítica de arte). Describe el lago de Castelgandolfo como una lámina perfecta que va recibiendo colores, hace que nos fijemos en el movimiento de las nubes, en la luz de Vermeer posándose sobre las cosas… En definitiva, escribe como si pintara. La escritora fue una proustiana declaraday este libro parece seguir al pie de la letra una de las máximas del francés: “Solo a través de la memoria, la visión y la experiencia estética la vida llega a ser realidad plena.” No se me ocurren muchas novelas que estén a la altura de esta. Menos aún si tenemos en cuenta que se trata de una primera novela. ~

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es periodista y escritora. Su novela más reciente es Las siete vidas del cangrejo (Editorial Alegoría, 2016)


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