Lo más difícil es morirse

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Cory Taylor

Morir. Una vida

Traducción de Catalina Ginard Féron

Barcelona, Gatopardo Ediciones, 2019, 137 pp.

En Australia hay una asociación dedicada a ofrecer cuidados paliativos a domicilio que incluye biógrafos. Si te estás muriendo y quieres dejar por escrito el relato de tu vida para que tus seres queridos lo lean cuando ya no estés, una persona te ayuda a hacerlo. Cory Taylor (Queensland, Australia, 1955-2016) hizo uso de este servicio durante un tiempo. Pero al final fue ella misma quien escribió su libro de despedida: Morir. Una vida. El título original sí refleja esa intención memorialística: Dying: A memoir.

Taylor era guionista de cine y televisión. En 2005 le diagnosticaron un melanoma en estadio 4 en una pierna que más adelante llegó al cerebro. Tardó once años en morir, algo más de lo que le habían pronosticado. Y fue al ver la cercanía de la muerte cuando decidió pasarse a la narrativa de ficción, aunque ya había publicado algún libro para niños. Entre 2011 y 2013 vieron la luz dos novelas que al parecer escribió en un tiempo récord. Por último llegaron estas memorias, breves, contundentes y delicadas. Tienen tres vetas: la muerte –y lo mal que se gestiona en nuestra sociedad algo tan natural como morirse–, la escritura y la familia. Su autora pudo verlas publicadas poco antes de fallecer.

La reflexión sobre la muerte que Cory Taylor va entretejiendo a lo largo del libro es tan directa, tan transparente y tan lúcida que sobrecoge. Comienza contando que tiene guardado un fármaco chino para la eutanasia que compró por internet. Lo llama “mi paquete regalo Marilyn Monroe”, “mi alijo”; es como un “amante prohibido” que le susurra que quiere llevarla lejos de allí.

Morirse no es fácil. En uno de los destellos de humor que iluminan algunas páginas, la autora enumera las cosas que añorará y remata diciendo: “Pero no echaré de menos morirme. Es con diferencia lo más difícil que he hecho nunca, y estaré contenta cuando acabe”. Tampoco es fácil suicidarse, el único problema filosófico serio según Albert Camus, como recuerda Taylor. Ser consciente de la proximidad de su muerte lleva aparejada necesariamente una reflexión sobre ese último acto voluntario, que no es ilegal (sí ayudar a alguien a hacerlo, como en muchos otros países) pero tiene consecuencias, por ejemplo, para la persona que encontrara su cadáver en la habitación de un hotel, que quedaría traumatizada, o para sus familiares, ya que el suicidio tiene ese “persistente tufillo a delito”. “Cuando se analizan los posibles escenarios para un suicidio, ninguno de ellos resulta agradable. Y es por ello que estoy a favor de la muerte asistida, porque, parafraseando a Churchill, es la peor forma de morir, si exceptuamos todas las demás”, concluye.

El cuerpo es donde va quedando registrado el viaje de la vida, que deja sus huellas. Y morirse es una “retirada de la conciencia hacia el olvido que la precede”, dice la australiana. Es inevitable. Pero no por ello es algo que se trate con naturalidad. De hecho es un tabú, sobre todo entre los laicos; dice Taylor que morirse, para ellos, supone exponer “las limitaciones del laicismo”. Según ella, para quienes tienen algún tipo de creencia en un más allá enfrentarse a la muerte es más fácil, porque de una manera u otra los ritos y tradiciones religiosas abordan ese trance. Fuera de eso, donde se sitúa ella misma, incluso entre los que se dedican a la medicina hay una reticencia a nombrarla; solo hay tratamientos. Cuando pensó en buscar ayuda psicológica, su médico de cabecera se encontró con el problema de ubicar el motivo de esa solicitud entre las opciones que ofrecía el sistema informático. No aparecía “morirse”, así que le adjudicó “trastorno de adaptación”.

Morirse es un acto solitario. Cory Taylor se apuntó a uno de los grupos de Exit International para poder hablar sobre ello con otras personas en situaciones similares a la suya. Y esa soledad fue el motivo para escribir este libro: para acompañar a los que se mueren. “Le estoy dando forma a mi muerte, para que yo, y otros, podamos percibirla claramente. Y, al mismo tiempo, conseguir que me resulte más soportable morir.” La escritura fue su paliativo, y también una manera de evadirse, cuando escribía ficción. Pero no fue algo que descubriera en sus últimos años. En uno de los pasajes más bonitos del libro rememora cuando aprendió a escribir, desde el simple movimiento de la mano creando formas en el papel hasta el momento en que esas formas se convierten en actos comunicativos. Escribir es producir marcas y signos con “propiedades mágicas”.

La tercera veta de Morir. Una vida está dedicada a la familia, sobre todo a los padres. La autora cuenta recuerdos de cuando vivieron en las islas Fiyi o en Kenia, porque el padre era piloto y se trasladaban mucho. Solo era feliz cuando se marchaba de algún sitio, y para él lo mejor que se podía hacer era sobrevolar el Pacífico. Tenía un carácter insoportable y al final la madre dio el paso de separarse. El primer contacto directo de Taylor con la muerte tuvo lugar con la de su madre. Tanto ella como el padre murieron con demencia senil. Al contar sus fallecimientos hay otra aproximación a cómo gestionamos la muerte, en este caso la de otra persona.

En otro arranque de humor, dice la autora: “Es la primera vez que me muero, así que en ocasiones me invade el nerviosismo del principiante, pero se me pasa pronto.” En estas páginas, de una prosa conmovedora precisamente por su sencillez, hay un testimonio imponente sobre lo que significa ser consciente de que uno va a morir. También hay una interesante reflexión sobre lo mal que se gestiona ese momento en nuestra sociedad. Morir. Una vida es una lectura emocionante. Y útil. ~

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Es editora y miembro de la redacción de Letras Libres.


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