Están lastimados, algunos ya no pueden moverse. Son sustituidos por muchachos flacos, mal nutridos, que en unos meses se harán fuertes. Mi primera recomendación es que usen una faja, y tendrán que comprársela con su primer dinerito. Les dolerán los hombros y la espalda, las articulaciones. Métanle a los analgésicos, la motita, su pulque. Los principiantes pueden romperse la muñeca con solo levantar un bloque. Los dedos engrosarán, el pellejo se endurecerá con callos, la lumbalgia se hará costumbre. Abrazamos piedras que nos dejan arañazos en el pecho. Un día se dislocará el hombro. El polvo que uno traga se nota en la voz, en la respiración rasposa que se nos va apagando. Yo tuve dos cortaduras graves, una en el chamorro, otra en el pecho. Al excavar un peñascal se nos dejó venir una roca. En el chamorro me di yo solito, a lo pendejo, con un puntero. Todos en este oficio cojeamos un poco. La cabeza del fémur se desgasta, se desgarran los ligamentos, las rodillas se inflaman, la hernia aprieta. No sabes ni lo que tienes, la sensación de estar partido en dos, y luego ya no sentir. Pero no puedes dejar de cargar. Esa piedra no será la última porque una te lleva a otra, hasta que un día el cigarrito se te cae de los dedos y no puedes alzarlo. Calculo yo que acarreaba unos 650 kilogramos por jornada. En la noche la arena avanza por las arterias, un sueño de piedra.
Nadie se muere de besar, pero yo cargo besos que acongojan. El beso de amor abre una ventana, entra la respiración, las lenguas se hablan, los ojos se cierran para no indagar más, porque la ventana que has abierto es ciega. Lo mismo con las piedras que llevas, ni te acuerdas de dónde a dónde, se desvanecen. Así los besos que atesoras, aunque no guardas. Hoy traes un dolor en el coxis. Se te quita. A la semana, vuelve. Estás lastimado, y te preguntas si no será una lesión seria. Mientras tanto no dejas de cargar, como si fuera asunto de corregir la postura. Si te pregunto cuántos besos diste en tus días me dirás que soy ridículo. Mejor te acuerdas del brillo del cristal en una roca. Los besos se esconden, las piedras se amontonan. Están en tus ojos, están en tus muecas. No hay nadie a tu lado, tu monólogo es delirante, y en cada piedra puedes ver la locura de Dios. Yo he visto de todo en los ojos de los jardineros, de los arquitectos y los ingenieros que compran desde un saco hasta diez toneladas, piedra bola, piedra triturada, piedra volcánica, cantera, basalto, mármol, lo que sea. Buscan un color que tienen soñado. Dime si no es lo mismo que al besar.
Locura, beso del apasionado, la vida que se va en cuanto acudes. La duda. Pero al dar el beso no te detienes a presentir la calavera. Manías, las conozco. Tengo clientes muy particulares y algunos visitantes que llamo distinguidos. Uno que viene a rebuscar la piedra que le está destinada, y pasan meses y no la encuentra. Otro compra para romper las piedras de río en busca de fósiles, con increíble olfato, porque los halla. Parte el pedrusco y queda expuesto el sedimento de un animalito o de un tallo con hojas. También viene uno que alza las piedras al sol para apreciar los minerales, los cristales o restos de metales, y se las lleva para limpiarlas con ácido, pulirlas y meterlas debajo de su almohada. Luego, un médico que colecciona guijarros por su forma de órganos, que si el corazón, el hígado y el estómago, y se emociona si tienen vetas como venas. Otro es el hombre de los perros. Grandote, con costras en la piel, tiene un aspecto de acantilado. Entra como Juan por su casa, levanta alguna piedra absolutamente ordinaria, se frota con ella la mejilla y se la mete bajo el sobaco. Dicen que cualquier piedra sugiere una isla a la que te irás a vivir. Puede ser también un macizo montañoso, un huevo de dinosaurio o una promesa de amor. Todo hace piedras. La piedra bonita hay que aislarla bien, que se vea distinguida desde cualquier posición. Quieres apreciar su irregularidad, sus pliegues, sus pátinas. No la dejes sola, acércale a la distancia otras piedras más que la realcen, formas sucesivas. Los besos arriman besos.
Importante, el lomo. Uno admira la espalda erguida de los jóvenes, pero mirándola bien puedes hacerte una idea de cómo irá declinando. El rostro es la primera piedra, luego los hombros, los codos y las rodillas, los talones, lo que quieras. Pero la verdadera piedra son los lomos. Hace poco le di un abrazo a una mujer a quien amé hace muchos años. Su cuerpo en mis brazos mantenía la cabida en el espacio que entonces creamos, cuando el beso era la medida conforme que dejaría larga estela. Nomás te digo, cuidado con los filos al cargar las lajas. Los besos lastimados son como piedras volcánicas, pueden rodarse o arrastrarse cuanto sea necesario. Te lo digo como cantero, besar es labrar. No hay gusto como el de labrar la piedra pizarra a pie de obra. El corte se puede hacer marcando una línea de separación con gis. Ya cincelada la línea a martillo, la piedra se parte en dos fácilmente. Las pizarras, me divierte arreglarlas por los cantos, una a una, recubriendo un muro o un piso fino. Las piedras se besan. Antes, también los sillares se labraban a pie de obra y se colocaban en seco. Enormes, los ves en fotografías de ruinas de todo el mundo, desafiantes. Así los besos que uno se da en la calle, fogones salivales. Tu amor afrentoso queda expuesto a las reclamaciones. La espalda pegada al muro te alivia, estás recordando, cargador de piedras.
El cantero con su pica tiene cuello de piedra, ojos de piedra, uñas de piedra, es puramente piedra, y observa de lejos al miserable cargador que camina chueco, que no sabe labrar y parece niño con su delantal. Lleva en el pecho el capote que luego se echa al lomo para alzar costales, apoyándolos en la nuca y los hombros. ¿El sueño de vida del cargador de piedras? Ser el chofer que maneja el camión de volteo para llevarse lejos, lejos, todo el roquedal. En esta ocupación no puedes negarte, decir que no ante un peso considerable. Somos grúas. A la distancia, puedo ver al cargador que yo fui caminar como en un espejo manchado. De niño, yo no usaba zapatos. Era parte de los caminos, de las veredas, y era más parte de ellos cuando no me tropezaba con las piedras, porque mi pie sabía acomodarse a lo disconforme. No necesitaba huaraches. Mi pie conocía cada piedra, el camino era una alfombra. Luego caminé soportando piedras. El cargador cargará con los edificios y cargará con el cascajo. Yo fui ese niño hambriento, y hoy nomás me río del estruendo, como El Pípila. Para alcanzar una tumba decente cargo mi lápida. Es mi condición de cargador. Al menos quedará por un tiempo nuestro nombre en la losa que nadie lee. Luego se rompen las piedras, las tumbas se excavan y los amantes se pierden uno en el otro. ~