Afuera, la llovizna primaveral pinta la ría de Bilbao en tonos de gris. Adentro, en las salas del Museo Guggenheim actualmente dedicadas a una exhibición de la obra de Tarsila do Amaral, todo es color atrevido, luz y calor tropical del sol de Brasil. En uno de los cuadros, unas palmeras –varitas altas y finas– se elevan encima de los edificios rosados de una fazenda con un fondo de cerros redondos intensamente verdes. En otro, un ferrocarril deconstruido a sus elementos de rieles, vagones y señales rojas y blancas serpentea por un pueblo. Un tercer cuadro muestra un mercado callejero con racimos de frutas ubérrimas que llenan el lienzo.
En unos pocos años de la década de 1920, Tarsila (tal cual firmó sus cuadros) pintó Brasil como nunca se había pintado antes. Viajando entre São Paulo y París, ella adaptó los métodos de las vanguardias europeas –cubismo, sobre todo– para retratar los paisajes, gentes y mitos de su tierra natal. El resultado es emocionante y original; mezcla una mirada inocente, casi de niño, con un culto sensual a la modernidad.
Hasta hace poco el arte brasileño fue prácticamente desconocido fuera del país (y no tan conocido dentro). Esto ha cambiado en los últimos años. En 2018 el MoMA de Nueva York montó una gran exhibición dedicada a la obra de Tarsila (1886-1973). El año siguiente el Museo de Arte de São Paulo (masp) lo replicó en la exhibición más popular en su historia, con más de cuatrocientos mil visitantes en menos de cuatro meses. La muestra del Guggenheim llega después de una temporada en el Palacio de Luxemburgo en París. Corre en paralelo con una muestra de arte modernista brasileño en la Royal Academy de Londres que también incluye unos representativos cuadros de Tarsila. Lo irónico es que este estatus internacional viene cuando el modernismo brasileño está sujeto a críticas dentro de Brasil tanto desde sectores de la izquierda como de la derecha.
Tarsila fue el epítome del modernismo brasileño y una de sus principales inventoras. Hija de un rico fazendeiro de café, creció en el campo del estado de São Paulo. Exageraba cuando se refirió a sí misma como una caipira (campesina), pero esa vivencia alimentó su imaginación visual, llena de plantas, frutas, animales (como armadillos y monos), así como los exesclavos de origen africano (la esclavitud fue finalmente abolida en Brasil cuando Tarsila tenía dos años). Debido a su posición económica, pudo ir a París para aprender a pintar entre 1920 y 1922. En su ausencia un pequeño grupo de dandies en São Paulo levantó la bandera del modernismo.
“Parece mentira… pero fue en Brasil donde tomé contacto con el arte moderno”, escribió Tarsila, incorporándose a ese pequeño bando de rebeldes privilegiados. Regresó a París para hacerse aprendiz del vanguardismo. El cambio abrupto se visualiza en dos desnudos en el Guggenheim: uno, de 1921, es convencional; el segundo, de 1923, muestra a una brasileña de cuerpo voluminoso con un fondo del trópico estilizado. Rápidamente Tarsila emergió como la exponente principal de lo que Oswald de Andrade, poeta que se convirtió en su pareja, llamó una filosofía artística nacional del Pau-Brasil (palo de Brasil, madera que los portugueses extendieron al país).
Como apuntó De Andrade, el imperativo era “mirar con ojos libres”. Tarsila, feminista por naturaleza, expresaba esa libertad en su vida personal –se separaría tres veces antes de juntarse con un escritor carioca veintiún años más joven que ella– como en su arte: “Al brasileño bien brasileño le gustan los colores contrastantes. Declaro, como buena caipira, que encuentro lindas ciertas combinaciones que aprendí a considerar de mal gusto.” Hay una buena selección de cuadros del periodo Pau-Brasil de Tarsila tanto en el Guggenheim como en Londres, que logran su efecto con líneas claras y formas tubulares además de sus intensos colores monocromáticos. Sus motivos recurrentes –palmeras, casitas, cerros, frutas, lagos y pequeñas iglesias– se convierten en un lenguaje simbólico.
La obra de Tarsila adquiriría toques surrealistas y sincréticos para luego ir cambiando con la evolución de su país y las corrientes mundiales. Después del crac de Wall Street de 1929 y la consecuente pérdida de sus fazendas, Tarsila se acercó al comunismo, visitó la Unión Soviética, fue brevemente encarcelada a su vuelta y abrazó el “realismo social”. Hay un cuadro rescatable de ese viraje temporal a la mediocridad artística: “Obreros”, un retrato masivo de caras múltiples. Felizmente durante las últimas décadas de su vida Tarsila no solo recuperó su interés en los paisajes Pau-Brasil, sino que también adoptó una cuasi abstracción para retratar los emergentes rascacielos paulistanos.
Sus dos lienzos más icónicos no están en la exhibición. Abaporu, que quiere decir “hombre que come hombre” en el idioma tupí-guaraní, está en Buenos Aires; es una figura extraña y distorsionada, de pie y mano macizos y cabeza-alfil contra un fondo de un cactus floreciente. De Andrade aprovechó este cuadro para escribir un manifiesto en favor de la “antropofagia”: devorar el arte occidental para digerirlo y regurgitarlo como algo nacional y original. La negra muestra una mujer desnuda de pecho enorme, labios carnosos y color ocre. Para sus críticos actuales es racista, niega la subjetividad de la figura pintada y representa una apropiación cultural colonialista. Por cierto, como señala Rafael Cardoso, un historiador de arte brasileño, en el informativo catálogo de la exhibición, cuando fue pintado se recibió en París como una obra de exotismo y primitivismo, pero en Brasil “llegó a transmitir significados casi opuestos, que van desde el nativismo hasta la modernidad”.
Hay un elemento onírico en Tarsila que sus críticos ignoran. No era una pintora de realidades sociales, a diferencia de Candido Portinari, su compañero en el modernismo. Se critica desde la izquierda que la suya era una visión idealizada, pero eso es precisamente el punto. Era, sin duda alguna, una visión incluyente, aun con las limitaciones de su tiempo de no dar suficiente peso al aporte africano a la cultura del país. El modernismo brasileño, como me ha comentado el filósofo Eduardo Giannetti, fue sobre todo una declaración de que Brasil no era una copia de Europa o Estados Unidos, fue un intento de producir una cultura original, una utopía propia. En este sentido era profundamente anticolonial.
Esa utopía es rechazada por los seguidores de Jair Bolsonaro, cuyo gobierno intentó imponer a las instituciones culturales una visión conservadora y cristiana. Si el bolsonarismo vuelve al poder en 2027 es previsible que reanude su guerra cultural. Eso da aún más motivos para valorar la obra de Tarsila y el legado que nos ha dejado. ~