Jorge Edwards
Prosas infiltradas
Santiago de Chile, Bricklediciones, 2016, 149 pp.
¿Cuántos tipos de ensayistas hay? ¿Cuántas maneras de hacer crítica? Cierta inercia no mal informada diría que tantas como lectores, pero es obvio que si nos alejamos un poco veremos que esa variedad inagotable (aquella mala interpretación de la “obra abierta” como lectura infinita) refleja un número no muy grande de maneras, marcadas por métodos, ideas, modas, ideologías… Los ensayistas/críticos tocados, digamos, por el estructuralismo o por la semiótica son fáciles de prever: veremos un edificio desnudo o una sociología del texto, pero la obra se habrá visto disminuida o habrá desaparecido hasta el punto de que nos parece que esa interpretación la podríamos aplicar a muchas otras. Nada envejece tanto como esos métodos críticos que surcaron los años sesenta y setenta, especialmente en Francia y que luego hicieron estragos en usa, pero no sin antes dejar miles de cadáveres en las universidades: obras y profesores y alumnos desventrados y fragmentados. Pero hay que decir también, en contra de esta maximización no exenta de injusticia, que esos métodos señalados también nos enseñaron algo y dieron algunos estudios (pocos) notables, que han resistido el tiempo. Aunque sospecho que, al cabo, se debe al genio de sus autores, capaz de sobrevivir a los lechos más estrictos.
Jorge Edwards es narrador: recientemente ha publicado La última hermana (Acantilado). También es un ensayista y un cronista. Creo que su modo narrativo impregna todo lo que ha escrito. Es un contador de historias, un contador que piensa. Libros suyos como Adiós, poeta, La muerte de Montaigne y Los círculos morados, siendo biográficos o memorialísticos, están cruzados por pequeñas reflexiones de corte literario. Hay algo que caracteriza a Edwards y es su no fijación a un género, aunque los haya cultivado, como el cuento o la novela, con bastante fidelidad al canon; pero lo que le define es su capacidad para la digresión, para introducir el pensamiento en la descripción más realista y para hacer de la reflexión un cuento, una historia. Por otro lado, algo que se observa leyendo estas Prosas infiltradas es su capacidad y gusto por el comparatismo. Algo más y que afecta a casi la totalidad de los textos más o menos teóricos suyos: Edwards tiende a enlazar los temas que trata con Chile, así sea con su historia política y social o con su historia literaria y humanística. No es solo porque él sea chileno (y que sea su forma de amar a su patria) sino porque Chile está muy lejos del mundo que ha frecuentado nuestro autor desde antes de dejar su país por primera vez: las literaturas europeas, incluyendo la norteamericana. Es cierto, Edwards conoce bien la literatura hispanoamericana, y muy minuciosamente la narrativa y poesía chilena, incluso la más secundaria en el género novelístico, sin duda llevado por un interés por su país que desmiente sus momentáneos distanciamientos, no siempre estrictamente políticos. Edwards, y esto es visible en estos artículos y ensayos, no quiere dejar a Chile tan lejos, y a través de su pasión por la crónica, asistida por un juego de simetrías y diferencias, saca a su país de esa soledad en la que la intuye. Por otro lado, no debemos olvidar que la narrativa chilena, y sobre todo la poesía, dio en el siglo XX nombres universales.
Edwards es un maestro de la semblanza, en la que aúna los datos biográficos variados, pero precisos, sin dejar de señalar lo peculiar. En este libro encontramos varias semblanzas, algunas al paso, otras más completas, como las dedicadas a Octavio Paz o a los artistas chilenos Enrique Zañartu y “Chile” Guevara. Lector insaciable, cuando es preguntado por cuáles son los tres libros que se llevaría a una isla desierta a excepción de la Biblia y Shakespeare, se desliza hábilmente para hablar de algunos escritores que fueron influidos por la Biblia, como Faulkner. Entre sus elecciones están el Quijote, Las mil y una noches y haciendo poco caso del impedimento, la Biblia, porque le permite leer libros en paralelo, ya que es un libro de libros. Naturalmente, los relatos árabes de ese otro libro de libros que es Las mil y una noches porque son la “apología del arte de contar”. En otra ocasión, preguntado por los cinco libros de su vida, señala inmediatamente que no han sido siempre los mismos. Depende de cuándo se lo hubiera preguntado: no es lo mismo en la infancia, en la juventud… Sería mejor hablar de “preferencias sucesivas”. Edwards, lector que siempre ve ecos y reflejos, semejanzas y diálogos en los libros, difícilmente puede hablar de cinco libros, así que menciona varios de Dostoievski, del que prefiere en la actualidad Crimen y castigo. El resto: Mientras agonizo (Faulkner), Dom Casmurro (Machado de Assis), Residencia en la tierra (Neruda) y En busca del tiempo perdido (Proust). Al hablar de esos libros, de los que ya ha escrito en numerosos lugares, Edwards hace memorialismo, biografía: toda lectura tiene un cuerpo, un estado anímico, un lugar, unas circunstancias sociales, históricas, y de esta forma el libro deja de ser un espacio estrictamente textual (si es que esto es posible) para ser un diálogo con un medio cambiante. Esto hace que sus lecturas estén lejos de ser dictámenes y que carezca del tono admonitorio o dogmático del que cree saber. Como su admirado Montaigne, sus reflexiones son tentativas, aproximaciones, sugerencias, no pruebas. Pero esto no quiere decir que esté asistido por un relativismo laxo: Edwards defiende sus gustos. “No pretendo hacer teoría, no tengo mayor confianza frente a la teoría, pero tengo sí, una respetuosa, prudente distancia.” En este sentido, el artículo “Las prosas libres y sueltas de Julio Cortázar” es un buen ejemplo de lectura incisiva que destaca lo que importa, y, al tiempo, amable a la hora de señalar aquello que lastra o que es materia de olvido, pero sin pretenciosidad teórica. Para Edwards, lo creativo de Cortázar, tanto en sus novelas como en sus textos más breves, crónicas y cuentos, radica en su informalidad y libertad expresiva. El narrador Cortázar es visto entre dos extremos: el ensayo y la poesía. “Cortázar es un poeta en prosa y en verso.” Como todos los autores auténticos, inventó –nos dice– un tono propio “entre narrativo e inquisitivo”, con una gran capacidad para los finales. De la poesía le viene esa facilidad para humanizar las cosas y, al tiempo, mostrarnos aspectos humanos que han perdido dicha cualidad, convertidos en monstruos. También elogia la libertad de su crítica, de sus lecturas, como la que hizo de Paradiso de Lezama Lima, que Edwards sitúa como “lectura poética, de un texto en prosa escrito por el gran poeta en prosa que era José Lezama Lima”. Ciertamente, leer ese libro como una novela, y no como hizo Cortázar como bestiario e himno órfico, sería someterlo a lo que no es. Por último, nos recuerda que Machado de Assis decía de sí mismo que tenía “cabeza de rumiante”, algo que Edwards aplica a Borges y también a Cortázar: el rumiante que da vuelta al juguete que es cada cosa. Un juguete no exento de peligro. A propósito de Machado de Assis, creo que pocos de nuestra lengua han reivindicado tanto al autor de Memórias Póstumas de Brás Cubas, al que comenzó a leer en la década de los cincuenta. Un escritor en parte cervantino, tocado por el humor crítico y creativo de Cervantes. Por el humor, lo relaciona con Borges, Macedonio Fernández, Juan Emar y Julio Cortázar. “Los textos de Machado de Assis –escribe Edwards con agudeza– están recorridos por toda suerte de seres desequilibrados, extravagantes enloquecidos. Los narradores mismos están tocados por un aire de locura.” ¿Será esto lo que nos recuerda más a los narradores cervantinos, lo que anuncia mejor a Kafka? Otro de sus amores: Andrés Bello: alejando de la “palabrería romántica”, que afectaría a Bolívar, su amigo de juventud y discípulo, “construyó con lentitud, con paciencia y eficacia de hormiga, una república moderna para su tiempo”. En el texto dedicado a Paz, Edward expresa su admiración tanto por el ensayista como por el poeta, y afirma que Paz era un ensayista cuando escribía poesía y un poeta cuando escribía prosa. Disiento un poco: los poemas de Paz, al menos esos muchos que son perdurables, no son un ensayo sino una propuesta de realidad. En cuanto a Cervantes, tan actual este año al menos en celebraciones y ecos, Edwards se aparta de la lectura mistificadora (vía Unamuno) del Quijote, y se inclina hacia la “relación genial, iluminadora, única”, entre el escudero y su amo. Paralelamente, tiende a pensar que el Quijote, en su sentido más profundo, “es una obra mucho más autobiográfica de lo que imaginaba”, porque podría haber afirmado, como Montaigne, que la materia de su libro era él mismo. En alguna medida nosotros podríamos decir que la materia de los libros de Jorge Edwards son él mismo, siempre que se aclare que ese sí mismo está lleno de mundos. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)