La gran obra de Fernando de Szyszlo, que acaba de dejarnos a los 92 años, está marcada por los magníficos contrastes de su vida. Hijo del biólogo polaco Vitold de Szyszlo, de carácter huraño y disciplinado, y de María Valdelomar, la vivaz hermana menor del escritor Abraham Valdelomar, de Szyszlo creció en un hogar marcado por la ciencia y el arte, las raíces peruanas y la apertura al mundo, el fervor por la naturaleza y por la imaginación. Su obra pictórica está definida por su integración de los motivos del arte precolombino (tenía una impresionante colección de piezas chancay en su casa) y el lenguaje de la vanguardia.
Su vida está unida a la de la gran poeta Blanca Varela. Blanca y “Gody”, como los llamábamos (su madre diría que fue la primera palabra que pronunció), se conocieron en Lima a mediados de la década del cuarenta. (Recuerdo muy bien las palabras de Blanca cuando me describió el encuentro de Gody como el de “un animal igual a mí”.) El viaje de ambos a París en 1948, después de casarse, los llevó a conocer a Octavio Paz, a Julio Cortázar y a Carlos Martínez Moreno, quienes serían amigos suyos de por vida. En uno de sus ensayos en Miradas furtivas (FCE, 2012), De Szyszlo cuenta la historia de ese grupo. En París, mientras planeaban editar una revista, se reunían en el segundo piso del Café de Flore. Luego las reuniones se trasladaron al apartamento de Paz, donde también se realizaban fiestas, animadas por la guitarra de Martínez Moreno. De Szyszlo volvió a vivir a Lima en 1953, pero nunca perdió el contacto con los amigos de esa época. Cuando Octavio Paz enfermó en 1998, viajó especialmente a Mexico para despedirse de él.
La obra de De Szyszlo con sus rojos y negros, sus azules y amarillos, entre formas afiladas, es un intento por integrar dos experiencias radicales: el erotismo y la muerte. Su autobiografía Una vida sin dueño (Alfaguara, 2017) tiene muchas páginas dedicadas a sus relaciones con las mujeres (menciona allí los tres grandes amores de su vida, con énfasis en su segunda esposa, Lila Yábar). Por otro lado, la muerte siempre estuvo acechándolo. Cuando era un niño vivía con su abuela Valdelomar que lamentaba con frecuencia la desaparición de su hijo Abraham. A lo largo de su vida, Gody perdería también a su primera esposa Blanca; a su hermana Juana (casada con el premio Nobel mexicano Alfonso García Robles), y a su hijo Lorenzo, en un accidente de aviación en 1996. El erotismo y la muerte lo acompañaron como puntos de la oscilación de un mismo péndulo que nunca se detuvo.
Esta relación entre el erotismo y la muerte se extendía a su afición por la obra de D. H. Lawrence. Era además un devoto de Vallejo, Proust y José María Arguedas, de quien fue amigo cercano. No cesaba de repetir la traducción que había hecho Arguedas del poema quechua “Elegía al poderoso Inca Atahualpa” y en especial del verso “Sus dientes crujidores ya están mordiendo la bárbara tristeza”.
Pero si la muerte es uno de los grandes temas de su obra, su conversación estaba llena de vitalidad. Pasaba de citas de escritores a anécdotas, entre comentarios políticos y muchas bromas. Era un humorista permanente. En uno de mis primeros recuerdos de la Peña Pancho Fierro, que hasta los años sesenta reunía a escritores e intelectuales peruanos, lo veo ponerse un huaco mochica encima de la cabeza y caminar con su sombrero puesto entre amigos que se reían. En otra ocasión, contaba los nombres que le ponía a algunas enfermedades, entre ellas el del cáncer del útero: “Tarás Bulba.”
Vivía como un artista verdadero, en un combate encarnizado con el lienzo, siempre más allá de los límites. Era un luchador comprometido con sus causas. Nunca dejó de participar en el debate político. Nunca dejó de ver a sus amigos en reuniones semanales. Siguió pintando muchas horas diarias, desde el amanecer, siempre con luz natural. Se entregó a fondo a la campaña de Mario Vargas Llosa para las elecciones de 1990. Vivió la vida como un compromiso radical –y esa fue la clave de su gran amistad con Vargas Llosa, para quien tampoco hay otro modo de vivir.
Una de las tragedias de su vejez fue la pérdida de sus amigos (“con su muerte nos traicionan”, me dijo alguna vez). En una de sus últimas entrevistas afirmaba tener cartas de cincuenta amigos desaparecidos. Recordaba la frase de Goethe en Fausto: “Decirle al instante que pasa: Quédate. Eres tan hermoso.”
Maestro de muchos pintores, en algunas entrevistas repetía que lo importante para un artista era “haber amado, haber sufrido, y luego haber olvidado”. Una de sus definiciones del arte fue “el encuentro de lo sagrado con la materia”. Era también, según él, una definición del amor. Lila Yábar fue el amor de su vida y ambos afirmaban que no podían sobrevivir al otro. Haber muerto juntos en un accidente casero, al pie de una escalera, es un acto mágico que plasma un destino.
Su integridad estará siempre con nosotros. Volveremos a sus pinturas, los rastros de la lucha de este entrañable, ejemplar combatiente. ~
(Lima, 1954) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Otras caricias (Penguin Random House, 2021).