Talentos ocultos o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar Britain’s Got Talent

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El video, alojado en YouTube desde 2009, se ha reproducido 250 millones de veces. En él se aprecia a una señora con mentón de bebé, cejas pastosas y pelo desaliñado intentando ser graciosa ante las preguntas de Simon Cowell, conocido juez del programa de concursos Britain’s Got Talent.

–¿Qué edad tienes, Susan?

–Tengo 47.

A Simon se le escapa un bufido de fastidio, al tiempo que alguien del público silba a manera de piropo. Susan mueve las caderas con el ánimo de tomarse ambos gestos con humor:

–Y eso es solo una parte de mí –dice en un tono pretendidamente sexi. “El contoneo estaba dirigido a Piers Morgan”, recordará Susan en sus memorias, “porque me gusta Piers”. Lamentablemente, el segundo juez del programa apenas “se limitó a mirarme con los labios fruncidos”.

–¿Qué nos vas a cantar esta noche? –le preguntan enseguida.

–“I dreamed a dream” de Les misérables.

–Gran canción –dictamina Simon sin ocultar la ironía, como si dijera “Tremendo lío en que quieres meterte” y no “Maravillosa elección”.

A partir de aquí tienen lugar los tres minutos más célebres de un programa que había hecho de la burla hacia las personas con pretensiones artísticas una forma de entretenimiento. La voz al mismo tiempo enérgica, delicada y sugestiva de Susan deja a todos con la boca abierta y esa extraña sensación de epifanía puede verse en tiempo real, con la cámara escrudiñando los rostros primero sorprendidos y luego avergonzados del público y los jueces. No todo es destreza técnica: hay una actitud de honestidad debido a la cual Susan parece compartir la frustración y la necesidad de esperanza de un personaje del siglo XIX. Cuando la participante dice: “La vida ha matado el sueño que yo soñé” es fácil creer que está hablando sin muchos fingimientos de sí misma.

El segmento se volvió un éxito, Piers Morgan dijo que se encontraba “en shock” y Susan Boyle llegó a la final, donde perdió ante unos concursantes que ahora nadie recuerda. Pero más importante que eso: terminó convertida en un icono para millones de personas que vieron en aquel episodio una suerte de lección ética, una “llamada de atención” como afirmó la jueza Amanda Holden. La autobiografía que Boyle publicó al año siguiente, The woman I was born to be, vuelve sobre aquellos tres minutos para entender la manera radical en que trastocaron su vida. Las vicisitudes de una mujer que sortea en las décadas de los ochenta y noventa algunas audiciones desastrosas y un persistente problema de imagen corroboran su intención de ser una fábula para el siglo XXI. “Si mi historia significa algo”, dice en su capítulo final, “es que la gente suele juzgar demasiado rápido a una persona por su apariencia o por cómo se comporta”. Tras pasar del anonimato a la celebridad (“La casa donde me había sentido segura toda mi vida de repente se había convertido en una jaula que me tenía atrapada, con los periodistas tratando de empujar sus cámaras a través de los barrotes”), del bullying escolar a las presiones del éxito (“Tan pronto como alcances una meta, siempre tienes otra marca que romper”), de los millones de discos vendidos al hospital psiquiátrico (“Sentí como si tuviera que luchar por mi supervivencia como persona, luchar literalmente por mi cordura”), algo me hace pensar que la enseñanza alrededor de esa transformación es en realidad mucho más compleja. Como el libro deja ver, una sociedad que se ufana de reconocer el talento más allá de las apariencias también puede ser sumamente cruel.

Doce años después del episodio de Boyle, no sé si por el confinamiento de la covid o por alguna otra razón, me volví aficionado a los videos de Britain’s Got Talent, America’s Got Talent y cualquier otra variante local que se me atravesara. Entre decenas de audiciones, vi a cinco hombres de mediana edad que, contra todo pronóstico, supieron montar una coreografía; a una bailarina de salsa de ochenta años que hacía suficientes contorsiones como para descoyuntar a alguien de mi generación; a una muy joven maestra de la ventriloquía que hacía cantar “Summertime” a un conejo de juguete y a una chica que, con cáncer de pulmón, había escrito una canción de un optimismo que helaba la piel. Vi comedia física con la única ayuda de dos toallas de baño, diablos con voz angelical, coros estudiantiles coqueteando con el hip hop. Fui testigo de cuanto acto circense se había inventado hasta ese momento, incluido un hombre desnudo que montó una pequeña mesa de té con todo y mantel sobre sus partes pudendas y luego jaló de la tela sin tirar la porcelana.

No todos eran geniales en lo artístico, pero funcionaban con una efectividad que rayaba en lo adictivo. Una buena parte de aquellas presentaciones no se agotaba, además, en la sorpresa. Las menos, pero tampoco tan escasas, mostraban a personas musicalmente creativas. La canción que Giorgia Borg compuso a los diez años podría ser la envidia de cualquier productor; ni qué decir de Jimmie Herrod, capaz de convertir a la insulsa “Tomorrow” en una pieza llena texturas y desafíos vocales. No obstante que ponían a competir a magos con comediantes, a guitarristas con strippers, aquellos programas le seguían haciendo un servicio a la música. Y renovaban –con la parafernalia propia de la era de YouTube– un añejo formato que todavía despierta vastas emociones.

(Tarde o temprano uno se pregunta qué clase de talento podría mostrar ante los jueces y el único acto que se me ocurre es “editar un ensayo de cinco mil palabras para dejarlo en dos mil… a veinte minutos de irnos a imprenta… mientras contesto mensajes en el chat de trabajo”.)

Aunque, por lo común, los críticos serios desprecian la naturaleza “apantallante” de la música (“Si usted está interesado en la música, no debería venir a los concursos; en los concursos no se discute, se vota”, decía Nadia Boulanger), los episodios que podríamos denominar “un momento Britain’s Got Talent” abundan en la historia de la composición. El trompetista Johann Andreas Schachtner dejó constancia de la vez en que acompañó a su amigo Leopold Mozart a su casa y encontró al pequeño Wolfgang Amadeus dibujando garabatos sobre un papel. “Solo vimos una confusión de notas, la mayor parte de ellas escritas sobre borrones de tinta. Primero nos reímos de aquel disparate. Pero, cuando Leopold se fijó un poco más en la composición de su hijo, se puso serio y los ojos se le llenaron de lágrimas.” Aquellas páginas eran un concierto que el niño de cuatro años interpretó minutos después al teclado dejando en claro “lo que quería decir” en la partitura.

No es el único caso. Una fértil mitología ha crecido alrededor de la primera audición del genio, del instante en que los otros descubren un talento secreto. A los once años, Friedrich Händel humilló al soberbio Giovanni Bononcini, de veintiséis, quien lo retó a tocar una difícil pieza en el clavicémbalo. A los catorce, Richard Strauss sorprendió a los asistentes de un concierto que pedían la aparición del compositor cuya pieza aplaudían, sin imaginar su edad. En 1703, el concejo de Arnstadt contrató a un técnico de dieciocho años para examinar la maquinaria del nuevo órgano de una iglesia. El joven llamado Johann Sebastian Bach debió de haber hecho “sonar este órgano como nadie en Arnstadt lo había escuchado antes”, en palabras del biógrafo Klaus Eidam, porque “no solo le contrataron para tocar en la consagración del instrumento sino que le ofrecieron de inmediato el puesto de organista”.

El carácter inspirador de algunas de estas historias puede resultar chocante sobre todo si obedece a una fórmula. Es la sensación que dejan libros como Locos por la música. La juventud de los grandes compositores, de Ulrich Rühle, empeñados en maximizar el punto de quiebre en el que alguien apuesta por su vocación en un entorno adverso. Enfocado en los primeros años de Beethoven, Mozart, Händel, Chopin, Orff, Gershwin y otros, Locos por la música narra las dificultades comunes a las que se enfrenta un artista (la tradición, el escepticismo familiar, la educación convencional, la pobreza), con la mirada puesta en el día en que el mundo conocerá sus habilidades. Debido a su insistencia en la tenacidad, el apoyo de la gente cercana y la pasión, el libro reduce vidas y contextos históricos muy distintos al triunfo de la voluntad personal, como si la moraleja detrás de la biografía de Schubert fuera más o menos la misma que la de Susan Boyle, con el afilado Salieri en el papel de Simon Cowell. A través de tres siglos de música occidental, Rühle concluye que “un talento extraordinario exige también un esfuerzo extraordinario”, confiado en que alguno de sus lectores adolescentes pueda ser el próximo Prokófiev o el siguiente Bernstein.

En las antípodas de Rühle, Hugh Macdonald plantea una manera mucho más afortunada de acercarse al fenómeno cuando en su libro Música en 1853. La biografía de un año describe el primer encuentro entre Robert Schumann y Johannes Brahms, en ese entonces de veinte años. Una vez cumplidas las presentaciones de rigor, Schumann invitó al joven huésped a entrar a su casa y sentarse frente al piano. No habían pasado sino unos cuantos compases cuando, con emoción evidente, le pidió a ese desconocido de pelo largo que se detuviera. “Discúlpeme un momento. Tengo que ir a avisar a mi mujer.” Sabemos lo que aquel recital privado causó en Clara y Robert Schumann gracias a sus diarios. “Aquí hay alguien que parece haber venido enviado directamente por Dios”, escribió ella; “Visita de Brahms, un genio”, escribió él. Semanas más tarde, en un artículo para la Neue Zeitschrift für Musik, Schumann confesaba su presentimiento de que tarde o temprano aparecería “un ser único que diese expresión a nuestra época del modo más alto e ideal, un hombre que alcanzase el magisterio no poco a poco, sino de golpe”. Y aquella criatura había salido por fin a la luz. “Su nombre es Johannes Brahms”, decía con todas sus letras. Semejante anuncio en la publicación más leída de Alemania le cambió la vida al joven compositor. Y Schumann solo había necesitado unos pocos minutos para darse cuenta.

Macdonald no aísla el episodio sino que lo ubica en un rico entramado de empresas culturales, consolidación de instituciones, ampliación de rutas ferroviarias, redes de artistas y polémicas alrededor de cómo debería interpretarse una obra. En lugar de poner a Brahms en el centro y hacer que cualquier cantidad de gente orbitara en torno a él, el libro muestra lo que diversos músicos estaban haciendo de manera simultánea: Liszt recorriendo Europa como nadie, Wagner luchando contra su incapacidad para componer, Berlioz construyendo un prestigio que perdería pronto ante la nueva generación. Y, al lado de ellos, una cantidad apabullante de extraordinarios intérpretes y compositores que ahora solo conocen los especialistas. Esa sensación agridulce que deja el libro respecto a quién termina dentro y quién fuera del juego de la posteridad redefine –y no para mal– cualquier idea que tengamos de perseverancia, pasión y apoyo de los otros. Nos dice que tener talento no garantiza nada. Y que eso, en lugar de ser simplemente desesperanzador, debería producir un profundo alivio. ~

 

Susan Boyle

The woman I was born to be

Nueva York, Random House, 2010, 328 pp.

 

Ulrich Rühle

Locos por la música. La juventud de los grandes compositores

Traducción de Genoveva Dieterich

Madrid, Alianza, 2013, 496 pp.

 

Hugh Macdonald

Música en 1853. La biografía de un año

Traducción de Francisco López Martín y Vicent Minguet

Barcelona, Acantilado, 2019, 400 pp.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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