Muy cerca,
una bofetada al aire,
mucho más severa
que el torrente helado
de torcazas en tropel;
hablo del paso del ángel
cuando llega a suceder,
sí, ese que tan bien conoces.
Velocísimo. Fugaz.
Hay que esperarlo todo el tiempo.
Se presenta de buenas a primeras,
sin previo aviso.
Se esfuma.
Ni siquiera distinguí
bien a bien sus partes,
las garras, la cola feroz
que tú describes
dando latigazos a diestra y siniestra,
o la lengua viperina,
inconfundible.
Decididamente suya.
Lo peor fue
que me pasó de largo
su secreto.
No logré sostenerle la mirada.
Que me tocaran sus pupilas.
Que me acariciara su córnea.
Comenzaba la cuenta regresiva.
*
La luna llena del primer día,
un círculo impenetrable
de plata polar.
Hubiera querido sumergirme
en la profundidad
ovalada e imperfecta
de su salto animal después
ser liebre unos instantes el segundo día,
hasta convertirme en delgada y quebradiza
uña de astro viejo que se clava luego a fondo
en la carne intergaláctica,
y oscurece, y se oscurece.
Tienta la médula.
Al otro lado de la noche
el caudal del río decrece,
estelas de deseos
disfrazando apenas
su condición isósceles
ocultando las orillas,
las riberas de un mandala,
mientras el cementerio
vaporiza letras
de una estrofa
que arrulla.
Que escuece el tímpano.
Lápidas, criptas, mausoleos
celebran entradas
y salidas
del siglo antepasado
a un equis Anno Domini.
Niños despedidos en brazos.
Bisabuelos cuyas ideas
habrían merecido la horca.
O no.
Inhumaciones recientes
de habitantes sin edad,
restos incubando otras siluetas;
rosas marchitas encima,
crisantemos, lirios,
agua estancada, hedionda.
Y mensajes.
Unos cifrados; otros simples, claros.
De la carne aún pegada al hueso.
Del calcio que brilla,
llamando a la luna en clave.
*
Un aleteo,
un roce que se queda.
Alguien
que amé de niña
me está tocando:
me recuerda
desde esa carne pegada al hueso. ~