Ricardo Romero y el fin del mundo a la vuelta de la esquina

El escritor argentino publicó este año la décima y más ambiciosa de sus novelas: Big Rip, en la que propone un apocalipsis silencioso, difuso, que podría quizá ya haber comenzado.
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Una curiosa historia de la literatura podría escribirse a través de un recorrido por sus obras más grandes, no en el sentido de grandeza sino de tamaño: los libros más voluminosos, las aventuras literarias más desmesuradas. Ahí se reunirían En busca del tiempo perdido, Guerra y paz, la Novela de Genji, Las aventuras del rey mono y unas cuantas otras novelas enormes. En nuestros tiempos de vértigo, de fragmentariedad, de pantallas por todas partes, leer esos libros resulta casi revolucionario. Y escribirlos, ni hablar. Por fortuna, sigue habiendo autores que se animan a semejantes gestas.

El argentino Ricardo Romero es uno de los ejemplos más recientes. Su novela Big Rip –800 páginas de letra apretada publicadas hace unos meses por Alfaguara en Buenos Aires– propone a los lectores una versión del fin del mundo. Un apocalipsis que tiene poco que ver con los que suele imaginar el cine de Hollywood: una realidad que se disgrega, se desintegra, se desgarra, como sugiere el título de la novela. Un fin del mundo a la vuelta de la esquina, que podría empezar en cualquier momento, que tal vez ya comenzó.

Situada en una ciudad innominada pero que se parece mucho a Córdoba (Argentina) y tiene también cosas de Buenos Aires, con personajes que aparecen y desaparecen y se transforman en otros sin dejar de ser los mismos, Big Rip se despliega como un experimento fascinante, una escritura que parece ponerse a prueba y exprimirse a sí misma, como si el propio texto se esparciese por las páginas en busca de su propia disolución.

En la penúltima de esas páginas, cuando el lector ya ve el hogar al que regresa tras haber recorrido la novela como quien explora los restos de una civilización perdida en medio de la selva (la figura es de Piglia, en el prólogo a Los sorias, de Alberto Laiseca), se lee esta frase: “Puedo escuchar cómo los edificios crujen como árboles sacudidos por el viento, crujen sobre todo como edificios, haya viento o no. Y hay un lenguaje en ese crujir”. Y uno tiene la vaga sensación de que toda la novela ha sido escrita con ese lenguaje, en un idioma similar al nuestro pero ligeramente desenfocado.

¿Cómo surge, antes que la novela, el proyecto, la idea de escribir una novela de estas dimensiones? Romero me cuenta que la vislumbró hace unos quince años. Fue a partir de una imagen, una intuición, una frase: “Un vaso con lava sobre la mesa de luz”. Pero en ese momento “no estaba preparado, no sabía cómo hacerlo”, me explica el autor. “Lo intenté varias veces, escribía treinta o cuarenta páginas, pero no me convencía y lo dejaba”. He ahí, me parece, un mérito: reconocer cuándo las ambiciones están por encima de las propias posibilidades. Y estar dispuesto a hacer el esfuerzo y el camino para alcanzar esas alturas.

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Ricardo Romero nació en Paraná, provincia de Entre Ríos, en 1976. Estudió Letras en Córdoba y en 2002 se radicó en Buenos Aires. Al año siguiente comenzó a dirigir la revista literaria Oliverio y publicó su primera novela, titulada Ninguna parte. Luego llegaron un libro de cuentos y otras nueve novelas, y con ellas las traducciones: al inglés, al italiano, al portugués, al turco. De hecho, su penúltima novela, Yo soy el invierno (ganadora del primer premio del Fondo Nacional de las Artes en Argentina en 2017), se publicó en francés el año pasado y aún permanece inédita en español.

Además, trabajó como editor durante más de tres lustros en sellos como Gárgola y Aquilina, y fue uno de los responsables de Negro Absoluto, colección de novela negra que incluyó tres títulos de su autoría: El síndrome de Rasputín (2008), Los bailarines del fin del mundo (2009) y El spleen de los muertos (2013). Desde hace varios años, por otra parte, da clases en dos materias de la Licenciatura en Artes de la Escritura, en la Universidad Nacional de las Artes, con sede en Buenos Aires.

Y es coautor –junto con Luciano Saracino– del guion de la película Necronomicón, el libro del infierno (dirigida por Marcelo Schapces y estrenada en 2018). El punto de partida del filme es, por supuesto, el universo literario de H. P. Lovecraft, según cuyos relatos uno de los únicos cinco ejemplares que se conservan del libro maldito se halla oculto en algún anaquel perdido de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Todo eso sirvió para que Romero se sintiera, esta vez sí, preparado para lanzarse a la escritura de su gran proyecto. En marzo de 2016 viajó a Francia para participar en la residencia para escritores de la Villa Marguerite Yourcenar. “Lo único que tenía que hacer ahí era leer y escribir, y me dije: es ahora o nunca –cuenta–. Me llevé un par de libros grandes: El tiempo y el río, de Thomas Wolff, y el Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, las cinco temporadas que había en ese momento de Game of Thrones y el material que tenía como para empezar. Y la verdad es que fue muy productivo. Escribí muchísimo en ese mes. Lo suficiente como para sentar las bases y decir: ya está, ya arranqué, ahora me puede llevar tres, cuatro, diez años más, pero ya arranqué”. El Big Rip había comenzado.

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En Big Rip se percibe una tensión permanente entre el afán de abarcarlo todo, como suele suceder con las novelas de esta magnitud, y el aprovechamiento de los huecos, los silencios, las elipsis, las sugerencias. Como si la idea de novela total chocara con la de novela fractal –se han utilizado los dos conceptos para referirse a ella, incluso en el texto de la contratapa– y de esa colisión surgiera, en todas direcciones, los sentidos de la obra.

Romero entiende que se use la expresión “novela total”, porque tiene que ver con cierta idea de desmesura y ambición, pero (además de reconocer que lo “abruma un poco”) subraya que “la totalidad no existe”. “Es una ficción que a mí me interesaba desarmar –explica–. No quería que la novela tuviera un cierre ni argumental, ni poética, ni estructuralmente. Lo cual no quiere decir que esté inconclusa, sino que la suya es una forma temblorosa, que para mí es una expresión de lo real”.

Amante de Twin Peaks (una de las colecciones que dirigió en la editorial Gárgola se llamó “Laura Palmer no ha muerto”), Romero riega sus páginas de una suerte de rocío lyncheano que lo impregna todo. Así, lo realista y en apariencia simple se presenta como misterioso, mientras que lo fantástico o sobrenatural se abre paso como si viniera a reclamar lo que le pertenece, lo que le corresponde por derecho propio.

Cuando le pregunto si cree acertada la calificación –incluida en algunas reseñas– de novela experimental para Big Rip, Romero dice que no: que en todo caso es una novela experiencial. “Lo experimental tiene que ver con una claridad conceptual respecto a lo que estás haciendo, porque un experimento es algo controlado”, apunta. Lo experiencial sería lo contrario: “Cuando aparecía cierta posibilidad de control, yo trataba de evitarla, de sabotearla un poco”.

Pero ¿qué quiere decir? ¿Acaso el autor no “controla” el texto que escribe? Sí: en parte. “Uno puede manejar un sentido, el que tiene en la cabeza, pero no la cantidad de sentidos nuevos que empiezan a aparecer y a relacionarse entre sí”, dice Romero. Y agrega que muchos textos de la tercera parte de la novela nacieron a partir de frases de textos anteriores, a los que “les preguntaba y explotaban, y de repente aparecían otro espacio, otros personajes”, y entonces el autor se decía: “Vamos por ahí”.

Esa idea se relaciona con otra de las características de la obra de Romero: su oposición a la hipercorrección, su interés focalizado mucho más en la experiencia que en el resultado de la escritura. “Una de mis batallas personales, que es una batalla poética pero también política, es desarmar esa relación con el resultadismo”, asegura el autor. “Yo no quiero que el resultado defina mi experiencia. Pasé cuatro años escribiendo esto. Ese trabajo se disfruta en sí mismo, por la energía que le puse, por lo que experimenté mientras lo hacía, por los cambios que viví mientras escribía. Mi relación con la escritura cambió en ese lapso. Y yo terminé en paz por eso. ¿El resultado? La verdad que no sé cuál es el resultado”.

Parece una mirada lúcida. ¿Hay algún autor que realmente sepa cuál es el resultado de su trabajo? Para esa tarea, en todo caso, estamos los lectores.

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En estos días, mientras atraviesa otra experiencia nueva –la de convertirse en padre–, Ricardo Romero trabaja en el guion de un cómic (que se editará antes en inglés que en español) y en la producción de una serie de podcasts que pondrán en escena, en modo radioteatro, varios cuentos de la literatura argentina. Y le gustaría volver a escribir para cine, y también incursionar en el mundo de las series. Pero aclara: “A mí lo que me apasiona es la novela. Es adonde yo siempre quiero volver. Es mi casa”.

¿Cómo será entonces la próxima? “Tengo una novela empezada, con apuntes y notas… Pero por ahora no me quiero meter. No tengo apuro. Y por supuesto tengo la fantasía de que Big Rip no será mi novela más larga. Es una fantasía, una especie de actitud. Puede pasar que esta sea mi novela larga de los cuarenta. ¿Cuál será la de los cincuenta? Tengo algunas ideas dando vueltas, pero hay que dejarlas que hagan su recorrido. Que encuentren su espacio, su lugar”.

Y que encuentren su propio lenguaje, también, como ese de los edificios que crujen haya viento o no.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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