Julián Meza

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Solo a los turistas detestaba Julián Meza tanto como a los economistas. Tal vez eran dos especies del mismo bicho. Unos se perdían de las maravillas del viaje por traer el ojo tapado por una cámara de fotos y seguir con prisa puntual las estaciones de una rutina. Los otros creían que la única ventana al mundo era su pizarrón. En la economía veía una prepotencia incuantificable, una ignorancia infinita. Los economistas eran predicadores de un sermón sospechoso: “Si la existencia del planeta dependiera exclusivamente de la economía hace unos diez mil años que habría sido clausurado, puesto en venta y comprado por un venusino privatizador.” Su invectiva encontró blanco en los economistas de los que se burló a placer en diccionarios, ensayos, crónicas y otras diatribas. No lo hizo desde lo lejos, sino en su convento que construyeron en el sur de la ciudad de México, el ITAM, monasterio entregado al cultivo de eso que llamaba neoteología. Lo hizo ahí remarcando su vocación de marginal.

Fue ahí, en este templo de la técnica, donde insistió en reivindicar los poderes de la literatura. Se burlaba de esa escolástica con numeritos pero también de quienes creen que la política puede estudiarse científicamente. En el primer número de la revista Estudios, que dirigió durante muchos años, reivindicó la penetración de la imaginación literaria; la ventaja de la metáfora sobre la fórmula. La literatura ve lo que la ciencia ignora: observa la sociedad con mayor detenimiento que la sociología, entiende los límites del pensamiento mejor de lo que lo puede hacer la filosofía, descifra mejor el misterio de los sueños que el psicoanálisis. El amor a la literatura correspondía a su odio por el fanatismo y la tontería. Hablando de Macbeth, el ensayista ubicaba la voluntad de poder en la cazuela de las brujas, ahí donde se junta lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. La explicación que aporta la imaginación literaria resulta, a fin de cuentas, la “ausencia de explicación”.

No tropezó jamás con la mesura. Nunca sintió la tentación del equilibrio. Su prosa muerde y bromea pero, con idéntica desmesura, admira y elogia. Y así va formándose un curioso equilibrio de intensidades que nunca se estaciona en el punto medio: su odio a los lugares comunes era solo comparable a su reverencia ante el genio. El desprecio a los ídolos del momento no era menos intenso que su homenaje a la luz del Mediterráneo. Antipatías y cariños que brotan del mismo impulso vital de quien se afirma, con la palabra, en el mundo.

El lector que fue sabía muy bien que el hombre no es el sujeto racional de las fantasías filosóficas. Es muy poco razonable, decía su amigo Edgar Morin, creerle al griego que dijo que éramos criaturas racionales. ¿Homo sapiens? En realidad, lo nuestro es la demencia. Somos locos que en su delirio hacen la guerra y se enamoran. Si se quiere entender al mundo hay que comprender la fuerza soberana de la imbecilidad, esa fuerza omnipotente, ubicua y democrática. “Aun cuando parece ser solo Uno, el imbécil siempre suma dos.” Julián Meza no lanzaba el dardo a los demás: sabía bien que traemos la imbecilidad colgada como sombra. Pero hay de imbéciles a imbéciles, decía. La más imbécil de las imbecilidades es la que se niega, la que muy docta se rechaza. La más peligrosa tontería es la que se satura de certezas, de teorías, de misiones, de fórmulas, de consignas. Esa es la imbecilidad que amenaza… y cumple. Pero el optimista que en el fondo sí fue creía que podía haber una solución. No lo afirmaba con rotundidad sino como posibilidad, es decir, con esperanza. “Tal vez la haya”, escribió: “rebelarnos contra la mentira, interrogarnos sobre todo, confesar nuestra propia debilidad. Tal vez así puedan tener algún sentido estas palabras de Rilke”, concluía Julián Meza: “Lo que finalmente nos salva es no tener abrigo.”

 

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En alguno de sus libros, Julián Meza sentía la necesidad de advertirle al lector que esas páginas no eran peligrosas. En las primeras líneas de sus Ángeles, demonios y otros bichos, dice:

 

Los textos aquí reunidos son un racimo de variadas perversiones que no matarán a nadie porque son ajenos a las bombas de fragmentación y a las minas antipersonales. Algunos parecen muy serios, pero en realidad sonríen, quizá como el gato de Alicia. Basta con preguntarles qué camino tomar. Otros dan la impresión de ser excesivamente juguetones, pero algún fondo tienen, creo, aun cuando no son precisamente edificantes.

 

Algo parecido decía Rabelais en la nota a los lectores de Gargantúa:

 

Amigos lectores que el libro leéis,

despojaos al punto de toda pasión,

y, al leerlo, nunca os escandalicéis,

porque no contiene ni mal ni infección.

Cierto es que aquí dentro muy poca instrucción

adquirir podríais, si no es el reír.

Mas otro argumento no pude elegir

viendo que os consume un duelo malsano.

Mejor que de llanto es de risa escribir,

puesto que la risa es lo propio humano.

 

A la risa dedicó otro ensayo memorable publicado en Estudios:

 

Desde Grecia la risa es un arte, una filosofía: una manera de estar en el mundo que acompaña o hace frente a muchas otras maneras, no siempre vitales. Para el griego, la risa libera del miedo a la ley y la muerte. También libera de la dominación. Como la comedia, la sátira de los defectos, los vicios y las debilidades es la salud del alma. En ella se dan cita el ingenio en justa con el ingenio, la alegría y el gozo en su lucha contra el tedio. La risa es el instrumento que sirve para desarmar a la seriedad y a la solemnidad del oponente.

 

Sabía que el mundo necesita recuperar el placer de lo ridículo: remplazar la vanidad de una escritura que labra el porvenir por el gozo de una escritura que encuentra en la burla una razón sin monstruos.

 

En este accidentado recorrido de la escritura se viaja de las islas de la certidumbre a la zoología fantástica del laberinto, a las pócimas del herbolario, a las reliquias que consagran la postmodernidad desde los caminos del mundo medieval, a la verdad que ríe a costa de las filosofías hechas doctrina, dogma, escapulario de los doctores de la ciencia.

 

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En una de las últimas ocasiones que lo vi, con Rodolfo Vázquez, en su casa, teniendo ya muy claro lo que se aproximaba, nos dijo que quería escribir un libro. Un libro que se va a llamar El libro de los afectos. Creo que lo escribió o, por lo menos, dejó el primer borrador disperso en sus últimos ensayos. Leo sus últimos libros, sus islas, como el prólogo de ese libro del que nos hablaba. En sus islas y en su mar está, más que su testamento literario, su testimonio vital.

Julián Meza se fue a buscar al Mediterráneo y encontró ahí su cuna imaginaria, es decir, su cuna auténtica. Nadie elige donde nace, dijo. Pero bien puede encontrar el lugar de donde es realmente. Y no es que haya ubicado su sitio en una playa o en una isla; en alguna ciudad o en un puerto del Mediterráneo: lo inventó ahí, en el barrio de una imaginación poblada de historia. Sus ensayos sobre Sicilia, Cerdeña, Constantinopla, son libros de viaje que no son libros de viaje, textos de historia que son más bien fábulas, ejercicios de ficción que contienen pocas mentiras, crónicas que no siguen la pauta de la secuencia. Ensayos, pues, a plenitud. Ejercicios de libertad frente a las tiranías de razón, tiempo y lugar. Su viaje es lo contrario a la excursión del turista: viajes: reencuentros con lo imaginado. “Un viaje no es un recorrido sucesivo. No es una forma de partir de alfa para llegar a omega. El viaje se inicia ya iniciado, antes o después del principio, que no es tal.”

Decía Josep Pla que observar es más difícil que pensar. Y recomendaba enseguida: “Hay que escribir con libertad, con gusto, con placer, pero con la máxima observación posible.” Los libros de viaje, los dietarios de Julián Meza son carpetas de un observador que se sienta a mirar nuestro tiempo abominable, un tiempo repleto de farsantes entronizados como genios, gobernado por idiotas y fanáticos, sepultado por la basura del ingenio técnico, cercado por el maldito mal gusto. Su mirada inventa todo el tiempo pero nunca miente.

¿Qué escarbaba Julián Meza en esa cueva del Atlántico? Más que otro lugar u otro tiempo: otra civilización o, más bien, la civilización, o mejor: su civilización. Si el elemento común de estos libros es el carácter insular de sus protagonistas es porque en todos está presente el mar del encuentro, la roca del mito, la brisa de las culturas. Aguas que mecen vasijas ancestrales, conversaciones eternas, libros, aventuras, edificaciones. La suya es una civilización improbable que contrasta con la muy real barbarie de nuestra modernidad. Atila y Gengis Khan fueron menos salvajes que los desarrolladores inmobiliarios del presente. Si en otros libros de Julián Meza se encuentran los discretos cariños del misántropo, aquí destella la vitalidad del melancólico. Añoranza de ese mundo lleno de dioses del que hablaba Seferis en su libro sobre el estilo griego. ¡Todo lleno de dioses! Añoranza de la conversación y del silencio, de la gracia y la dignidad. Un tiempo anterior a la hecatombe del monoteísmo. Un tiempo de dioses que conviven y pelean, como nosotros. Tiempo de tolerancia y de inconformismo. Tiempos con noche:

 

Hay noches que no hacen ruido, pero cada vez son más raras. La ciudad de hoy es enemiga de ese silencio nocturno en donde solo se escuchaba el monótono, pero arrullador, canto de las cigarras. Mañana no tendremos otro silencio que el de las tumbas, a condición de que no despierten los muertos, porque sus gemidos serán estruendosos cuando intenten probar la inocencia que hoy encubre sus delitos, dado que son almas piadosas: confiesan y comulgan sus pecados a estafadores con tiara y permiso para delinquir.

Hay noches que no hacen ruido, pero son cada vez más ajenas a nuestro tiempo. La ciudad moderna ignora el silencio nocturno que permitía escuchar el sonido del mar, o el mugido del viento, tan sonoro y firme como el de las vacas que asustaban a mi hija, aun cuando no le quitaban el sueño.

Hay noches que no hacen ruido, pero ya no se oyen debido a la algarabía que las vapulea.

Hay noches que no hacen ruido…

 

El Mediterráneo fue para Meza una huida. Otra estación de su marginalidad. Un exilio de breves paraísos. Desde hace tiempo había declarado Julián Meza su independencia de la geografía. No se sometió a la tiranía de los pasaportes, abominó el nacionalismo. Por eso fue catalán, parisino, de Constantinopla, Cerdeña y Sicilia. Imagino que, si el capricho del nacimiento lo hubiera hecho turco, habría huido, después de leerlo todo, a un inverosímil país americano y habría pintado la más hermosa estampa de una Orizaba fantástica. Imagino que habría celebrado a México, un país deliciosamente incivilizable.

Julián Meza viajaba para escapar de las bestias que bautizó con tantos nombres. Tiranos y demagogos, economistas con recetarios implacables, sátrapas, escritores que ignoran la gramática. En muchos ensayos retrató al hombre y, en particular, a sus vecinos, como una especie predadora: animales dedicados a convertirlo todo en ruina. Los examinó meticulosamente y los clasificó con rigor aristotélico. Alfabéticamente ordenó a los monstruos de hoy y a los de antes. Se burló de los murales de la historia, de los personajes con estatua y hemiciclo, de las camarillas intelectuales, de la econolatría, del progreso, de la popular superstición aritmética. Historiador y novelista, reinventó nuestro pasado como un desfile de esperpentos. Los personajes de la historia se transfiguran en sus juegos para convertirse en adefesios. Ahí está, como “celebración del bicentenario” su Bestiario de historia mexicana, donde cataloga “las imbecilidades, infamias, injusticias, atracos, crímenes, corruptelas y maldades de los gobernantes mexicanos a lo largo de casi quinientos años de historia”. La historia para él no era el periodismo de lo remoto como quieren los académicos. Es, como entendía Borges, mito. Y nuestros mitos no son edificantes cuentos de patriotas, leyendas de sabios fundadores, sino sandeces y robos convertidos en arquetipo: latrocinio y tontería vueltos maldición. Es precisamente frente a este esperpentario que contrasta el fresco aire de sus islas. Julián Meza escapó a sus islas pero nunca para aislarse. Lo contrario. En sus islas se enlazó de nuevo, a plenitud, con su mundo, con sus afectos, con su libertad, con su imaginación, con su memoria, quizá hasta con la esperanza.

Ernst Jünger escribió un ensayo sobre la emboscadura. El bosque como símbolo del hombre libre, el que renuncia a la sucia política, el que rechaza la coacción del mundo, el maltrato de la ciudad. Irse al bosque como signo de libertad, de poder individual. Emboscadura, llamaba a esa gesta. Julián Meza no fue a aislarse a sus islas: fue a enislarse. Adentrarse en la isla, envolverse en ella. Enisladura: hazaña de revivir humanidad en tierras rodeadas de mar, aventura de los reencuentros primordiales. Enisladura: el libro de los afectos. Si somos polizones en esas sociedades a la deriva de las que hablaba Castoriadis, nuestro verdadero refugio son islas parecidas a las de Julián: casas de la fantasía y la amistad. ~

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(Ciudad de México, 1965) es analista político y profesor en la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey. Es autor, entre otras obras, de 'La idiotez de lo perfecto. Miradas a la política' (FCE, 2006).


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