Uno está entrenado para pensar en maneras que ni sospecha. Después de años de exponerse a un tema, la mente va formando sus acervos, sus prejuicios. No hay manera de evitarlo: la memoria saca sus copias fotostáticas y diligente crea sus archivos. Uno los intuye arbitrarios, incluso cuando se activan en momentos cruciales.
Tengo frente a mí algunos pasteles de la serie Juárez de Judithe Hernández. Sin quererlo, me recuerdan el autorretrato que pintó Durero en el año 1500. Me lo confirma el semblante hierático de las retratadas y su mirada al frente, el fondo negro de los cuadros y la escritura en latín.
La asociación no es disparatada, razono. Durero sigue siendo un referente del retrato por sus primicias, como aquella de autorretratarse a los trece años, no al lápiz y después de una serie de fracasos y borradores, sino con una suerte de pluma de metal que no permite correcciones, o aquella otra de retratarse como Jesús en el año 1500.
¿Será que Judithe Hernández escribió la edad que tenían las víctimas del feminicidio al morir –aetatis suaue– a la manera en que Durero registró el anno domini en que se autorretrató? La sugerencia es inquietante. Mientras el artista del Renacimiento alemán se representaba a los 28 años como Jesús, Hernández dibuja a las mujeres asesinadas –de 24 o 18 años– como fantasmas. Al tiempo que un absorto Durero disfruta el tacto de las pieles que lleva puestas, una de las muertas de Juárez lleva, también alrededor del cuello y como un adorno mortal, una suerte de malla metálica ligeramente ensagrentada.
Pero hablaba de los inventarios mentales y sus sesgos. Qué alegría, entonces, toparse con otras fuentes –ya no las clásicas– del arte. En una entrevista con Karen Mary Davalos, Judithe Hernández explicó por qué trabaja sus figuras sobre fondos negros. Ella misma parece sorprenderse cuando recuerda los fascinantes souvenirs que encontró cuando de niña y con su madre viajó a El Paso, Texas, para reunirse con su tío en una época en que cruzar a Ciudad Juárez no suponía mayores complicaciones.
Sin que los académicos y los libros importantes de arte se enteraran, la frontera tex-mex vivió en los setenta una suerte de Velvet Rush (una fiebre no del oro, sino por el terciopelo). Hay quien dice que Ciudad Juárez fue para el velvet painting lo que Montmartre para el Impresionismo. La demanda de los turistas mexican-american era tal que Doyle Harden, dueño de una tienda de abarrotes, construyó una fábrica que en sus mejores tiempos fue capaz de producir diez mil imágenes de Elvis, pin-ups y perros jugando póker por día.
En esos viajes, Judithe descubrió los Velvis –un juego de palabras entre velvet (terciopelo) y Elvis– y que ahora cita como inspiración. “Solía pensar: ‘carajo, eso es exactamente lo que quiero hacer, ese color que brilla y brinca desde el fondo negro del terciopelo’”, recuerda animada los populares cuadros de El Rey que no despertaban la misma simpatía en su madre.
Con ese recuerdo, Judithe hace trizas el acervo del arte al que le empeñamos nuestra fe. La referencia al terciopelo es una jugarreta hilarante contra el “high art”. Enseguida leo que en el 2013 se inauguró el primer museo de chucherías de terciopelo, que desde el principio el medio tuvo sus coleccionistas y que el “padre” de este tipo de pintura –un estafador o un visionario, no hay manera de saberlo– vendió su primer terciopelo pintado a cambio de un sandwich.
La verdad es que mis encuentros con la tela son más bien chocantes. En la papelería de la esquina todavía venden rectángulos de cartón forrados con un terciopelo áspero y que sirven como bases para envolver regalos. Está claro que estos cuadros y los que fueron un boom en la frontera no se confeccionaron con la misma versión del terciopelo que vistió a las reinas de Europa.
Y a pesar de todo, la así llamada pintura al terciopelo tiene su grado de dificultad: parece que uno debe ser bastante ágil y preciso para evitar que las gotas de color empapen los hilos del textil y se peguen entre sí, lo que daría al traste con el contorno de la imagen, que terminaría por escurrirse como una cochinada de colores sobre ese sustituto de lienzo.
No deja de divertirme que Judithe haya citado una fuente chicana y popular para sus retratos. Quizá lo hiératico de su serie no le venga de Durero, sino de Elvis; no de los íconos cristianos sino de los del pop.
¿Pero qué hacer con las inscripciones latinas, esos registros de la edad que en Durero fechan un retrato y en Judithe la muerte de las mujeres de Juárez? No son una coincidencia: como estudiante del Otis College of Art and Design, Judithe Hernández repasó a los renacentistas, en quienes sigue pensando como fundamentos ineludibles del arte.
“[Sobre] mi entrenamiento en preparatoria y ciertamente en Otis, todos los profesores estaban entrenados en el arte clásico europeo […] el estándar de oro en términos de dibujo, pintura, diseño y escultura eran el Renacimiento y el arte occidental. Es difícil argumentar contra ellos, porque pusieron los fundamentos para todos nosotros […] Aún ahora regreso a ellos cuando trabajo”, reconoce.
Judithe ha dedicado su pintura a recuperar la iconografía mexicana. En sus murales de Los Ángeles están presentes las referencias a Aztlán y a la virgen de Guadalupe, en sus pasteles se ven cactus, máscaras de luchadores, venados y culebras. ¿Será el Elvis tex-mex de terciopelo un recuerdo político que quiere abrirse paso frente al acervo automático del arte occidental?
(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.