José Emilio Pacheco estudia las visicitudes que tuvo que afrontar Paz para poder publicar Libertad bajo palabra, los alcances de este clásico y las principales escalas poéticas que determinaron al autor de “Himno entre ruinas”.
No lo llamemos “medio siglo de oro” ni tampoco “edad de plata”. Digamos tan sólo que la muerte de Octavio Paz cerró simbólicamente la gran época de la poesía y la literatura hispanoamericanas que empezó en 1949, cuando se publicaron con pocos meses de diferencia la primera Libertad bajo palabra, El Aleph, La fijeza, El reino de este mundo y Varia invención.
Aquella Libertad bajo palabra se ha convertido en un libro fantasma. Es imposible reconstruirlo en el libro de 1960 que lleva su nombre, a su vez revisado en 1968 y en ocasiones posteriores. En la edición definitiva, Obra poética i, tomo XI de las Obras completas, Libertad bajo palabra abarca todos los poemas que Paz decidió conservar entre los escritos de 1935 a 1957. Para distinguirlo pongamos L49 a éste que con el tiempo su autor juzgó su “primer libro”. Aparte del prólogo, un poema en prosa que anticipa ¿Águila o sol?, L49 contiene setenta poemas en seis secciones: “A la orilla del mundo”, “Vigilias”, “Asueto”, “El girasol”, “Puerta condenada”, “Himno entre ruinas”, con el que empezará en 1958 La
estación violenta.
En el tomo XIII y último, Primera instancia, aparecerán “los poemas escritos en mi adolescencia y en mi juventud, a los que no considero propiamente obras sino tentativas”, dijo en 1996. Por años se anticipó a quienes de manera inevitable rescatarían las páginas borradas para oponerlas a la voluntad del autor, que en principio deberíamos respetar. ¿Por qué no limitarnos a leer lo que Paz depuró
para nosotros?
Ya que los cambios son mínimos o inexistentes en toda su producción posterior a L49, se ha vuelto un lugar común decir que Paz se ensañó con sus trabajos juveniles por razones no poéticas sino políticas. Refuta esta creencia el hecho de que en 1976 haya reescrito “Entre la piedra y la flor”, de 1937. 39 años después, la condena de la explotación y la diatriba contra el dinero (“el dinero no tiene cuerpo, ni cara ni alma / el dinero seca la sangre del mundo / sorbe el seso del hombre”) resultan aún más explícitos y contundentes.
A pesar de haber escrito este poema y la “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, “El cántaro roto” y “México: Olimpiada de 1968”, que cuentan entre los mejores poemas civiles mexicanos, Paz llegó a abominar de este tipo de poesía. Tal vez pensaba sobre todo en el Pablo Neruda de Las uvas y el viento, a tal punto que en Vuelta, su libro de 1976, para infamar a Stalin y defender a Solyenitzin empleó la rima como aquél lo había hecho en 1943 con su “Canto de amor a Stalingrado”. En honor de Neruda hay que decir que en vez de sepultar sus alabanzas las hizo coexistir con su autocrítica y la crítica del totalitarismo en Fin de mundo (1969), su inventario y despedida del siglo XX. “Si otros que sabían todo de política se equivocaron, cómo no iba a equivocarme yo que sólo soy un
pobre poeta.”
Así pues, las refundiciones y desapariciones siguen siendo un enigma cuya única respuesta es la voluntad soberana de su autor. Por ejemplo, si uno lee el auténtico primer libro de Paz, Raíz del hombre (Simbad, Cuadernos de Poesía, México, 1937), no se explica por qué sólo dejó sobrevivir a dos de sus 59 páginas. Escrito entre los 21 y los 22 años y dedicado a una Remedios de quien nada se sabrá hasta que aparezca la biografía de Enrico Mario Santí, Raíz del hombre es una iniciación inmejorable. Un joven recoge la herencia de los Contemporáneos, de Neruda y del grupo español de 1937 y le añade un acento nuevo, único, la mirada con la que toda generación se apropia de un mundo que no existió antes ni volverá a ser nunca.
Las ruinas de la luz y de las formas
glorifican, Amor, tu densa sombra,
la sombra en que se agolpan mis latidos,
árbol vivo en relámpagos crecido, ante
el rumor confuso de los suyos.
La única objeción formal que puede hacerse a la estrofa es la semirrima entre “latidos / crecido”. Por lo demás, la frase con que la mayor naturalidad se hace verso y el tono que se establece desde la primera línea muestran la presencia indiscutible de un poeta. Rimbaud es Rimbaud y nunca habrá nadie como él. Pedro Henríquez Ureña pensaba que no hay Mozarts en poesía. Se requiere una larguísima práctica para empezar a escribir de verdad poemas. Paz debió de haber estado de acuerdo. Consideró su principio L49 de sus 35 años, aunque a los 19 había publicado un cuaderno, Luna silvestre, del que no quiso acordarse. (Para su consternación Julio Caillet Bois incluyó Luna silvestre en su Antología de la poesía hispanoamericana.)
35 años fue también la edad que necesitó Borges para escribir la prosa por la que es admirado. En cambio, como se ve en Primeras letras, la prosa juvenil es casi tan buena como la de sus últimos años. De él podría decirse que no necesitó aprender, nació sabiendo cómo hacer prosa. En cambio tuvo que recorrer un largo camino, por lo menos siete cuadernos, para convertirse en un gran poeta.
La opinión suena a escándalo. En todas las culturas y en todas las personas ¿no es la poesía lo espontáneo, lo natural, lo más relacionado con el primer ritmo que todo ser humano escucha desde antes de nacer: el latir del corazón de su madre? ¿No es la prosa el resultado de un enorme proceso de civilización, no sostiene todo el pensamiento y el conocimiento, al punto de que si la prosa desapareciera se vendría abajo cuanto hace posible nuestra convivencia?
Sólo se me ocurre una hipótesis: la poesía juvenil de Paz es hasta La orilla del mundo (1942), su primera recopilación, tan buena como la de sus compañeros Efraín Huerta y Rafael Solana. Sólo siete años después en L49 se vuelve el mejor poeta de Taller. L49 corrige, reescribe, canibaliza, aumenta, disminuye, critica y exalta A la orilla del mundo, que se convierte así en el primer borrador o en el palimpsesto de lo que ahora conocemos como Obra poética. La colección de 1942 recoge el cuaderno que le da título y “Primer día”, “Bajo tu clara sombra”, “Raíz del hombre” y “Noche de resurrecciones”. De modo que L49 es en realidad otro libro dominado por los textos escritos tras la salida de México en 1943. No en vano comienza con el poema en prosa llamado, para complicarnos aún más las cosas, “Libertad bajo palabra”, y acaba con el principio de La estación violenta, cumbre, con Muerte sin fin, de la poesía mexicana en el siglo XX.
Un rasgo de Paz que nadie puede negar ni discutir es su pasión absoluta por la poesía, una entrega de más de 70 años que no sucumbió a la indiferencia ni a la hostilidad como tampoco a la fama y sus posibilidades destructivas. La revelación por Anthony Stanton de la Correspondencia con Alfonso Reyes muestra lo que ahora ya nadie imaginaría: las increíbles dificultades para publicar L49.
Aunque Paz colaboraba en Sur desde 1938, Victoria Ocampo no se arriesgó a incluir en su editorial un libro que hoy se vende cada año por millares y hace medio siglo no ofrecía posibilidades de siquiera recuperar la inversión. Otros son los méritos de Guillermo de Torre, pero el autor de Literaturas europeas de vanguardia y cuñado de Borges fincó una marca difícil de superar: como lector de editorial rechazó nada menos que Residencia en la tierra, Libertad bajo palabra y La hojarasca.
En el México de la prosperidad alemanista la única manera de publicar L49 fue la ideada por Reyes: incluirlo en la serie Tezontle que entonces era una línea fantasmagórica de El Colegio de México. Se hacía con papel sobrante de las ediciones “serias”, el autor financiaba la impresión y el fce se encargaba de distribuirlo. Paz no tenía dinero. Todo indica, aunque Reyes tuvo la elegancia de no decirlo, que él pagó de su bolsillo, no del presupuesto del Colegio, el libro de su joven amigo. La edición de 1,100 ejemplares, cuidada por Joaquín Diez Canedo y Francisco Giner de los Ríos, con una viñeta de Ricardo Martínez, tardó mucho en agotarse. Diez años después, Gabriel Zaid todavía pudo hallar L49 en la Librería Zaplana.
Como persona Octavio Paz debe haber tenido todos los sufrimientos que son la materia misma de la existencia humana. Como poeta fue siempre afortunado. La vida se combinó para darle el talento que nada sirve sin el saber y el saber que nada sirve sin aquél, para ponerlo en el sitio preciso, en el momento exacto, y hacer que se encontrara con quien debía. Por ejemplo, al derribar los valores tradicionales a los que responsabilizaba de la Primera Guerra, la vanguardia hizo que pocos adolescentes de su generación se interesaran por la literatura del pasado. Él creció en la “biblioteca de libros viejos” de su abuelo Ireneo Paz y a los 15 años había asimilado la literatura española en una experiencia sólo equivalente a la del niño Rubén Darío en la Biblioteca Pública de Managua. La mayoría de nosotros creemos que el castellano es la lengua que nos enseñaron en casa, no nos preocupamos por conocer las formas históricas en que ha encarnado y, ante el diluvio de novedades, jamás hallaremos el tiempo de acercarnos a autores como Jovellanos o Juan Valera, o a poetas como Campoamor y Núñez de Arce, que Paz se sabía de memoria.
Muy joven tuvo la oportunidad de aprender en los libros y en las conversaciones de los Contemporáneos, sobre todo de Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia y José Gorostiza. Durante el año en que vivió en México fue amigo cercano de Rafael Alberti, que así lo relacionó directa y personalmente con los poetas del 27 y con Neruda. La mirada crítica de Neruda intuyó en la lectura de Raíz del hombre al gran poeta que se gestaba e hizo que lo invitaran al Congreso de Intelectuales en Valencia. La experiencia española fue decisiva y en esos tiempos conoció también a Vallejo, a Huidobro, a Machado, a Miguel Hernández, a Malraux, e hizo amistad perdurable con Luis Cernuda. De vuelta a México abrió su revista Taller a los escritores del exilio republicano y se vinculó con otros intelectuales europeos que habían hallado refugio en nuestro país, sobre todo Victor Serge y Jean Malaqais. Empezó entonces su trato con Reyes, relación fundamental como demuestra el libro de Stanton.
Menos advertida pero igual de importante es la figura de Luis Cardoza y Aragón que trajo aquí la experiencia personal de la vanguardia francesa y en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios defendió la libertad del arte frente a las exigencias del partido.
El vínculo con la poesía norteamericana, empezando en 1867 cuando Ignacio Mariscal tradujo El cuervo y proseguido por Amado Nervo en la que es acaso la primera versión castellana de Whitman en la Revista Moderna de 1904, tuvo su primer impulso de posguerra en Salomón de la Selva y Salvador Novo. Los años de Paz en los Estados Unidos consolidaron una relación que ya no se ha interrumpido y deja su huella en la última parte de L49, “Puerta condenada”.
Lo demás se ha dicho mil veces y no es necesario repetirlo. Paz y el encuentro con los surrealistas y con Albert Camus. El paso por el Japón de donde salió, entre tantas otras cosas, su interés por el haikú. (Kazuya Sakai, que coordinó el número de Sur dedicado en 1957 a la literatura japonesa y tradujo en el Buenos Aires de los cincuenta al imprescindible Ryunosuke Akutagawa, fue en México jefe de redacción de Plural.) Los años de la India que produjeron Ladera Este, y su gran libro final sobre este país que es un continente y un mundo. Aunque Paz no conoció a José Juan Tablada , a las pocas semanas de su muerte escribió un ensayo que significó el rescate del viejo poeta por un miembro de la nueva generación y su ingreso en el canon de la poesía mexicana. Al borde de los cincuenta años el matrimonio de Tablada con la joven Nina Cabrera propició la renovación a que debemos Li Po, Un día y El jarro de flores. Este mismo efecto y a idéntica edad tuvo el casamiento de Paz en la India con la joven Marie José Tramini, compañera ejemplar tanto en los tiempos de gloria como en el último año terrible de su enfermedad.
La poesía tiene un lado estremecedor: sólo dice su última palabra desde la muerte. Sólo la muerte le da al poeta su verdadera autoridad o lo deslegitima para siempre. Nunca antes habíamos podido leer a Paz como lo hacemos ahora cuando su obra poética aparece como un solo libro y un presente perpetuo. En él se muestra con toda claridad el sentido de los cambios textuales: no fue arrogancia ni modestia sino el deseo de servir a la poesía. El poeta que privilegia su persona no tacha, no corrige, no enmienda lo que ya publicó. Su texto adquiere la fijeza del libro sagrado en que nada puede sobrar ni faltar. Quien por el contrario privilegia a la poesía recuerda siempre la advertencia de Valéry: no hay poemas terminados, sólo poemas abandonados antes de que dijeran lo que de verdad querían decir.
No sabemos qué exigirán de la poesía las sucesivas posteridades del siglo xxi. La única certeza es que sus juicios serán muy diferentes de los nuestros. Pero sean cuales fueran, y gracias a lecturas que hoy aún están fuera de nuestro alcance, la poesía de Octavio Paz permanecerá.
Hace medio siglo la primera Libertad bajo palabra zarpó en una travesía culminada ocho años después con “Piedra de sol”. No es sólo uno de los grandes poemas de nuestra lengua y del siglo xx sino también la refutación de lo que pensó Poe: no existe el poema extenso, sólo hay combinaciones de poemas breves sumados en una unidad mayor. “Piedra de sol” es un solo bloque, una sola frase, un fluir que se encadena hasta dar vuelta sobre sí mismo y fundirse en la imagen primordial de la eternidad como la vio Eliot: el punto fijo del mundo que gira, lo inmóvil en medio del movimiento perpetuo. Toda la poesía de Paz hoy se nos aparece encarnada en un instante que no acaba de transcurrir. La ilumina la misma luz del Valle que encendió sus primeros versos de 1930 y lo acompañó en su despedida pública en Coyoacán, el 15 de diciembre de 1997. Mientras arda esa hoguera la noche no caerá del todo sobre México. –