Sólo lo difícil es estimulante

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No hace falta mucho, Alfonso, para que tú y yo nos pongamos a conversar; si se trata de poesía, hace falta menos, todavía. Así que abro el fuego, rompo el turrón o rompo el hielo, o digámoslo con cualquier otra metáfora que se nos ocurra para decir: comienzo. (¿Cómo será abrir el fuego, dicho sin sesgo bélico? Aquí en México hay un poeta, Marco Antonio Montes de Oca, que haría maravillas con ese tema: “abrir el fuego”, ¿o las ha hecho ya?)
     Eso de “romper el turrón” siempre me trae a la memoria a José Lezama Lima por su elogio habanero de ese dulce prodigioso, toledano como Garcilaso: “culto de la miel y la almendra entrecruzando sus potencias unitivas en el juramentado trono del turrón.”
     Garcilaso de la Vega, José Lezama Lima: ¿a quién le importan? A nadie, a casi nadie; o bien a nosotros, caray, miembros —globalizados a fuerza— de la “inmensa minoría” de la cual hablaba tu querido Juan Ramón Jiménez, de quien sé que preparas una edición de la correspondencia para la madrileña y legendaria Residencia de Estudiantes.
     Juan Ramón y Lezama Lima —a quien yo llamo Lince de Trocadero— tuvieron un diálogo fantástico hace ya muchos años. Yo quiero ver este diálogo nuestro, guardadas todas las diferencias que a cada quien le plazcan, como una nota a pie de página a aquella conversación histórico-poética, como un escolio o “comento” a todo lo que ha estado sucediendo entre nosotros (España, América Latina) desde el siglo XVI.
     Dialogar, conversar, platicar. Y una palabra tremenda, que establece un juego de claroscuros con la poesía: la palabra “civilización”, malamente zarandeada por el profesor Huntington.
     No conozco los mecanismos por medio de los cuales se establece un “diálogo civilizador” —supongo que debe ser algo muy bueno—, y me temo que aprenderlo me costaría enormidades. Eso está o estaba bien para los “hombres universales”, como don Alfonso Reyes o aquel filósofo del doble apellido —¿cuál de los dos?, pregunta uno siempre cuando de él se habla en la Asamblea o en la Sobremesa— al que los malignos llaman Primero de España y Quinto de Alemania.
     Me temo que ni tú ni yo somos “hombres universales”. Me felicito sotto voce por ello; opino cuanto antes que nuestro diálogo posible no pasará a formar parte de ninguna Civilización.
     Falta preguntar si una conversación sobre poesía es “civilizadora”. ¿No será más bien “anticivilizadora”? Lo digo porque hay algo en la poesía que continuamente se desafilia, se desmarca, es una deriva adversaria: dice no, insiste en la negatividad —y no me refiero solamente, con esto, a la famosa tristeza de los poetas líricos. Hablo de los lenguajes que la poesía pone en movimiento, echa a andar, y que suelen diferenciarse tajantemente —por su talante, por su mente, por su tajo de soledad y sal en las mentes— de los “discursos” comunes.
     Aquí está el asunto: no hay nada común en la poesía, y al mismo tiempo sus materiales, palabras y palabras (words, words, para la desesperación de los polonios civilizados), son el más evidente patrimonio común. ¿Qué opinas?
     Quedo en espera de tu respuesta. –
     — DAVID
      
     Barcelona, 7 de noviembre
     Me inclino a seguir con las metáforas “bélicas”, David, para responderte. Has abierto fuego en tantos “frentes” y tan apasionantes —y hay tanto de qué hablar—, que temo perderme en el “fragor de la batalla”. Permíteme, pues, que me ciña por ahora a tu última y shakespeareana pregunta. Sí, tienes razón, definitivamente hay demasiados polonios civilizados, desorientados ante las palabras enajenadas y necesarias de Hamlet o de la poesía. La trampa de las palabras está en considerarlas sólo como “vehículo” de conceptos. Así, paradójicamente, su uso cotidiano es lo que más nos aleja de ellas, de su capacidad de decir, de contener. Es como si hubiésemos reducido su poder y viviésemos recluidos en el ámbito cerrado que les hemos dado, encerrados en su “utilidad”. O dicho de otro modo, las palabras han llegado a nosotros, sí, pero hemos olvidado su camino: hablamos con palabras sin memoria. Por eso creo que la función principal del poeta sigue siendo, como dijo Mallarmé, devolverle el sentido a las palabras de la tribu. No hay en ello, en mi opinión, “voluntarismo”, sino necesidad, o si se quiere, “fatalidad”. No sé qué opinarás tú al respecto, pero para mí la polémica entre hermetismo y claridad en poesía es absurda. El poeta verdadero —o simplemente el poeta que lo es— responde a una necesidad, a una relación profunda con la vida y, en ella, con el lenguaje —al que se entrega con todo su ser— que no admite criterios simplificadores de facilidad o dificultad. Me identifico, en ese sentido, con el asombro —¡y el desengaño!— de Paul Celan al constatar, con pesadumbre, que muchos críticos consideraban su poesía “hermética”. –
     — ALFONSO

México, 10 de noviembre
     Entro de lleno en el asunto de la querella entre la claridad —la claridad chirle, espuria— y el hermetismo. Me parece la discusión de mayor relieve entre nosotros desde 1613, año en que comenzaron a circular las Soledades gongorinas (y ya sabes cuán aficionado soy a la poesía de don Luis). Del expediente abultado de la estruendosa polémica, saco esta exclamación del buenazo de Francisco Cascales: “¡Harta desdicha que nos tengan amarrados al banco de la obscuridad solas palabras!” (El tal banco de las solas palabras es el de los remeros galeotes, claro.) 340 años después, más o menos, un poeta mexicano, el gran José Gorostiza, parodiaría, no sé si voluntariamente, a Cascales: “cuando se les coloca [digo yo, en 2004, a cascales de cada caso] frente a una obra maestra de la poesía —si no la entienden— sienten su propia deficiencia como un insulto personal del autor. ¡Supercherías! ¿Cómo se puede engañarlos, a ellos, con palabras?” (“Notas sobre poesía”, 1955). El asunto tiene sus resonancias y sus consecuencias, cómo no. Ante las palabras, patrimonio común, los polonios y cascales resultan más que refractarios: se indignan, se mesan los pelos. ¡Que no les vengan a decir que eso es poesía! Lo niegan categóricamente, ya sea que se les ponga frente a un poema de Paul Celan, de Góngora, de Gorostiza, de Gerardo Deniz. Pero eso es precisamente la poesía, quiero decir: la mejor, la que de veras vale la pena. “Sólo lo difícil es estimulante” escribió para siempre José Lezama Lima, a quien vuelvo en esta conversación, Alfonso. ¿Y la vena mallarmeana de Juan Ramón, y el tenue y simpático gongorismo de Rubén Darío, señalado con diáfana sencillez por Antonio Gamoneda? Aquí lo dejo, en espera de tu respuesta. –
     — DAVID

Barcelona, 11 de noviembre
     De esa “estirpe” que vas creando, David, la de los polonios y los cascales, encontraríamos verdaderas perlas “actuales”, al menos en este costado; pero prefiero no entrar todavía en la anécdota, por ilustrativa que pueda ser de un estado de cosas, y centrarme por ahora en el porqué de la incomprensión. La cita que haces de Gorostiza es perfecta para lo que nos ocupa. La “acusación” de oscuridad ante poemas como Muerte sin fin sólo tiene sentido, en mi opinión, para la inteligencia no poética. ¡Pobre Cascales! La pretensión de la razón discursiva de explicar —o explicarse— la poesía lleva en sí una contradicción en los términos, pues, como Maurice Blanchot señaló con lucidez, “lo que el poema significa coincide exactamente con lo que es”. El poema se escribe desde su propia exigencia inmanente, sus palabras no son para el poeta ni intercambiables, ni traducibles, ni tampoco “oscuras” o “claras”; responden a una necesidad interna de la propia creación. El poeta no busca ser difícil o sencillo, sino fiel a esa exigencia del poema en el que está inmerso. Y es ahí donde está la dificultad, o la oscuridad: en el proceso. Hay un texto maravilloso de San Juan de la Cruz, en sus comentarios en prosa a su poesía, que no quiero dejar de citar aquí: “… el que va sabiendo más particularidades en un oficio o arte, siempre va a oscuras, no por su saber primero, porque si aquél no dejase atrás nunca saldría de él ni aprovecharía en más.” ¿Y sabes cuál es el verso que San Juan está comentando en esas líneas? “A oscuras y segura”. Yo creo que detrás de todo gran poema, en su génesis, está ese verso. El poeta verdadero “siempre va a oscuras”, independientemente de que el poema resulte luego, para el cascales de turno, claro u oscuro, luminoso o perfectamente tenebroso. –
     — ALFONSO

México, 16 de noviembre
     “… y segura”. De mil maneras no hemos salido de 1613, aquí, allá. Con agregados infames, como escribir “sobre lo propio”, una de las estribaciones de la corrección política. En México padecimos esa monserga con las polémicas de los años treintas entre los nacionalistas y los “cosmopolitas”, en especial el grupo de Contemporáneos, a quienes bien conoces, grupo sin grupo al que pertenecía Gorostiza, según yo el más grande poeta que hemos tenido por acá en muchos años. No sé, la verdad, cómo ande la poesía española en estos tiempos; estoy en pleno anacronismo, leyendo a Gil de Biedma, a Claudio Rodríguez y asomándome a los poemas del ya mencionado Gamoneda y al artífice extraordinario que es el otro Antonio, el andaluz, granaíno por más señas, Antonio Carvajal.
     Escucho por ahí algunas opiniones desfavorables; lo curioso es que lo que dicen de la poesía española puede muy bien aplicarse a una porción considerable de la poesía mexicana que alcanzo a leer en suplementos, revistas y hasta libros completos. Cierto conformismo, cierto adocenamiento y una increíble falta de ambiciones; dicho de otra manera: extraño, por lo menos acá en México, una voluntad de hacer las cosas en grande, y no me refiero con eso a la extensión (el poema largo o de largo aliento), sino sencillamente a la seriedad para plantearse problemas interesantes, difíciles, y tratar de resolverlos con esos materiales frágiles de la poesía sobre los que hemos venido escribiéndonos estos renglones. Estoy persuadido de que vivimos tiempos en que la seriedad es una de las cosas peor consideradas; mejor ser antisolemne, populachero, facilito de entender, qué sé yo. ¿Y en España? Dejo esta pregunta a tu disposición, sin especiales deseos de que hagas un diagnóstico o esboces un panorama, sino pidiendo, sencillamente tu opinión. –
     — DAVID
      
     Barcelona, 17 de noviembre
     Tu invitación, David, a hablar de la “actualidad” indica, fatalmente, que nuestra conversación va acabando, al menos por ahora. Lo cierto es que yo preferiría seguir hablando, en esta particular tertulia virtual y silenciosa, sólo de poesía; “hablar de poesía, prescindiendo de los poetas, será quizás la única forma de entendernos”, le decía Juan Ramón a Lezama en el maravilloso coloquio que tú citabas al principio.
     Por empezar bien este capítulo que nos acaba, te diré que en la poesía española moderna hubo, como bien sabes, un periodo magnífico: el de los años veinte y treinta. No una generación, sino casi un estado de gracia, una luz en la que confluyen la generación de Unamuno, Valle-Inclán o Machado y la de Juan Ramón Jiménez o Ramón Gómez de la Serna, con la de los poetas jóvenes de la generación del 27, coetánea de la de Contemporáneos en México. Pero la Guerra Civil Española acabó cruelmente con todo, apagó esa luz, que, en mi opinión, desde entonces no hemos sabido recuperar. La mejor poesía muere —déjame subrayarlo en esta época de global conservadurismo— asesinada (García Lorca, Miguel Hernández), o exiliada de nuestro país para morirla en el otro costado (Juan Ramón Jiménez, Luis Cernuda, Emilio Prados, Juan Larrea, Pedro Salinas…). Para mí es evidente, por tanto, que tras la guerra civil la mejor poesía española se escribe fuera de España, y que quien va más lejos es, precisamente, el poeta que en los años veinte estuvo en la raíz de su renovación; me refiero a Juan Ramón Jiménez y a la plenitud final que alcanza su poesía escrita y publicada en América, y neciamente ignorada durante décadas en España.
     Gracias a Juan Ramón no se rompe del todo, además, el diálogo de la poesía española con la hispanoamericana, que él mismo inició a principios de siglo con quien siempre consideró su maestro, Rubén Darío, y que siguieron luego, entre otros, Lorca con Neruda, Huidobro con Diego, o Larrea con César Vallejo. El diálogo de Juan Ramón con Lezama y los poetas jóvenes cubanos durante su estancia en Cuba entre 1937 y 1939, su colaboración en revistas mexicanas como Taller, El Hijo Pródigo o Cuadernos Americanos —en la que publica a principios de los cuarenta los dos primeros fragmentos de Espacio—, o su viaje a Argentina y Uruguay en 1948, durante el que escribe Animal de fondo, son hitos ya, en mi opinión, de la historia de la poesía en nuestra lengua. Uno de los primeros en reconocerlo así fue, precisamente, un gran poeta mexicano: Octavio Paz, que es quien antes y con mayor lucidez supo darse cuenta de la dimensión de la obra última de Jiménez. (Entre paréntesis, te diré que figuras de la dimensión de Paz o de Lezama no las ha habido en España ni entonces ni después.) ¿Qué pasó, que ha pasado y qué pasa hoy en España? Todos los resúmenes son injustos, pero aun así creo importante subrayar que las líneas generales que han caracterizado la poesía de España en la segunda mitad del siglo xx vienen marcadas por un pertinaz y sombrío “realismo”, que poco o nada tiene que ver con la honda y compleja riqueza de lo real o de la propia poesía. Te daré sólo un ejemplo, pero suficientemente ilustrativo. En 1962 se publica en Barcelona una importante antología titulada Veinte años de poesía española (1939—1959), realizada por un conocido crítico, José María Castellet, muy cercano a Gil de Biedma y a otros poetas del momento. Castellet, entre otras cosas, deja fuera de la antología a Juan Ramón Jiménez por la “pérdida de vigencia histórica”, según él, de su obra última; pero lo que describe mejor incluso que ese hecho inexplicable la situación general de la poesía en España en esas décadas es que el crítico en el prólogo a dicha antología califique a toda la poesía de tradición simbolista —citando nada menos que nombres como Mallarmé, Valéry, Ungaretti o Eliot— como “irrealista y evasiva, formalista y esteticista”; y que frente a ella predique una poesía “de clara significación humana, escrita en lenguaje coloquial y llano”, que es, por tanto, la que se supone que se escribe entonces en España y que el antólogo para fortuna de todos reúne. En definitiva, otra vez Cascales, David, ¡pero sin oposición!
     Con el tiempo las cosas han ido cambiando poco a poco, pero no tanto en su orientación general —los nombres acuñados por gran parte de la poesía más reciente para su foto generacional hablan por sí mismos: “poesía de la experiencia”, “nueva sentimentalidad”, “poesía figurativa”…—, como en el hecho de que al margen de ésta, o incluso huyendo de ella, algunos poetas, en soledad, han creado una obra importante, sintiéndose a menudo más cerca del camino seguido por las artes plásticas en nuestro país (Tàpies, Chillida, Saura, Ràfols-Casamada, Barceló…), que por el de la poesía de sus coetáneos. Es el caso de escritores como Juan Eduardo Cirlot —todavía hoy tan desconocido—, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente —tan luminoso en su obra poética como en la crítica—, Antonio Gamoneda, al que antes has citado, y que hasta hace muy poco ha sido un poeta secreto y escondido, o del gran poeta catalán Joan Brossa, quien me decía, en una entrevista que le hice hace algunos años, y con una socarrona seriedad cuyo radicalismo añoro, que “la poesía en España le lleva cincuenta años de retraso a la pintura”. –
     — ALFONSO

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(Ciudad de México, 1949-2022) fue poeta, editor, ensayista y traductor.


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