Anecdotario de Henestrosa, Martínez y Soriano

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El escultor y pintor Juan Soriano, y los escritores Andrés Henestrosa y José Luis Martínez, decanos del mundo artístico e intelectual de nuestro país, fueron y son testigos privilegiados y actores de primera importancia de la vida cultural del siglo xx mexicano. A petición de Letras Libres, accedieron a compartir con nosotros sus recuerdos: anécdotas y nombres —Paz, Reyes, Villaurrutia, Neruda— que conforman, pieza por pieza, el álbum de la memoria nacional de un siglo literario.
Nuestros antepasados
Escritor de origen oaxaqueño, Andrés Henestrosa cumplirá 93 años en noviembre. Ahora pone la mira en 1919, para hablar de José Vasconcelos. Reproduce la huida de ambos en tren, de Guadalajara a Mazatlán, antes de 1917:

Lanzó el tren un silbato que rebotó en la tarde, en el horizonte, y volvió hecho eco a nosotros. Era la última luz. Vasconcelos se quedó viendo el paisaje. En medio de aquella desolación brotaba una florecita morada, como un inmenso jardín. Quedó callado un rato y dijo: “Andrés, ésa es el alma mexicana. Sobre el barro, sobre el cieno, de pronto el mexicano produce una frase, una palabra, que ilumina toda la oscuridad de nuestra alma“.
 
En efecto, Henestrosa tuvo el gusto de convivir con su admirado Vasconcelos. Éste, en alguna ocasión, le contó la siguiente historia, que el escritor recuerda al detalle:
 Cuando yo era secretario de Educación Pública de Eulalio Gutiérrez, en 1915, fuimos un día a comer a Xochimilco. Nos acompañaban Mariano Silva y Aceves, Ricardo Gómez Robelo, uno que mató a Tina Modotti, Martín Luis Guzmán y Julio Torri. Nos acordamos de la frase de Alfonso Reyes: “Viajero, has llegado a la región más transparente del aire“. Acoté: “Se discute si es de él o de otro la preciosa frase. Yo digo que no es de él porque donde aparece, en la primera edición publicada en Costa Rica, la frase está entrecomillada, y Reyes, un sabio gramático, conocía el uso de las comillas“. Todo mundo habló del posible origen de la sentencia de Reyes: que si estaba en Esquilo, en Humboldt, en Eurípides… Todos menos Eulalio Gutiérrez. El presidente, cuando acabamos de hablar, dijo: “Licenciados, ¿a que ustedes no se han fijado en una cosa? En que el paisaje mexicano huele a sangre. Eso vale más que la frase“ .Los verdaderos clásicos
El libro clásico de Henestrosa, Los hombres que dispersó la danza, fue dictado por él a quien fuera su protectora y amiga, Antonieta Rivas Mercado. “Ella“, cuenta,
 
me leyó en voz alta, traduciendo del francés, del italiano y del inglés, los libros clásicos, los libros que ahora están de moda y que compran los muchachos: Rilke, Kafka, Joyce, Kipling, Cocteau, Supervielle, D'Annunzio, O'Neil. Justamente la frase con que termina el Ulises criollo, “y mientras no termine mi cruel relato usted romperá mi corazón“, es de Vasconcelos, de modo que a mí no me salgan con Kafka, con Rilke, con Joyce, a quienes los muchachos copian vilmente. Grandes escritores, Vasconcelos, Reyes, Guzmán.
Maestros implacables: Paz y Villaurrutia
Entrañable amigo de Octavio Paz, al artista jalisciense Juan Soriano le resultó difícil la vida cultural capitalina que se respiraba en 1935. Tenía quince años cuando conoció a Paz, a instancias del escritor Rafael Solana:
“¿Tu no conoces a Octavio verdad?“, me dijo Solana. “¿Por qué no me acompañas a su casa? Estoy seguro de que Octavio se va a hacer amigo tuyo, y tú de él. Le va a gustar mucho tu pintura“. Me convenció y fui. En efecto, nos hicimos muy amigos. Octavio me empezó a hablar como si yo fuera una persona muy culta y más desarrollada de lo que era. Me presentó a muchos poetas del exilio: a Emilio Prados, a Bergamín, a Gaos, que era filósofo. Luego yo conocí a María Zambrano, que estuvo un tiempo en México. Conocí también a Cernuda, que se hizo amigo de Octavio y también mío. Era una persona muy interesante, aparte de un gran poeta.
 
Era la época de las parrandas ahogadas en alcohol, antesala de años decisivos para la carrera profesional de Soriano:
 
En la noche nos encontrábamos en diferentes lugares, sobre todo en el Tenampa.

En las noches me iba a emborrachar a esos lugares, hasta que un día dije: “se acabó“. Empecé a dedicar mucho más tiempo a dibujar o a pintar.
A los veinte o 25 años, este grupo de intelectuales me organizó una exposición. Fue en una galería de la Universidad, en el Centro Histórico. Tuve tanto miedo de dar la cara que no fui a la inauguración. Llegué tarde, y el rector me había hecho el favor de ir. Todos estaban muy enojados conmigo. Me dijeron que era un cobarde, que uno tenía que sostener su obra y estar presente. Tenían razón, porque si yo pintaba, en el fondo quería que alguien viera mis cuadros.

 
Tanto Paz como Villaurrutia, cuenta Soriano, le reclamaron su ausencia. El primero, dice,
 
regañaba de manera más abierta, me ilustraba. Villaurrutia era muy inteligente, muy gracioso y muy mordaz, como toda la gente muy inteligente. Con una palabra que me decía, estaba yo una noche sin dormir.
Pellicer y el legado del exilio
Soriano dibuja con la memoria al poeta Carlos Pellicer, con quien convivió y al que no duda en reconocer como responsable parcial de su formación: 
Pellicer fue un gran amigo mío. Me llenó la cabeza de Grecia y de Europa, y me describía las ruinas. Me invitaba mucho a su casa y me llevó por primera vez, con un grupo de muchachos, a Tepoztlán. Luego nos ponía nombres, nombres célebres. Decía: “Sí, querido Shakespeare“, o “querido Víctor Hugo“ o “querido Cuauhtémoc“.La separación de Paz y Neruda
En la conocida separación de Paz y Neruda, en los cuarenta, José Luis Martínez tuvo el incómodo papel de mediador frustrado. Recuerda:
 
Neruda era muy borracho y le gustaba una exclusividad absurda de sus amigos. Entonces, Octavio publicó en El Hijo Pródigo unos sonetos de José Bergamín, que era amigo de todos ellos, pero había peleado con Neruda. Neruda le exigió a Octavio que los quitara. Éste se negó.
Al poco tiempo hubo una comida para Pablo. Le fui a decir que estaba mal que estuviera peleado con Octavio. Y dijo: “Sí, está bien, me voy a contentar con él“. Entonces le pregunté si podía invitar a Octavio a la comida para que se saludaran. Aceptó. Así, fuimos a la comida y nos acercamos al fondo, donde estaba Pablo. Éste se levantó, medio borracho, y le tomó la camisa por el cuello a Octavio, hasta que se rompió. Le dijo: “Tu conciencia no está tan limpia como la camisa“. Se armó un desorden. Pellicer repetía: “Pero Pablo, pero Pablo“. Nos fuimos a un bar, a tomar medias de seda. Después escribimos contra Neruda, en Letras de México.
El buen calor de la vieja amistad
Las muertes de José Gorostiza, en 1973, y Jaime Torres Bodet, al año siguiente, guardan para José Luis Martínez una relación dolorosa:
 
Pepe Gorostiza era un hombre fino, muy discreto, atento. Cuando, ya viejo, estaba por morir, se puso muy mal. Me dijo Torres Bodet, que lo fue a ver: “¿Supo cómo murió el pobre Pepe? Aquel hombre, que fue pura inteligencia, era un ser babeante y estúpido. Tenemos que evitar llegar a eso“. Poco después Jaime se suicidó. No quería llegar a la situación de Gorostiza.
 
De paso, Martínez recuerda una “situación miserable“. El poeta Bernardo Ortiz de Montellano vivía con una señora americana. Muy enfermo, lo visitó un confesor. Apenas se podía comunicar mediante algún apretón de manos o algo así. El confesor le condicionó la absolución final. Sólo la expendería si, en caso de que mejorara, prometía abandonar a la señora: “El pobre tuvo que decir que sí, con su apretón“.
 
De los últimos tiempos de Paz, Martínez guarda un recuerdo querido, aunque doloroso:
 
Quise mucho a Octavio. La última cosa con él fue especial. Siempre me han dicho que tengo las manos frías. Mi nana me decía siempre: “niño, tienes las manos frías y el corazón caliente“. La cosa es que cuando fui a ver a Octavio, ya muy enfermo en su silla de ruedas, le puse la mano en el hombro y él puso su mano encima. Me dijo: “el buen calor de la vieja amistad“. –

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