Aztlán: ruta de venida y de regreso

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Muchos antiguos relatos en náhuatl hablan de Aztlán (Aztlan), “Lugar de garzas”, y de Chicomóztoc, “El de las Siete Cuevas”, como lugar y patria de origen de los mexicas o aztecas, ubicado por ellos en el norte. Escuchamos la antigua palabra:

 

Ínic hualquixóhuac Teocolhuacan Aztlan ca tel mochi nican móttaz.

Así salieron del antiguo Colhuacan, de Aztlan, todo esto aquí se verá.

Los nahuas pensaban además que Aztlán-Chicomóztoc no había desaparecido. En tiempos de Moctezuma (Motecuhzoma) Ilhuicamina, a mediados del siglo XV, su consejero Tlacaélel le propuso enviar una expedición a ese lugar. Según lo refiere el cronista Diego Durán con apoyo en antiguos testimonios, los embajadores de Moctezuma llegaron a Aztlán. Allí se encontraron con Coatlicue, la diosa madre del poderoso Huitzilopochtli. De regreso, informaron a Moctezuma Ilhuicamina:

Señor, nosotros hemos cumplido lo que nos mandaste y tu palabra se pagó con haber visto lo que deseabas saber, y hemos visto aquella tierra de Aztlan y de Colhuacan, donde habitaron nuestros padres y abuelos y traemos de aquellas cosas que allá se dan y crían.

Fue ése un viaje a Aztlán, realizado en el mito por descendientes de quienes mucho antes habían salido de ese lugar. Aquel paraje no era tierra habitada por gente de cultura primitiva. Los enviados de Moctezuma probaron esto presentándole:

Sartas de mazorcas frescas y las sartas de semillas y rosas, de todas diferencias que en aquella tierra se crían, y tomates, chile y mantas de fibra que aquella gente las criaba y bragueros.

Hasta aquí hemos escuchado la palabra del mito: salida y retorno, evocaciones siempre de Aztlán, “Lugar de las Garzas”, Chicomóztoc, “El de las Siete Cuevas”, y también Culhuacan, “El Cerro Encorvado”.

Oigamos ahora la otra palabra. La de los arqueólogos y etnólogos, a partir de los trabajos pioneros en el Noroeste de México de Carl Lumholtz entre 1894 y 1897, seguidos por los de Manuel Gamio en 1908-1909, y ampliados en el Suroeste estadounidense por un gran número de investigadores, entre ellos Emil W. Haury, Carl Sauer, Charles Kelley, Charles C. DiPeso y muchos más.

Es verdad que todos ellos coinciden en que hay mucho por investigar en relación con ese Norte, o mejor Noroeste, acerca del cual la palabra del mito dice que de allí salieron los mexicas y otros pueblos hablantes del náhuatl. Pero también es cierto que todos coinciden en algo muy importante. Afirman que, desde los tiempos de Teotihuacan (siglos III-VIII d.C.), y aun desde antes, más allá de la gran zona cultural de Mesoamérica, situada en el centro y sur de México, muchos habitantes de esas tierras norteñas participaban en importantes logros culturales de los mesoamericanos.

Esto lo afirman por la evidencia de sus hallazgos arqueológicos y etnológicos. Desde algunos siglos antes de la era cristiana, la cultura del maíz había penetrado más allá de Mesoamérica, en el norte de México y en Nuevo México, Arizona y California. Asimismo han comprobado la producción de cerámica y el tallado de la piedra en pequeñas esculturas, también desde antes del primer milenio después de Cristo. El cultivo del algodón fue otro desarrollo asimilado de Mesoamérica en fechas tempranas. Gente de cultura Hohokam y Anasazi, en Arizona, y los Zunis, Hopis y otros indios Pueblo tenían un temprano urbanismo y juegos de pelota desde unos ochocientos años también después de Cristo. Notable hallazgo arqueológico en el área Hohokam fue el de una escultura del tipo de los Chac Mool, deidad de la lluvia en Mesoamérica. Los que allí vivían hilaban y producían textiles, así como adornos de plumas. Una gran riqueza de piezas de cerámica policromada, halladas en sitios como Casas Grandes, en Chihuahua, y en muchos otros lugares al norte, dan testimonio del refinamiento alcanzado por los habitantes de Aztlán.

Provenientes ya del segundo milenio d.C., numerosas campanitas de cobre han aparecido asimismo en lugares de lo que son hoy el Suroeste estadounidense y el Noroeste mexicano. Todo esto es prueba de que existía un intercambio comercial con Mesoamérica.

Veamos ahora lo que la etnología nos revela. Hay una clara relación entre deidades mesoamericanas y norteñas, como los kachinas y la efigie de Tláloc, la serpiente emplumada con cuernos y Quetzalcoátl, la idea de los rumbos cósmicos asociada a diversos colores, y numerosos rituales, entre ellos ciertas danzas y otras ceremonias.

Las investigaciones lingüísticas son también elocuentes. Gracias a la glotocronología sabemos que la familia yutonahua comenzó a diferenciarse y a dispersarse desde el tercer milenio a.C., en una región cercana a los límites de Arizona y Sonora. Muchos de los grupos hablantes de lenguas yutonahuas quedaron en el Suroeste estadounidense, y otros entraron en el Noroeste mexicano y hasta el centro de México. Entre los primeros están los luiseños, cupeños y monos, y otros en California, y los hopis y págagos en Arizona, y algunos más en Nuevo México, así como en el noroeste mexicano, entre otros, los ópatas, yaquis, tarahumaras, tepehuanos, coras y huicholes. Los nahuas se asentaron en diversos lugares desde el sur de Durango, Zacatecas y Sinaloa hasta el centro de Mesoamérica y otras regiones del sur. Por otra parte, no debe olvidarse la presencia de pueblos no yuto-nahuas, como los de las familias atapascana (navajos y apaches) y de la hokana (cucapás, seris y las varias ramas de los pai), no pocos de ellos presentes hasta hoy en ambos lados de la actual frontera internacional.

La lingüística es así otra prueba de la interrelación de los yuto-nahuas, desde la mítica Aztlán hasta el centro de México. Las rutas de intercambio de los pochtecas o mercaderes habían contribuido a su expansión cultural en las tierras norteñas. El camino a Aztlán había sido ya recorrido y lo seguiría siendo por siglos, hasta ahora mismo, tanto de venida como de regreso.

Dos valiosos testimonios
Como vimos, la palabra de los investigadores ha iluminado la palabra del mito. Es curioso, a la luz de esto, que incluso entre algunos de ellos ha perdurado el propósito de identificar geográficamente la ubicación precisa de Aztlán-Chicomóztoc. Unos se han inclinado a situarla en la laguna de Mexcaltitlan en Nayarit, otros en Guanajuato, o en La Quemada y Chalchihuites, en Zacatecas.

Más sabio ha sido situar la palabra del mito en lo que algunos llaman el Gran Suroeste estadounidense, y otros señalamos el Gran Noroeste mexicano. Dos cronistas de estirpe náhuatl, uno de fines del siglo XVI y el otro de principios del XVII, hablaron ya de esto. Hernando Alvaro Tezozómoc (c. 1530-1610), nieto de Cuitláhuac —el sucesor de Moctezuma II— y autor de la Crónica mexicáyotl, escribió en náhuatl acerca de la venida de los mexicas a lo que llegó a ser México-Tenochtitlan:

Los mexicas allá estaban en un gran altépetl, “agua, monte”, pueblo. Era Aztlan, Chicomóztoc, Lugar de Garzas, El de las Siete Cuevas, que se hallaba allá, tal vez muy cerca, muy junto de las grandes orillas, las grandes riberas que los españoles llaman ahora Yáncuic Mexihco, Nuevo México […] En el año 12-Caña (1057) entonces salieron de Aztlan Chicomóztoc los viejos mexicas chichimecas […] entonces ya vienen, caminan hacia acá a pie.

A esa gran tierra, a la que habían penetrado ya varios españoles siguiendo las noticias de Fray Marcos de Niza, dio tal nombre Juan de Oñate precisamente porque pensó que podía rivalizar en riqueza con México.

El otro cronista, descendiente del rey poeta Nezahualcóyotl, Fernando de Alva Ixtlilxóchitl (c. 1578-1650), dejó a su vez, en su Historia de la nación chichimeca, el siguiente testimonio al hablar de origen de los tezcocanos:
 

Ya era el año 1011 de la encarnación de Cristo Nuestro Señor cuando llegaron la nación de los aculhuas […] Y, según sus historias, parece vinieron de la otra parte de aquel mar mediterráneo [interior] que llaman Bermejo que es donde caen las Californias.
 

No sabían Alvarado Tezozómoc ni Alva Ixtlilxóchitl que, al vincular a sus antepasados con Nuevo México y California, escribían el acta que confirmaba una relación para siempre perdurable. Así ha sido en efecto, y ello a pesar de muchos aconteceres. Entre otros, uno que no debe soslayarse: el hecho de que Nuevo México y California quedaron separadas de México en 1848 por una línea internacional. Tampoco sabían que la relación intercultural entre esas tierras norteñas y el centro de México era muchísimo más antigua, a partir de la difusión de la agricultura desde Mesoamérica al Septentrión, en el primer milenio antes de la era cristiana.

Nahuas y españoles se adentran en Aztlán
La historia de esta nueva entrada incluye capítulos que despiertan fascinación. Comencemos con el recorrido que hizo Álvar Núñez Cabeza de Vaca, entre 1528 y 1530, acompañado por el negro Estebanico, tras haber sido aniquilados en la Florida los españoles que comandaba Pánfilo de Narváez. Las noticias que llegaron a la capital de la Nueva España movieron al virrey Antonio de Mendoza a enviar una expedición en la que Fray Marcos de Niza salió al frente, acompañado por Estebanico y otro fraile y un grupo de indios. La expedición partió de Culiacán en Sinaloa y, tras cruzar Sonora, penetró en territorios de Arizona y Nuevo México. Allí tuvieron noticia de pueblos que dijeron se llamaban Cíbola, Quivira y otros. En su relación diría más tarde Fray Marcos que “Cíbola es más grande que la ciudad de México”.

La ruta a Aztlán, abierta de nuevo, prenunciaba la atracción que ese Noroeste habría de ejercer para siempre. A la expedición de Fray Marcos siguieron otras, todas ellas reveladoras de la inmensidad del Septentrión americano. Recordemos al menos las exploraciones enviadas por Hernán Cortés, a partir de 1531, a la que hoy se llama Baja California, su estancia allí en 1535 y la posterior navegación de Francisco de Ulloa hasta las bocas del río Colorado. También, como en rápidas imágenes de un video, evoquemos las salidas, esta vez por órdenes del virrey Mendoza, de Hernando de Alarcón, por mar, hasta la confluencia de los ríos Colorado y Gila, y de Francisco Vázquez de Coronado por tierra, avanzando aún más que Fray Marcos de Niza. Con ojos asombrados, los indios nahuas, y otros que participaron en estas expediciones, daban nueva vida a la ruta de Aztlán.

A esto siguieron los establecimientos, en algunos casos transitorios y en otros permanentes, aunque a veces interrumpidos por rebeliones de los indios. La Alta California había sido descubierta por Juan Rodríguez Cabrillo en 1542. La conquista de Nuevo México, que entonces comprendía Arizona y otras regiones, la realizó Juan de Oñate. Y aunque años después, en 1680, ocurrió allí la gran rebelión de los indios Pueblo, el retorno de los españoles con sus aliados nahuas significó la renovación de la ruta de Aztlán. El destino de esa gran región volvería a unirse al de una Mesoamérica que, en parte, comenzaba a hispanizarse.

De esa entrada hispanomesoamericana quedaron huellas que han sido imborrables. Entre ellas están, como símbolo y realidad, numerosos nombres de lugar en español y también algunos en náhuatl. Muchos de ellos están ligados a las misiones cuyos edificios hasta hoy se yerguen con su bella arquitectura, retablos y pinturas, como parte muy significativa del patrimonio cultural del Suroeste. En California son muchas, desde San Diego hasta San Francisco y, como establecimiento secular, Los Ángeles; y también perduran Tumacácori y San Xavier del Bac, en Arizona, así como el cordón misional a lo largo del Río Bravo (o Río Grande), en Nuevo México. Más allá, dos importantes estados ostentan nombres españoles: Nevada y Colorado. Llamados por una sierra y un río, mantienen viva, como otros muchos accidentes geográficos, esa otra antigua presencia. En cuanto al náhuatl, sólo traeremos a la memoria un nombre en esa lengua, el de Analco, que significa “al otro lado del agua” o “del río”, aplicado a un antiguo barrio de Santa Fe, en Nuevo México. Desde luego que, de la presencia hispanomesoamericana del período virreinal, perduran allí también los descendientes de muchos miles de colonos procedentes de México.

Dos siglos de ires y venires entre México y el Suroeste: Mesoamérica y Aztlán

Al consumar México su independencia en 1821, quedaron bajo su jurisdicción todos los territorios que formaban parte de la Nueva España y, por consiguiente, un grandísimo Norte y el gran Noroeste. Desde años antes (1819), España y Estados Unidos, con el Tratado Adams-Onís o Transcontinental, habían establecido una frontera internacional. Los territorios que hoy integran, completos, los estados de California, Nevada, Arizona, Nuevo México, Utah y Tejas, más gran parte de Colorado, y una pequeña parte de Wyoming, Kansas y Oklahoma, pertenecieron así a México.

Desde muy temprana fecha Estados Unidos, primero con sus colonos establecidos en Texas y luego por medio de propuestas de compra, manifestaron su propósito de anexarse lo que hoy es el Suroeste Americano. No es necesario recordar aquí cómo lo lograron. Basta con decir que fue por medio de una guerra de conquista entre 1847 y 1848. Pudo entonces pensarse que esa enorme extensión de tierras —cerca de dos millones de kilómetros cuadrados— iba a perder poco a poco su identidad cultural, la del antiguo Aztlán en alto grado mesoamericanizado e hispanizado.

Lo que pudo pensarse no ocurrió. Los estadounidenses que penetraron entonces, en avalanchas, y fueron convirtiendo en emporios lugares como Los Ángeles y San Francisco, no cambiaron los nombres de lugar, aunque impusieron desde luego el idioma inglés. Tuvieron enfrentamientos violentos con los antiguos grupos indígenas, especialmente con los navajos y los apaches. Los habitantes de origen hispanomexicano muchas veces se vieron aislados y empobrecidos. Pero los ires y venires por la Ruta de Aztlán no se interrumpieron.

A los no muy numerosos mexicanos que siguieron cruzando, a lo largo del siglo XIX, la línea fronteriza, con escasos o nulos trámites migratorios, iban a seguir, sobre todo después de la Revolución de 1910, grandes oleadas de seres humanos. Procedían principalmente de los estados centrales de México. En algunos momentos se suscribieron acuerdos internacionales, como durante la Segunda Guerra Mundial, para que ingresaran los “braceros”. Muchos sirvieron entonces a Estados Unidos no sólo en trabajos agrícolas, sino también alistándose como soldados, y llegaron a sacrificar su vida por la libertad frente a la agresión nazi.

Más tarde, a pesar de restricciones y luego de que se levantaran bardas metálicas y se montaran refuerzos con la patrulla fronteriza, los “indocumentados” continuaron recorriendo el Camino hacia Aztlán. Así es como existen hoy grandes núcleos de los que hoy se llaman chicanos o hispanos en muchos lugares del Suroeste estadounidense, y aun de otros estados. Se ha dicho así que Los Ángeles es la segunda gran urbe mexicana después de la ciudad de México. Aunque no hay cifras precisas, se calcula que, entre descendientes de mexicanos e indocumentados, hay más de treinta millones en la “Nueva Aztlán”.

¿Cuál será el destino de ella? No pocos de los chicanos se han forjado un símbolo. Algunos han acuñado palabras como Califaztlán. Muchos evocan y se enorgullecen de su antigua herencia indígena y de ser a la vez hispanos. Se dice que, en unos veinte o poco más años, más de la mitad de los habitantes de California llevarán apellidos españoles. Hoy, el alcalde de Los Ángeles, Villarraigosa, es hijo de mexicanos.

¿Será la Nueva Aztlán, con el paso del tiempo, tierra Nepantla, es decir “de Enmedio”, ni mexicana ni estadounidense? ¿Habrá así perdido toda identidad? Yo pienso que el Gran Suroeste, como ocurre con todas las realidades, se encuentra siempre reconstruyendo y forjando su identidad. Destino suyo es desarrollar su propio perfil cultural a partir de su rica historia. Así como los mexicanoestadounidenses han contribuido al desarrollo económico de Estados Unidos, también, con la conciencia de su propia historia, han surgido de entre ellos escritores, artistas e investigadores chicanos en distintas universidades y centros de cultura que saben que su destino dependerá de no traicionarse a sí mismos. Su destino estará además ligado a ser puente entre dos grandes naciones, más aún, entre dos partes de un mismo hemisferio, el de las Américas, la latina y la anglosajona.

Ojalá que gobiernos estadounidenses más abiertos, con conciencia de esta historia, la de Aztlán como ruta de venida y de regreso, reconozcan la necesidad de aceptar todo lo que ha tenido y tiene ella de ventajosa. Muchos, muchísimos de los que la han andado han contribuido a la economía y la bonanza de la Nueva Aztlán: el Gran Suroeste de Estados Unidos, vinculado desde luego, estrecha e irrevocablemente, con el Gran Noroeste de México, y también unido de forma muy estrecha con el país entero, con México. De esto proviene el original florecimiento de ese Aztlán y, en parte, su espectacular desarrollo como una de las primeras economías del mundo. Frente a todas estas realidades, ¿tiene acaso sentido querer obstaculizar con cercas y persecuciones la entrada —el ir y venir— de los cientos de miles que, aun a riesgo de sus vidas, mantienen abierta las varias veces milenaria ruta de Aztlán?~

 

 

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Referencias
Historia Tolteca—Chichimeca, trad. y notas de Luis Reyes García y Odena Güemes, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.

Anales de Tlatelolco (Unos anales históricos de la Nación Mexicana), manuscristo Mexicain 22, Biblioteca Nacional, París.

•Durán, Fray Diego, Historia de las Indias de Nueva España, ed. Angel María Garibay K., 2 vv., Editorial Porrúa, 1967.

•Tezozómoc, Fernando Alvarado, Crónica mexicana, ed. Vigil, reimpreso por Editorial Leyenda, México, 1992.

• Alva Ixtlilxóchitl, Fernando de, Obras históricas, 2 vv., México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1975.

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