Los discursos del arte, o cómo ahorrarse la peor pregunta

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No parece difícil ponerse de acuerdo sobre algo muy elemental, a saber: que de una obra de arte podemos esperar que algo suceda, que algo nuevo y distinto subvierta, afirme, enfatice, quiebre, distorsione o refuerce unas posibilidades de percepción y de comprensión de lo ordinario y lo corriente. Podemos esperar que facilite la circulación de algo, o también —a veces— que lo detenga. Pero las posibilidades de un suceso así son tan variadas como las formas que orientan nuestras experiencias. Por de pronto podemos preguntarnos: facilitar o detener la circulación ¿de qué? ¿De la creatividad, de la imaginación, de la conciencia, de la información? ¿De la buena, de la mala conciencia? Habiéndonos puesto de acuerdo sobre algo muy simple —”en la obra de arte podemos esperar que algo suceda”—, volvemos a ser tan pobres como al comienzo, porque ese algo es tan tremendamente amplio, vago y difuso, que hace que la cuestión de si algo nos gusta o no quede supeditada a otro género de cuestiones.
     Que en la obra de arte esperamos que algo suceda se nota con la máxima intensidad cuando nada sucede. Cuando la obra “no nos dice nada”, o nos deja indiferentes y no entendemos nada en ella porque no sabemos por dónde empezar para que algo nos suceda, entonces podemos recordar muy bien qué sucede en las otras obras que nos emocionan, nos interesan o estimulan nuestra imaginación. Y podemos incluso pensar que si por lo menos la obra no nos gustase, eso ya sería un modo de relación. Es posible que esta imposibilidad de entender nada equivalga para muchos espectadores a una forma de disgusto. La cuestión del gusto se confunde entonces con las posibilidades de una cierta apreciación intelectual. Captar el sentido de algo —incluso el significado del sinsentido— produce más placer que no captarlo. Y aunque se pueda extraer placer de una construcción errónea del sentido —e incluso de la sustitución del fetiche del sentido por el del sinsentido—, lo cierto es que el placer o la felicidad en la relación con algo se desprenden de una posibilidad competente de sentido. Que lo ininteligible puede llegar a ser invisible parece difícil de rebatir. Pero parece también bastante claro que la visión repetida de algo tampoco lleva a una mejor comprensión de todo lo que ese algo implica. Piénsese en el régimen de visibilidad que a partir del 11 de septiembre se impuso a la población estadounidense, en el que la espectacularidad de las llamas “ocultó” el horror de los cuerpos quemados, y piénsese también en la política exterior de la administración Bush.
     El arte tiene mucho que ver con operativos de visibilidad y de construcción de sentido justamente allí donde tanto la visibilidad como el sentido aparecen poderosamente distorsionados. El procedimiento de exigirle a la obra que se ponga a nuestro nivel sin preguntarnos si somos nosotros los que deberíamos cambiar nuestras expectativas supone un empobrecimiento análogo a la incapacidad, pongamos por caso, de hacer nuevos amigos. Cuando ante una obra de arte nada sucede y nada nos sucede, solemos plantearnos las primeras y peores preguntas que en este mundo es posible hacerse sobre el arte. Son aquellas preguntas ante las que la gente del arte no tiene más remedio que encogerse de hombros, y ello cuando no se muestra impaciente o airada. Y la peor pregunta es la dichosa cuestión de si esto es o no es arte, porque presupone algo así como que todo esfuerzo se considera inútil de antemano. ¿Cómo se va a lanzar un cabo desde un barco a un náufrago que pone en duda si esto es un barco y no una patraña con aspecto de barco? Sólo puede decírsele: “Lo lamentamos, nosotros no somos un barco, no podemos hacer nada por usted, y mucho menos salvarle.” Decir ante una obra de arte si esto es arte supone una reacción parecida. La obra de arte interrogada de este modo ya no puede hacer nada por el espectador, y mucho menos mostrarle la contraseña —que podría estar en ella— para acceder a un pequeño, minúsculo trozo de salvación. Seamos modestos, sí —¿cómo va a salvarnos el arte de nada?—. Pero seamos también ambiciosos: lo poco que puede ofrecer la obra a quien acepte jugar el juego de la confianza es infinitamente mayor que lo que obtiene de ella quien practica el juego de la desconfianza.
     La pregunta de “¿Pero esto es arte?” es la peor pregunta imaginable. ¿Cómo es posible no quedarse empantanados en esta pregunta previa y horrible? Para empezar, hay que asumir que no se trata de una cuestión de alta cultura, puesto que no son raras las personas muy cultivadas que reaccionan con perplejidad ante un tipo de arte con el que individuos mucho más indocumentados —desde el punto de vista de una alta cultura clásica y humanista— mantienen tratos absolutamente solventes. Hace tiempo que la división entre una cultura “alta” y otra “baja” responde a un modelo difícilmente aprovechable para describir los procesos de la cultura contemporánea. Adorno y Horkheimer introdujeron ya en los años 40 del siglo pasado la noción de “industria cultural” para referirse a la cultura de masas en las sociedades del capitalismo avanzado: una industria del ocio y del entretenimiento idiotizante concebida para no pensar. Pero la noción crítica de la Kulturindustrie ha dejado de ser aceptable para muchos teóricos desde que el pop art y un determinado neodadaísmo pudieron apropiarse de sus medios expresivos para trastocar completamente sus fines.

De modo que ahora, al hablar de cultura contemporánea, habría que pensar en términos de iniciación y participación en determinadas secuencias discursivas. En estas secuencias valdría una distinción entre el “dentro” y el “fuera” que quizá ya no tenga validez con respecto a la distribución de lo público y lo privado, y tampoco con respecto a la caracterización local o étnica de una cultura en plena era de la globalización, pero que en los procesos culturales mantiene una vigencia a veces vergonzante e incluso inconsciente, otras coherente y arrogante, pero siempre irrefutable.
     Es significativo el hecho de que, en un momento histórico en el que los medios de producción y el comercio uniformizan la dimensión espectacular del espacio humano, la cultura lo fragmente tribalizándolo en corrientes frágiles, en grupos siempre cambiantes, en discursos a veces prodigiosamente profundos y con un miedo cerval a institucionalizarse. Pero no son pocas las personas para las que esta tribalización de la cultura supone también una trivialización.
     El que una gran cultura en el sentido clásico y humanista no proporcione los instrumentos ni la preparación previa para acceder a muchas obras del arte contemporáneo no significa ciertamente que estas obras sean una patraña o una estafa. Significa, más bien, que los parámetros discursivos que las sustentan son radicalmente otros. Se trata de unos discursos con un inside tan sólido como inaparente es su outside. La cultura contemporánea más sofisticada —no en el sentido de “alta”, pero sí de competente— se camufla en la paradoja, en la invisibilidad, e incluso —¡oh sorpresa!— en vivas instituciones académicas: en contadas universidades y centros de alta investigación (casi siempre en los Estados Unidos), en seminarios organizados por centros de arte, y en definitiva en los nudos más sensibles de la red de mediadores culturales que juegan el juego de la confianza con la creación contemporánea. Este juego no es ciego, pues debe ponerse a prueba precisamente en las relaciones de control mutuo que estos nudos productores de discursividad mantienen entre ellos. Si la cultura producida es competente, la relación argumental y documental entre discursos y obras también será sólida y generadora de un sentido defendible más allá de su reificación como argumento de la ideología dominante.
     Por lo tanto, y al margen de las ilusiones propias de la industria cultural, no hay acceso al arte sin un conocimiento mínimo de sus discursos. Eso sirve tanto para Velázquez como para Warhol. Es verdad que la dichosa pregunta sobre si esto es una obra de arte puede reposar sobre una saludable propensión a la perplejidad filosófica. Pero esto es más bien una excepción que se pone al amparo de la regla al volverse, ella misma, una fuente generadora de discursividad argumentativa. Valga el caso de Arthur Danto como el ejemplo más claro y reciente de este tipo de perplejidad.
     La vieja tesis de que el arte necesita un marco institucional para ser reconocible como tal queda así reemplazada por el requerimiento de un marco discursivo. La diferencia no es baladí: la institución presupone un marco de recepción que puede admitir la pasividad. La institución “certifica”, y sólo en segunda instancia argumenta. En cambio, el marco discursivo exige participación, esfuerzo de comprensión, y una complicidad mínimamente razonada. Se podría alegar entonces que el arte contemporáneo queda relegado a una cultura para especialistas. Pero el argumento contra la sectarización y la especialización discursiva de las nuevas vanguardias debe ser otro, porque la idea de especialización supone una deformación académica de otra idea mejor y más acorde con las prácticas de la creación contemporánea. La especialización no es más que una distorsión cientificista y productivista de la vieja idea de iniciación. Toda forma de cultura —sea cortesana, popular, burguesa, bantú o feminista— supone un grado de iniciación, una información previa que motive para tener ciertas experiencias —y que haga posible que algo suceda—. El hecho de que esta iniciación a veces se confunda luego con hábitos culturales vividos como inconmovibles no nos debe hacer ignorar esto. Por otra parte, la necesidad de una iniciación no supone un impenetrable esoterismo, o no por lo menos en el tipo de cultura representado por las nuevas vanguardias. Supone, simplemente, un acto de confianza previo, una complicidad mínima, unas ganas de participar y de documentarse, un saber el para qué y el porqué. Sólo entonces puede decirse, por ejemplo, que uno prefiere seguir siendo náufrago antes que navegar en ciertos barcos. Pero si se ha abandonado la ilusión de un gusto subjetivo instintivo, omnisciente y cuasi infalible —que la cultura de masas guarda todavía entre las bambalinas de la moda—, y se incorporan ciertas dosis de información, entonces las cosas pueden verse de otro modo. Digamos que puede comenzar a ejercerse la facultad de la vista y de la distinción. Pues conocer los discursos no debe significar que ya se puedan cerrar los ojos, sino todo lo contrario. ~

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