Grandeza y miseria de Gabriel García Márquez
El gran oráculo: Óscar Martínez
García Márquez, el romance del poder: Enriue Krauze
Teoría de la persistencia: Álvaro Enrigue
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Hace unos meses, antes de tomar un vuelo en el aeropuerto internacional de Nueva York, mi hijo de diecisiete años se dio cuenta de que había olvidado su libro para el camino. Corrimos al Hudson News –más un quiosco de revistas y periódicos que una librería, incluso dentro del estándar bajísimo de las de aeropuerto. Compró Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez, en español.
El siglo XX fue pródigo en renovadores de la novela y vivimos un apogeo único del arte de leer literatura: nunca ha habido tanta gente tan educada que gaste tanto en bienes culturales. Estando como están las cosas, es natural que en un quiosco del jfk sea posible elegir entre una batería razonable de libros excepcionales. En el que visitamos había ejemplares de Lolita, de The road, de Libra. Aun en ese contexto, la circulación de los libros de García Márquez es excepcional. No había una copia de La metamorfosis en alemán o de El maestro y Margarita en ruso. Tampoco había libros de Borges o Rulfo en español. En lengua original solo García Márquez, entre una nebulosa de traducciones de J. K. Rowling, Stephen King, E. L. James o Dan Brown.
García Márquez fue el escritor al que todos leen, el autor de literatura que se pudo batir en la arena de los bestsellers de verdad; el único al que se visita al mismo tiempo en el claustro de los colegios y el rompe y rasga de los libros de entretenimiento. Ese mérito no es ni corto ni bobo: por pura estadística, vuelve irrelevantes a instituciones como el premio Nobel o la Real Academia, cuya hegemonía mediática merecería más reflexión crítica.
No creo que las novelas de García Márquez necesiten una defensa u otro elogio. Por un lado, fue un escritor cuyo peso específico modificó por completo el equilibrio de la literatura mundial: no hay manera de negar que la publicación de Cien años de soledad en 1967 dislocó las nociones generales sobre los centros de producción de literatura y la importancia de la libertad de imaginar como gesto político. Por el otro, fue un escritor tan entramado con el espíritu de su tiempo, un producto tan atado a la hora de la Guerra Fría, que cuando se murió ya hacía años que su figura había sobrevivido al viacrucis del parricidio literario. Sus formas de representar, que en algún momento resultaban irritantes para los lectores fastidiados por la tropicalización de lo latinoamericano, perdieron hace años contenido doctrinario y ganaron valor estético.
Es por eso que lo que me interesa del trabajo de García Márquez tiene que ver con la ocupación de ese espacio único –por cierto cervantino– en que estuvo fijo durante décadas: el escritor de todos, el autor incuestionablemente duro cuyos libros alcanzaron también el registro de las bibliotecas de entretenimiento; la figura, por cierto bastante remota –durante años hizo poquísimas apariciones–, a la que la gente se refería por su apodo con afecto genuino. El misterio, en fin, de la complicidad que despiertan sus libros.
García Márquez no fue el primer escritor latinoamericano capaz de abarcar el espectro general de los lectores de la región, pero sí ha sido el único que lo ha hecho, además, gozando de una lectoría global. Leyéndolo solo como a un escritor local es más fácil aprehender que, aunque abrevó en las fuentes de la escritura experimental estadounidense de principios del siglo XX –Faulkner, Hemingway, Dos Passos–, la raíz de su modo de hacer venía del modernismo hispanoamericano. Confiaba, como Silva o Nervo, en el tratamiento del lenguaje como una sustancia dúctil, en la que los efectos plásticos y sonoros de un mensaje son tan importantes como los conceptos que se encadenan para producir una serie de significados discernibles. Creía en la musculatura del estilo como el transmisor esencial de las ideas.
Si las escrituras del modernismo hispanoamericano desembocaron naturalmente en la cultura del bolero –narraciones desvergonzadamente sentimentales en las que el valor de una sentencia está relacionado con la rareza de su constitución–, también tuvieron un hijo inesperado en el novelista que hizo una épica pública de su batalla por el enrarecimiento de la frase escrita.
El encanto casi palpable de las obras de García Márquez viene de una escritura dispuesta en un código familiar: a todos nos obligaron a aprendernos poemas de Darío o Jiménez en la escuela, todos nos sabemos más de un bolero y hasta lo perpetramos cada tanto. Cuando el Coronel –ni siquiera tengo que decir aquí qué libro estoy citando– abre un paraguas podrido y nota que ya solo le quedan las varillas, le dice a su mujer: “Ahora solo sirve para contar estrellas” –un alejandrino. Cuando escucha las campanas de la iglesia, piensa en “la insistencia de los bronces rotos” –un sintagma que podría ser de Daniel Santos. Su fosa séptica despide un “vapor amoniacal de bacinete” –un endecasílabo. Las tres frases son de una efectividad extraordinaria por el cuidado con que los acentos están dispuestos en ellas –no hay que olvidar que la función básica de la versificación tradicional es fijar una sentencia en la memoria, es decir: integrarla a la intimidad de quien la escucha. Las tres podrían venir de un poema de Herrera y Reissig o de un arrebato de inspiración de Agustín Lara.
Su decantación por los valores sensibles del lenguaje en demérito de su propiedad formal queda clarísima cuando se lee de cerca la forma en que construía una escena. Solamente en el arranque de El coronel no tiene quien le escriba –para seguir en el mismo laboratorio– hay tres nexos dislocados. En el primer párrafo dice: “raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras”. En el segundo: “Durante cincuenta y seis años –desde cuando terminó la guerra civil– el coronel no había hecho nada distinto de esperar.” En los tres casos, que subrayo con itálicas, sustituyó la conjunción natural “que” por “cuando” y “de”, una cuidadosa violación de la ortodoxia gramatical –probablemente basada en el habla popular del Caribe colombiano– que mejora la cadencia de la frase sin tronar las reglas de uso de la lengua.
Aunque el sentido del humor sardónico de García Márquez, sumado a su dicción desenfadada, genera la impresión de un habla popular en su escritura, aunque la liberalidad de su imaginación remita a versiones ultramodernas de la representación literaria –“era una mujer constituida apenas en cartílagos”, dice también en El coronel–, lo que su escritura tiene de pegajoso es un gusto modernista por la anormalidad y la rareza. Un gusto que le vino a Darío y sus descendientes, por cierto, de la latinización del castellano en los poetas culteranos del siglo XVII: el periodo en que el español prestigiado de Europa y América eran el mismo.
Naturalmente, hay otras razones que explican el éxito de las novelas de García Márquez: su habilidad para generar personajes sobre los que es sencillo proyectar valores positivos como la solidaridad o la empatía; el hecho de que, aunque la mayoría de sus novelas son históricas, suceden en márgenes del mundo que las dotan de una atemporalidad mítica; su calidad excepcional como humorista. Estas razones explican su éxito, pero no su resistencia.
La naturaleza dominante de sus libros se podría transparentar pensando en el idioma como un organismo que conserva y disemina su información gracias al vehículo de la literatura. Al arraigar su sistema de escritura en los métodos de representación del modernismo y sus sucedáneos populares aseguró a sus obras el más resistente de los ADN literarios. García Márquez no es un clásico reciente porque lo sigamos leyendo, lo seguimos leyendo porque escribió desde el calado de los clásicos locales. Estaba, desde el principio, condenado a la persistencia. ~