Si, como el Enoch Soames de su amigo Max Beerbohm, Oscar Wilde (1854-1900) entrara hoy en la irreconocible sala de lectura del Museo Británico se sorprendería ante su posteridad, en un sentido muy diferente al que devastó al personaje de aquel cuento. Es un escritor clásico y una figura cultural, en el más amplio sentido de la palabra cultura, y contribuyó a moldear el siglo que termina.
Alan Sinfield llama The Wilde Century a su libro de 1994. En él afirma que sus obras y sus procesos cambiaron para siempre la percepción y la situación de la homosexualidad y señalan las opciones estratégicas para las subculturas gay y lesbiana. Sin embargo, hay otro Wilde, íntimamente relacionado con el primero, del que poco se sabe en esta parte del mundo: el escritor colonial que lleva hasta el centro los dramas de la periferia, el colonizado que se enfrenta al colonizador en su propio teatro y paga el precio de buscar la utopía con el martirio que lo redime y lo consagra.
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En 1494 Alejandro vi, el Papa Borgia, obsequió a los Reyes Católicos lo que iba a ser su imperio americano. En el siglo xii Adriano iv, el único Papa inglés, otorgó a Enrique ii el dominio sobre Irlanda e inició un conflicto que ha durado casi un milenio. Dos momentos de intensa tragedia fueron las matanzas ordenadas por Oliver Cromwell en 1649 y la gran hambruna de 1845-1850. A la sombra de este desastre nació Oscar Wilde.
Irlanda perdió dos millones de sus ocho millones de habitantes. La mitad murió de inanición y frío, la otra tuvo que exiliarse, sobre todo en los Estados Unidos. Entre estos inmigrantes se reclutaron los miembros del Batallón de San Patricio. En la invasión de 1847 se pasaron al lado mexicano y se distinguieron por su conducta heroica en batallas como la defensa de Churubusco.
Los españoles hallaron la papa en los Andes y la convirtieron en alimento de los pobres de Europa. (Antonio Alatorre ha demostrado que el término “patata” proviene de la confusión entre la papa, Solanum tuberosum, y la batata, Ipomoea batatus, que en México llamamos camote.) Un hongo, el tizón tardío, Phytophthora infestans, destruyó en la Irlanda de 1845 los cultivos de papa. Se creyó que había llegado con el guano, el excremento de las aves marinas sudamericanas empleado como fertilizante. Sorprende enterarse (Everardo Monroy Caracas, “El pequeño asesino”, Día Siete, 26 de diciembre 2000) de que el tizón tardío nace, crece y se reproduce en Metepec, en el valle de Toluca, aunque no se especifica en qué forma pudo alcanzar a Irlanda el letal hongo de México.
El tizón atacó también los plantíos de Escocia y Bélgica, donde se inventaron las French fries. Allí no hubo millones de muertos. ¿Por qué? Porque si en teoría Irlanda era desde 1800 parte del Reino Unido, en realidad era una colonia. La Ascendancy, la oligarquía formada por las grandes familias inglesas y angloirlandesas, monopolizaba la tierra y oprimía a los campesinos y aprovechaba sus rentas desde la metrópoli.
En libros como Modern Ireland: 1600-1972 de E. F. Foster y The Irish Famine de Helen Litton está la explicación de por qué no hubo para los católicos pobres otro alimento que complementara o sustituyera a la papa. Inglaterra en plena revolución industrial necesitaba todos los productos de Irlanda. Carne, cereales, tocino y mantequilla salían en grandes cantidades del puerto de Cork mientras esqueletos humanos recorrían los caminos de la isla y los pozos se llenaban de cadáveres.
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Jane Francesca Elgee (1826-1896), la futura Lady Wilde, escribía poemas patrióticos con el seudónimo de Speranza y llamaba a la lucha armada contra el opresor. Estuvo entre los fundadores del partido La Joven Irlanda que pugnaba por realizar en su patria la revolución de 1848. Speranza escribió sobre Calderón de la Barca y tradujo poemas españoles. Su obra más importante es la recopilación de leyendas celtas.
Su esposo, el doctor James Wills Wilde (1815-1876), fundó la otología moderna, inventó la operación contra las cataratas y fue célebre en toda Europa como especialista en enfermedades del oído. Tan asombroso como informarse ahora de que el tizón tardío es mexicano resulta saber por dos científicos sudafricanos que Wilde no murió de sífilis (así lo afirma hasta una biografía reciente, A Long and Lovely Suicide de Melissa Knox, 1994; posterior en siete años a la obra definitiva de Richard Ellman): lo mató una encefalitis producida por una otitis que no supieron tratar los médicos en la cárcel de Reading.
Lord Wilde (el título se lo concedió el virrey de Irlanda) fue también arqueólogo, antropólogo, folclorista y escritor. En 1851 probó científicamente que la gran hambruna se debía al sistema de tenencia de la tierra. Como su hijo, estaba en la cúspide cuando un proceso lo abatió para siempre: una ex amante lo acusó de haberla violado bajo los efectos del entonces novísimo cloroformo. El doctor Wilde logró demostrar su inocencia pero no recuperó su prestigio social.
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En Inventing Ireland: The Literature of the Modern Nation (1995), Declan Kiberd sitúa a Wilde como el iniciador del renacimiento irlandés al que, en una más de las paradojas, la lengua inglesa debe las obras de Joyce, Yeats, Beckett, Heaney y muchos otros. Para Kiberd Irlanda es el inconsciente de Inglaterra, el “otro” céltico en que se proyectan temores y ansiedades. El estereotipo del irlandés se parece mucho al del “latino” y se resume en el Paddy. La palabra ofensiva para designarlo arranca de la falsedad de que todos los irlandeses son iguales y tienen el mismo nombre.
Paddy, cuyo equivalente en términos del mexicano en los Estados Unidos sería Pancho, proviene del diminutivo del nombre Padraic (Patrick o Patricio en gaélico). Si actúa como bufón, el Paddy parece inofensivo ante los trabajadores ingleses que de otro modo resentirían su disponibilidad para tomar los trabajos más indeseables y peor pagados. El inglés, industrioso y confiable, adulto y masculino, maduro y racional, cree ver su contraparte en el Paddy, indolente, poco de fiar, infantil, femenino, inestable y emotivo. Todo esto se resume en una noción: los celtas deben estar sometidos a los teutones porque son incapaces de gobernarse por sí mismos.
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Wilde vio a Inglaterra como un sitio que debía conquistar a fuerza de intelecto e imaginación. Fue el primer irlandés que llegó a Londres con el objeto de desmantelar las mitologías imperiales desde dentro de sus propias estructuras. Su androginia (Wilde fue técnicamente bisexual) se corresponde con la voluntad de convertirse en inglés sin dejar de ser irlandés. De Speranza hereda doctrinas que defendió hasta la muerte como el derecho de las mujeres a trabajar al mismo título que los hombres y a participar en actividades políticas.
Su indefinición sexual se acentuó por el fracaso de su primer amor: la bella Florence Balcombe prefirió casarse con Bram Stoker, el autor de Drácula (1897), novela a la que no son ajenos ni la persona ni el proceso de Wilde. El joven decidió irse a Oxford y practicar el arte de la inversión elegante: darle la vuelta a todas las normas de su niñez. Sus padres fueron descuidados, él sería un dandy; la sociedad se rió del doctor Wilde, él iba a reírse de la sociedad; Speranza soñó con la reconquista celta de la Irlanda ocupada, él la superaría al invadir y conquistar Inglaterra.
El ingenio fue para él una forma de decir la verdad bajo apariencia humorística: “Soy irlandés de raza pero los ingleses me condenaron a hablar la lengua de Shakespeare”. “Los sajones nos robaron nuestras tierras y las empobrecieron. Nosotros tomamos su lenguaje y le añadimos nuevas bellezas”.
Toda la carrera de Wilde, a juicio de Kiberd, es un comentario irónico sobre la tendencia de los ingleses victorianos a atribuir a los irlandeses emociones reprimidas dentro de ellos mismos. La imagen del Paddy dice más de los miedos ingleses que de las realidades irlandesas. El humor “británico” de Wilde es una parodia de la noción de lo inglés. La facilidad con que pasó de una isla a otra muestra cuán artificiales son las categorías de nación y “raza”. Sus compatriotas creyeron ver una traición a Irlanda en una pose que en realidad parodiaba y escarnecía al opresor.
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Wilde casi siempre tiene razón, dijo Borges en 1946, cuando estaba de moda temerlo y despreciarlo. Por ejemplo, acierta cuando dice que la manera moderna de resolver el problema de la esclavitud es diseñar diversiones que entretengan a los esclavos. Todo su arte y su persona pública se fundan en una crítica del ahínco británico victoriano de establecer antítesis no sólo entre lo inglés y lo irlandés sino entre el bien y el mal, el amo y el siervo, lo masculino y lo femenino.
En el siglo xix se impone a quienes pueden comprarse trajes en el planeta vestir al modo británico (el traje de tres piezas), que por vez primera en la historia rompe con la ambigüedad sexual del vestuario. Los sesenta del siglo xx, que la recuperan con toda su teatralidad subversiva, deben reconocer en Wilde a su precursor. Tal vez sin él las mujeres no podrían llevar pantalones ni los hombres aretes y collares. Así, como quería Wilde, la gente olvida el lugar asignado y muestra la plasticidad de las condiciones sociales.
Desacreditó el ideal romántico de sinceridad para sustituirlo por el más oscuro ideal de autenticidad. Al ser sincera con uno solo entre los muchos seres que la componen una persona es falsa ante todos los demás. Una vida auténtica debe reconocer lo que se le opone. Así, en la mejor comedia inglesa de todos los tiempos, The Importance of Being Earnest, cada personaje se convierte en su opuesto secreto. Las mujeres discuten las formas del cuerpo masculino. Cecily recorre con los dedos el cabello de Algernon y le dice: “Espero que tus ondulaciones sean naturales”. Respuesta: “Sí querida, con un poco de ayuda ajena”. Gwendolen sostiene que el sitio del hombre es el hogar y los asuntos públicos deben ser confiados a las mujeres.
Se dice que las inversiones de Wilde son un juego privado sobre su inversión en sentido sexual. Pero en el fondo de estos mecanismos está su profundo desprecio por la extrema división victoriana entre lo masculino y lo femenino que finalmente condujo a las que Ryszard Kapuscinski denuncia como las patologías del poder, culpables de los genocidios del siglo xx: el letargo de la ética, el debilitamiento de la sensibilidad ante el mal (El País, diciembre 10, 2000).
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Al rechazar el pensamiento antitético Wilde negó también la filosofía del determinismo, la creencia finisecular de que nuestras vidas están predeterminadas por las circunstancias del nacimiento, el medio y la formación. Se afirma: irlandeses y mexicanos son sucios y habladores por herencia inexorable y no pueden cambiar esto como no pueden alterar el color de sus ojos ni su eterna dependencia.
Wilde demostró todo lo contrario. Sus rasgos femeninos amenazaron un postulado fundamental machista y chovinista de la mentalidad colonial. En oposición a otros artistas del movimiento estético que pretendieron volver a modos renacentistas de patronazgo, sostuvo que la forma republicana de gobierno era la más favorable para las artes. Ligó siempre la libertad artística con las libertades políticas. Con todo, amó a Inglaterra como Goethe a Francia. Porque las grandes creaciones de la cultura pueden deber su base material a la esclavitud y otras formas de barbarie pero, una vez realizadas, quedan allí para que toda la humanidad las aproveche y disfrute.
Hace medio siglo W. H. Auden sentenció: “Debemos amarnos los unos a los otros, o morir”. Más escépticos tras lo que hemos visto de Auschwitz a Bosnia, hoy diríamos nada más: “Debemos tolerarnos los unos a los otros, o morir”.
En Four Dubliners (1987) escribió Richard Ellmann:
Wilde fue un moralista en una escuela en que Blake, Nietzsche e incluso Freud resultaron sus compañeros. El objeto de la vida consiste en no simplificarla. Ya que nuestros impulsos en conflicto coinciden, nuestros sentimientos reprimidos luchan con aquellos que expresamos y nuestros juicios sólidos revelan inesperadas fisuras, todos somos dramaturgos secretos, llevemos o no nuestras complejidades a la escena. Bajo esta luz las obras de Wilde se vuelven ejercicios de autocrítica y al mismo tiempo llamados a la tolerancia. ~