El nacionalismo se ha dado por muerto en muchas, demasiadas, ocasiones. Berlin sostenía que “el nacionalismo no se cuenta entre las cosas que los profetas del siglo xix anticiparon. Ellos creían que estaba en decadencia”. Obviamente no lo estaba, y las guerras mundiales fueron en buena medida fruto de una exacerbación violenta del nacionalismo decimonónico. Después de esas catástrofes, las potencias europeas –empezando por la propia Alemania– quisieron poner fin de una vez por todas a la maldición xenófoba creando lo que hoy es la Unión Europea, que ciertamente sirvió para desmilitarizar y atenuar los nacionalismos de Estado. Pero dentro de la Unión persistieron nacionalismos asesinos como el del ira irlandés o la eta vasca, hoy ya desactivados pero todavía con un fuerte legado ideológico. Y fuera de ella las cosas serían aún peores: el desmoronamiento del bloque soviético dio pie a un auge en ocasiones mortífero –como en los Balcanes– del nacionalismo, que actualmente conserva, aunque sea con menos violencia, un papel crucial en las democracias semiliberales de Europa del Este y Rusia. Entre las democracias asiáticas, el nacionalismo indio sigue enfrentándose entre brumas nucleares al paquistaní; y el año pasado parecía posible una guerra entre el relativamente democrático Japón y la autoritaria China con la excusa de unas pequeñas islas de dudosa adscripción, pero con el trasfondo de viejos enconos nacionalistas. El Medio Oriente es aún en buena medida la historia de un nacionalismo democrático –“lamentablemente, el sionismo ha entrado en una fase nacionalista”, decía Berlin ya en 1991– enfrentado a otros. A juzgar por su discusión política, parece que muchos argentinos consideran que todos los males que padecen son culpa de sus enemigos exteriores. Y, en eso, los argentinos no están solos en Latinoamérica.
¿No tiene el nacionalismo cura posible? La verdad es que no lo parece. El liberalismo –asentado ya en mayor o menor medida en buena parte del mundo– ha propuesto un puñado de ideas que han sido parcialmente desarrolladas por los gobiernos, y con ello se han logrado cimas de progreso y justicia inéditas en la historia. Sin embargo, las ideas liberales –el pluralismo, la tolerancia, los derechos humanos, la competencia ideológica, la cooperación comercial– han resultado ser menos atractivas para buena parte de la población que las propuestas, o las algaradas, nacionalistas. Hay algo en la exaltación de lo propio, en señalar adversarios míticos o reales, en la cerrazón identitaria, que resulta tremendamente seductor para amplias capas de la sociedad que, por lo demás, viven inmersas en un mundo cultural y económicamente mestizo. Los antiestadounidenses latinoamericanos llevan Levi’s y ven The Wire. Los antialemanes del sur europeo que pueden permitírselo conducen Volkswagens y comen frankfurts. La muy nacionalista Cataluña consume libros, periódicos, televisión y radiofórmulas básicamente, en castellano, y perfecciona las muy españolas patatas bravas. Pero esta visible interrelación entre lenguas, razas, culturas y economías no ha servido de mucho para desactivar los nacionalismos. Las últimas décadas han sido las de una victoria liberal, pero solo ha sido una victoria parcial.
Y es que las naciones occidentales –y probablemente todas las naciones– han resultado ser mucho más liberales en sus hábitos de consumo que en sus deseos políticos. Por raro que pueda parecer, las sociedades han aceptado la hibridación cultural –con líneas rojas como la lengua o la educación–, pero se han mantenido hostilmente cerradas en la defensa de su idiosincrasia política, real o imaginada. Es más, a la hora de justificar su corrupción o su mala gestión, como estamos viendo ahora en la crisis europea, muchas de ellas han tendido a hacerlo en términos nacionalistas: “tal vez seamos incorregibles –parecen decirse algunos países a las puertas de la bancarrota–, pero es nuestra naturaleza”. En los casos más terribles han surgido partidos de extrema derecha dispuestos a echar la culpa de sus desgracias a cualquier cosa con apariencia extranjera. El caso más ridículo y a la vez preocupante ha sido la entrada en el parlamento griego de Amanecer Dorado, un partido nazi que se dedica a perseguir a los inmigrantes mientras acusa a Alemania de neoimperialismo.
Ahora bien, si estas han sido formas recientes de nacionalismo en países sin problemas de secesionismo interno, la crisis ha relanzado el ardor nacionalista de las llamadas “naciones sin Estado”, como Cataluña, Escocia o Flandes. Se trata de nacionalismos básicamente democráticos y pacíficos –aunque con giros muy derechistas en el caso flamenco y una concepción de la democracia puramente plebiscitaria en el catalán–, pero que retoman ese romanticismo identitario según el cual “si no nos va mejor, es porque no nos dejan ser todo lo nosotros que querríamos”. En el caso catalán, ahora mismo, la discusión se está reduciendo a apelar al “sentir de un pueblo” o “la voluntad de una nación”, cosas que, aun viniendo de un partido que en ocasiones se llama liberal como Convergència i Unió, guardan poca relación con las ideas liberales del imperio de la ley y los procesos democráticos. Se trata de un esencialismo sin método.
Berlin siempre fue algo ambiguo en su tratamiento de los nacionalismos. Parecía creer que cierto grado de nacionalismo es comprensible y en algún sentido hasta admirable: es buena la sensación de identidad colectiva, de comunidad cultural y política. Pero al mismo tiempo señalaba que cuando esa sensación se exacerba e inflama, no conlleva nada más que odio patológico. Sin duda, no se trata de una delimitación muy científica del término, pero probablemente encaja con la intuición liberal. Aunque quizá no haga falta llegar al multiculturalismo en su sentido más literal y extremo –comunidades que conviven pero se rigen cada una por sus principios culturales y sus procesos jurídicos–, no tiene nada de malo que cada cual se identifique con la identidad común que prefiera sin poner en riesgo la comunidad mayor. En cierto sentido, esto es lo que proponía Amartya Sen al hablar de las “identidades múltiples”, un pacto razonable a medio camino entre el localismo obtuso y el esnobismo de quienes se consideran “ciudadanos del mundo”. Pero aunque eso sea lo que muchos deseamos, y lo que en la práctica desarrollan los ciudadanos con sus opciones de consumo y de cultura, no parece haber funcionado políticamente (aunque, insisto, no son desdeñables los logros que la Unión Europea ha conseguido en ese sentido; ojalá algún día exista algo parecido en Latinoamérica). El nacionalismo sigue vivo; en los mejores casos, entorpeciendo la convivencia, en los peores, matándola. Sea en el narcisismo de las pequeñas diferencias o en el fanatismo deportivo, en la competición militarista o en la desesperada búsqueda de chivos expiatorios, el “somos lo que somos y eso no lo vamos a negociar” sigue siendo un obstáculo mayúsculo para esa modesta ordenación del caos que pretende ser el liberalismo. Pero algo de culpa tendrá también el liberalismo cuando –por la abstracción de sus ideas, por su indefinición doctrinal o por su excesiva confianza en que el hombre es un agente racional– no ha sabido sortearlo. ~
(Barcelona, 1977) es editor de Letras Libres España.