Ilustración: Philip Stanton

Sobre la distinción entre democracia y populismo

La Universidad de Princeton, bajo la dirección del profesor Jan-Werner Müller, organizó un seminario sobre el populismo con algunos de los mayores expertos en la materia. Rescatamos estas tres ponencias, editadas para la revista, que discuten entre sí una definición de populismo y sus diversos avatares históricos.
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Émile Durkheim dijo alguna vez que el socialismo fue el “grito de dolor” de la sociedad moderna. El populismo es, entonces, el “grito de dolor” de la democracia moderna y representativa. El populismo es un acontecimiento inevitable en regímenes que se adhieren a los principios democráticos pero en donde, en efecto, la gente no gobierna.

El populismo pone a las ciudadanías democráticas en una situación peculiar: su búsqueda de políticas que reflejen mejor o sean más fieles a las preferencias e intereses de la propia ciudadanía de lo que lo hacen las instituciones representativas está en manos de individuos o partidos que en realidad “representan” a la gente de maneras muy tenues. El populismo casi nunca desemboca en leyes, políticas o instituciones a través de las cuales se otorga poder a la gente para que sean ellos quienes se gobiernen directa y sustancialmente. Si sucede que los líderes populistas ejercen políticas públicas que benefician a la mayoría de los ciudadanos, esto depende completamente de la competencia y la buena voluntad de esas élites, que las más de las veces demuestran ser muy poco desinteresadas y muy incompetentes.

En una democracia, la gente gobierna. “La gente” constituye una ciudadanía que se extiende a través de la población para incluir a gran cantidad de individuos que podrían definirse propiamente como pobres. (Por eso los antiguos críticos de la democracia la describían despectivamente como “el gobierno de los pobres”.) La gente “gobierna” a través de: (1) asambleas legislativas abiertas a todos los ciudadanos, (2) magistraturas ejecutivas distribuidas por sorteo y (3) cortes políticas compuestas de grandes subgrupos de ciudadanos elegidos al azar. En las asambleas democráticas, cada ciudadano tiene la facultad de proponer y discutir la ley, y las decisiones finales acerca de ellas se deciden con un voto mayoritario. Todo ciudadano deseoso y capaz de ejercer algún puesto público puede incluir su nombre en los sorteos políticos para designar a los magistrados. Los exmagistrados y, en realidad, cualquier ciudadano, pueden ser acusados por cualquier otro ciudadano y juzgados ante jurados de sus pares por ofensas que amenacen o minen a la democracia.

Obviamente esta descripción estilizada de una democracia se deriva de las constituciones de las democracias antiguas, en especial la de Atenas.[1] Entre más se desvía un régimen de las prácticas de legislar a través de la acción popular directa, y de la distribución aleatoria de la autoridad judicial y ejecutiva entre los ciudadanos, menos democrático será.[2] Las repúblicas electorales modernas son más democráticas que las democracias antiguas porque le han otorgado ciudadanía a una gran cantidad de pobres, les dan todos los derechos a las mujeres y (con el tiempo) prohibieron la esclavitud.[3] Pero son mucho menos democráticas porque sustituyen al gobierno directo con la representación, a la lotería con elecciones y dejan en manos de jueces profesionales y otros funcionarios, en lugar de políticos amateurs entre los ciudadanos, la labor de castigar a los funcionarios públicos por ofensas políticas.[4] Una democracia moderna tiene más demos y mucho menos kratos que su contraparte antigua; incluye dentro de la ciudadanía a una proporción mucho mayor de la población, pero el poder político que le otorga es mucho menos robusto que el que daba, digamos, la democracia ateniense.

Populismo se refiere a un movimiento caracterizado por la movilización popular pero nunca por el gobierno popular; tiende a manifestarse fuera de las instituciones de gobierno, a través de las actividades de asociaciones civiles, organizaciones sociales y manifestaciones masivas. El populismo es “popular” en su génesis y en su intención: grandes cantidades de individuos (aunque no siempre la mayoría de la población) se unen en torno a una preocupación o un programa cuyo fin es siempre visto como benéfico para la mayoría de la gente. Una diferencia crucial entre populismo y democracia es que el primero en última instancia le encarga a un líder individual o a un partido político la puesta en práctica o el ejercicio formal de las políticas públicas perseguidas o buscadas por el movimiento. En una democracia, en cambio, la gente decide.

Así, cuando los críticos señalan la demagogia como un peligro endémico tanto para la democracia como para el populismo, están confundiendo dos estados de cosas distintos. El demagogo populista exitoso llegará al puesto público y personalmente echará a andar el programa apoyado por los miembros del movimiento que dirige (por ejemplo Mussolini o Lenin), o usará su prestigio y capital político para presionar a otros funcionarios públicos que no están afiliados a su movimiento para hacer eso en favor de él y de su movimiento (por ejemplo Martin Luther King o Gandhi). El demagogo demócrata, por otro lado, intentará persuadir a la asamblea popular formal para que elija políticas que ostensiblemente beneficien a la gente (por ejemplo Pericles, Alcibíades o Cleón). En una democracia, entonces, la responsabilidad última respecto de las leyes y políticas resultantes recae en las decisiones de la gente, y no, como en el populismo, en las decisiones de las élites que actúan (de segunda o tercera mano) a nombre de la gente.

En este sentido, el populismo no existía en las democracias y repúblicas democráticas de la antigüedad. Tiberio Graco pudo haber derrocado a un tribuno obstruccionista para permitir que la ciudadanía romana votara a favor de las reformas agrarias que él proponía, pero finalmente fue el populus Romanus quien aprobó dicha legislación. Por el contrario, los “plebeyos” de las repúblicas modernas dependen por completo de agentes que negocian en su nombre políticas que garanticen mayor equidad (como los sindicatos laborales en las democracias occidentales) o para destruir y reconstruir los acomodos institucionales existentes para alcanzar así la igualdad (como los partidos comunistas del siglo XX en Rusia y China). Ejemplos notables de los movimientos populistas incluyen el jacobinismo en la Francia revolucionaria, el movimiento cartista en la Gran Bretaña del siglo XIX, los bolcheviques y el fascismo en Rusia e Italia en el siglo XX y el People’s Party en la última década del siglo XIX en Estados Unidos. Hoy, el término se aplica por lo general al chavismo en Venezuela, los partidos de extrema derecha en Europa y el Tea Party en Estados Unidos.

El populismo es el otro lado de la moneda de las políticas normales en las repúblicas electorales. Estas últimas son especialmente propicias para instalar en puestos públicos a funcionarios que se inclinan por garantizar que la equidad política formal, en tanto esté presente, no se traduzca de facto en una equidad socioeconómica. Dado que, o bien las elecciones las protagonizan funcionarios públicos que son personalmente acaudalados, o bien se requiere tal cantidad de dinero para que una campaña electoral sea exitosa que el funcionario público está atado a los intereses financieros que lo respaldaron, las repúblicas electorales con frecuencia son descritas correctamente como democracias oligárquicas. Las democracias antiguas recurrían a una tregua informal entre los ciudadanos ricos y pobres que proponía que el demos no “anegaría a los ricos” a través de acuerdos institucionales –siempre y cuando los ricos no usaran sus vastos recursos económicos y su prominencia pública para minar la igualdad política–.[5] Las democracias electorales, por el contrario, hacen cumplir esta tregua estructuralmente y de forma que favorece, en condiciones normales, a los ciudadanos ricos de manera totalmente desproporcionada.[6]

Por eso, cuando los ciudadanos pobres dentro de las repúblicas electorales se sienten amenazados por las ventajas económicas de los ricos, se involucran con el populismo de izquierda para influir así en los resultados de una maquinaria política que no les es dado controlar directamente. Cuando el populismo ha logrado influir en la creación de condiciones de relativa igualdad socioeconómica que pueden fundamentar la igualdad política formal (como sucedió en Europa occidental después de la primera y la segunda guerras mundiales), las élites socioeconómicas responden por lo general creando movimientos populistas de derecha que buscan contrarrestar o erradicar estos logros igualitarios. Invocan aspectos culturales, étnicos o religiosos presentes en la identidad nacional para así intentar apelar a los compromisos de los ciudadanos pobres que estarán enfrentados con los deseos de igualdad política y socioeconómica que estos mismos ciudadanos tienen. Por lo común, en circunstancias como esas, a los principios de “libertad” e “igualdad” se les dan inflexiones culturales, no políticas o económicas. Las élites apelan a los lazos afectivos no económicos de la ciudadanía, o a su miedo a las “amenazas extranjeras” (generadas doméstica o internacionalmente) para reconstruir la solidaridad nacional basada en otra cosa que no es la igualdad política ni económica. Por ello, los críticos señalan que el Tea Party estadounidense no es un fenómeno que surge desde las bases –grass-roots– sino un fenómeno de “pasto sintético”,[7] o que el fascismo o los movimientos recientes de extrema derecha en Europa han sido y son movimientos de las élites mucho más que lo que fueron el sindicalismo europeo o el comunismo (movimientos que en gran medida fueron guiados por las élites).[8]

Los ejemplos antes mencionados sugieren que la enemistad política es más intensa dentro de los movimientos populistas que dentro de los regímenes genuinamente democráticos. El demos o los plebeyos de la antigua Atenas o Roma veían, respectivamente, a los oligarcas o a los patricios entre los ciudadanos con profunda sospecha y escrutaban su comportamiento con intensidad. Pero, quizá porque tenían acceso directo a los mecanismos de gobierno, los ciudadanos comunes no se veían en la necesidad de hacer a sus adversarios sus enemigos declarados, como sucede frecuentemente en los movimientos populistas: por ejemplo, los jacobinos contra los “aristócratas” o émigrés; los comunistas y fascistas contra la “burguesía”; los nacionalsocialistas contra los “judíos” y los “bolcheviques”; y el Tea Party contra una clase política intelectual y amorfa, definida como “elitista, liberal”.

Esta intensidad, y en muchos casos estupidez, puede ser atribuida a la frustración natural que sienten los ciudadanos dentro de las repúblicas electorales, las cuales suponen, como dijo Madison con orgullo, “la total exclusión de la gente en su capacidad colectiva de cualquier participación” en el gobierno.[9] Como señaló Maquiavelo, las acusaciones de extremismo e inconsistencia que los críticos aristocráticos lanzan contra la gente tienen menos cabida en circunstancias en las que la gente es la que juzga los asuntos políticos. La gente puede pedir todo tipo de ridiculeces cuando se le excluye del gobierno (como pedir la muerte de todos los miembros de la aristocracia), pero decide responsable y correctamente, afirma Maquiavelo, cuando tiene el poder de decidir; con mucha mayor responsabilidad y acierto que las élites cuando tienen poderes similares.[10]

En el campo de la justificación teórica, Carl Schmitt y V. I. Lenin son quizá los partidarios intelectuales más prominentes de lo que yo llamo populismo.[11] Schmitt insistió en que la mejor manera de ejercer la voluntad de la gente era con un ejecutivo elegido plebiscitariamente (por ejemplo el Reichspräsident de la República de Weimar), o un líder de partido “aclamado” popularmente y que haya sido capaz de imponer “homogeneidad” a todo el Volk alemán (por ejemplo Adolf Hitler). El “centralismo democrático” de Lenin legitimaba de manera similar la propuesta del partido comunista de gobernar a nombre del proletariado ruso. Las formas progresistas del populismo, como las que surgieron en el cambio de siglo en Estados Unidos o en el movimiento sindicalista de Europa occidental en el siglo XX no tuvieron a sus “grandes teóricos”.

Quizá por razones similares, la democracia antigua no tuvo muchos partidarios intelectuales entre los filósofos e historiadores. Aristóteles es el más grande analista “objetivo” de la democracia antigua, y, como mencioné hace un momento, Maquiavelo –no Jean-Jacques Rousseau[12]– es el partidario moderno más clamoroso de las instituciones y prácticas que se asemejan a la democracia antigua.[13] Maquiavelo apoyaba las grandes asambleas donde todos los ciudadanos, sin importar su origen ni su riqueza, podían iniciar, discutir y decidir acerca de las leyes, así como juzgar el destino de los ciudadanos acusados de crímenes políticos. Más aún, recomendaba que hubiera puestos, como los de tribunos de la plebe, a los cuales a los ciudadanos prominentes o acaudalados no les fuera permitido acceder, ya que tenían poderes de veto importantes, así como autoridad legislativa y judicial. Si estas magistraturas en función de la clase social no distribuían los puestos públicos tan ampliamente entre los ciudadanos comunes como los sorteos atenienses, por lo menos los distribuirían mejor de lo que lo hacen las democracias representativas modernas.

Permítanme ofrecer una idea a manera de conclusión que espero será menos trivial de lo que parece. Mientras que es preferible en términos normativos una democracia en la que la gente en efecto se gobierna a sí misma por encima de casi todas las formas del populismo, alguna variante de este último debería ser absolutamente necesaria para hacer que las repúblicas electorales modernas sean más democráticas verdaderamente. Un fenómeno político en el que la gente no gobierna es, paradójicamente, indispensable para la creación de regímenes políticos contemporáneos en los que la gente en efecto lo haga. ~

 

Universidad de Chicago

Traducción de Pablo Duarte



[1] Véase Mogens Herman Hansen, The Athenian democracy in the age of Demosthenes: structure, principles, and ideology, Norman (Oklahoma), University of Oklahoma Press, 1991.

[2] Véase Moses I. Finley, Democracy ancient and modern, Piscataway (Nueva Jersey), Rutgers University Press, 1985.

[3] Véase Robert Alan Dahl, Democracy and its critics, New Haven (Connecticut), Yale University Press, 1989.

[4] Véase Bernard Manin, The principles of representative government, Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 1997.

[5] Véase Josiah Ober, Mass and elite in democratic Athens: rhetoric, ideology, and the power of the people, Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 1991.

[6] Véase Jeffrey A. Winters, Oligarchy, Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 2011.

[7] Véase Theda Skocpol y Vanessa Williamson, The Tea Party and the remaking of republican conservatism, Oxford (Inglaterra), Oxford University Press, 2012.

[8] Véase Timothy W. Mason y Jane Caplan (eds.), Nazism, fascism and the working class, Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 1995.

[9] Véase James Madison, Federalist Papers, núm. 63.

[10] Véase Maquiavelo, Discorsi, i, 7-8, 47, 58.

[11] Véanse Carl Schmitt, Constitutional theory, Durham (North Carolina), Duke University Press, 2008; Legality and legitimacy, Duke University Press, 2004; Der Hüter der Verfassung, Tübingen, J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), 1931; “Der Führer schützt das Recht”, Deutsche Juristen-Zeitung, 38, 1º de agosto de 1934; y Vladimir I. Lenin, Essential works of Lenin: “What is to be done?” and other writings, H. M. Christman (ed.), Mineola (New York), Courier Dover Publications, 1987.

[12] No hay crítico más agudo de la democracia ateniense que Rousseau, quien recomendaba también que hubiera votos inclinados en favor de los ciudadanos ricos en las grandes repúblicas. Véase Jean-Jacques Rousseau, “Of the social contract, or principles of political right” (1762) en Rousseau: The social contract and other later political writings, V. Gourevitch (ed.), Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 1997, pp. 39-152 (aquí: libro iv, sección 4, p. 133). Véase también John P. McCormick, “Rousseau’s Rome and the repudiation of populist republicanism”, Critical Review of International Social and Political Philosophy (crispp), 10, núm. 1, marzo de 2007, pp. 3-27.

[13] Véase John P. McCormick, Machiavellian Democracy, Cambridge (Inglaterra), Cambridge University Press, 2011.

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es profesor de ciencia política en la Universidad de Chicago. Entre sus obras se encuentra 'Machiavellian democracy' (Cambridge University Press, 2011).


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