Poética de la incertidumbre

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Yo no tenía una poética. Y me atrevía a confesarlo. El asunto solo me resultaba incómodo en mesas redondas y entrevistas. No en mi escritorio. ¿Cómo escribe usted?, me preguntó una vez un periodista muy original. Cada libro “me dice” cómo quiere ser escrito, contesté. Era una respuesta acorde a mi formación. Yo me había formado en un tiempo, todavía reciente, cuando los narradores valoraban la intuición poética. La poesía aún era el sustrato de toda literatura y, al crearla, en prosa o en verso, era contraproducente demasiada conciencia; como decirse: estoy amando cuando lo estás haciendo.

Alcancé a habitar, brevemente, ese mundo. Enseguida se desvaneció. La narrativa tendió a polarizarse entre superventas y metaliteratura; entre libros para los que no leen y libros para los que solo leen. Y todos los autores, de pronto, sabían demasiado bien lo que hacían. Los superventas tenían una poética práctica, “trucos del oficio” para pescar lectores. Los metaliterarios tenían variadísimas poéticas ideales, muy precisas, especialmente en una cosa: la literatura empieza y termina en el escritor.

Al acercarme a los treinta años empecé a inquietarme. Ya era adulto y no tenía una poética, ni práctica ni ideal. Poco podía hacer: otra de mis nociones formativas era que un artista no aprende sino que “se accidenta”. Es cierto que hay que leer y escribir mucho, además de vivir lo más posible. Pero toda esa experiencia solo se ilumina cuando un azar la hace significativa.

Primer “accidente”. Ocurrió mientras asistía a un congreso literario en la Universidad de Erlangen, en el verano de 1997. Afuera pedaleaban miles de universitarios dotados de bulbosas pantorrillas teutonas (cada pantorrilla parecía un cerebro adicional). Adentro del Kneipe el traductor al alemán de una de mis novelas me explicaba, acongojado, sus dificultades con la palabra “quizás”. Le resultaba arduo encontrar equivalentes para ese y otros adverbios de incertidumbre que yo había empleado, con tanta abundancia como inadvertencia. Olvidando su Schnaps, el traductor empezó a listarme las incertezas de mi estilo: “acaso, tal vez, a lo mejor, posiblemente, probablemente, quién sabe si, digamos, se diría que…”…”. Agobiado, el traductor me comunicó que se vería obligado a resolver con expresiones menos condicionales algunas frases. Me advirtió que el libro –lo lamentaba– “perdería en imprecisión”.

Qué paradoja, pensé: para traducirme el traductor se vería obligado a precisarme. Pero al volverme más seguro me traicionaría, porque le restaría posibilidades a mi relato. Los modos condicionales sugieren un narrador irresoluto, inseguro. Pero lo condicional también es potencial. “Potencial” en el doble sentido de posibilidad y de fuerza… Reflexioné sobre la debilidad y la potencia que se confunden en un buen “quizás”. Reflexioné pero, típicamente, no concluí nada preciso.

El segundo “accidente” me ocurrió en Viena, casi una década más tarde, en abril de 2006 (que ambos accidentes ocurran en lugares germánicos puede significar algo, pero no he llegado a intuir qué). El Instituto Cervantes recibía a algunos narradores para hablar de la “poética” de sus obras. Yo había aceptado la invitación sin reparar en el tema (un acto fallido, en la ciudad de Freud). Y solo ahora notaba, nervioso, que debía mostrar algo que no tenía. Unas horas antes de la mesa redonda me encerré en el hotel para, con improvisación latina, urdir una ponencia. Tendido en la cama, angustiado, revisé de memoria mis ficciones (las publicadas y las que planeaba) por si aparecía, milagrosamente, la visión de conjunto, el sistema, una saga, o al menos una serie…

Nada de eso. Al contrario, constaté que poco o nada unía a mis trabajos entre sí. La “serie” de mis ficciones, hasta entonces, era contradictoria, discontinua. Me lo habían insinuado antes pero solo vine a aceptarlo en ese hotelito vienés, cerca del palacio del Belvedere y sus Klimts. Como los cachorros de una perra callejera ninguno de mis libros se parecía al anterior. Encima de variar en escenarios, personajes y temas, el tono y el género dramático cambiaban radicalmente de una obra a la siguiente. A un melodrama psicológico en la selva, lo seguía una tragedia política en el desierto. Si por un descuido volvía a los mismos temas, lo hacía desde ángulos tan opuestos que se anulaban entre sí. A una novela “de formación”, idealista y romántica (y por lo tanto pesimista), la refutaba años más tarde con una farsa satírica (y en el fondo, enternecida).

Esa mañana había visitado el apartamento-consultorio-museo del doctor Sigmund Freud, en la Bergstrasse. Y ahora me preguntaba: “¿Sufriré de personalidad múltiple literaria? Parece que mis libros los escribieran distintas personas.” A ese paso –me daba cuenta– el conjunto de mis narraciones nunca formarían una OBRA. Ese ideal alquímico y retórico, flor de tesis doctorales y contraportadas, “la OBRA de Carlos Franz”, nunca sería dicho de mis libros. Mis ficciones nunca formarían un corpus. Serían corpúsculos, mónadas, electrones libres.

Preví la inanidad de mis trabajos. Sufrí un vértigo, una melancolía conocida (“no hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil.”) Al mismo tiempo, recordé a mi traductor afeándome mis incertidumbres en aquella universidad teutona de las pantorrillas como cerebros. Y en esa desesperación encontré una luz. Por libre asociación con ese primer accidente experimenté una revelación acerca de mi estilo que, a pesar de mis dudas, podría constituir una poética.

La incertidumbre de mi estilo, que había detectado aquel aplicado traductor, rimaba con la discontinuidad de mis obras. Aquella imprecisión en el léxico congeniaba con la disparidad de mis temas. La “serie” estaba en la inseguridad misma: los personajes se interrogaban sobre sus motivos, los narradores dudaban de sí mismos, el autor, desde afuera, se resistía a prestarles la anhelada armonía de un estilo constante. Como en una versión de los tres monos sabios de la fábula japonesa, en mi incoherente obra el personaje no ve, el narrador no oye y el autor se niega a hablar.

Decidí que esas pobrezas serían mi poética. Si toda estética es una ficción, rival de las obras que interpreta, ¿por qué no podría inventarme yo una “poética negativa”? Una poética que expresara mi incertidumbre acerca de las certezas estéticas. El defecto vuelto virtud. El caos tomado por cosmos. La inseguridad como libertad.

Salté de la cama y salí a las calles de Viena para ir a esa mesa redonda donde comunicaría este hallazgo accidental. Una poética de la incertidumbre.

 

Exposición vienesa

“Una poética de la incertidumbre podría explicar, quizás, ciertas confusiones”, argumenté ante la cortés y escasa audiencia vienesa que se enrarecía más en ese enorme salón de un antiguo palacio de “kakania”.

Sostuve que me aburre volverme previsible, saber lo que voy a escribir después. Confesé que para evitar ese aburrimiento en ocasiones he sido poético, y hasta barroco. En otras cortejé sin escrúpulos la austeridad y el minimalismo. Además de divertirme, creo haber obedecido a las necesidades del tema y no a una estética preconcebida. Pero, sobre todo, reconocí que no soy un monógamo del estilo, sino un infiel, me temo.

Me habría gustado tener la fidelidad a sí mismo de un Fellini; pero he sido más bien un infiel estético, como Stanley Kubrick.

Sin embargo, para mí “infidelidad” no equivale a desorden. Vista a posteriori, la promiscuidad estética puede parecer casi una rutina (tal como la otra, la de los que sí siguen una poética única). He escrito sucesivamente un melodrama, una tragedia, una farsa… Podría argumentar que vengo siguiendo un plan exploratorio de los géneros dramáticos. Me sería muy útil en giras promocionales, facilitaría las entrevistas, impresionaría en mesas redondas. Sin embargo, debo admitir que no hay programa en mi desorden, excepto la voluntad de no repetirme. Mi poética de la incertidumbre ha sido, encima, accidental.

Por otra parte, esa poética de la incertidumbre podría disculparme un estilo metafórico que no siempre he deshonrado. La metáfora ha sido el rasgo de estilo más constante en mi inconstante obra. La metáfora que prefiere la semejanza a la identidad, y la comparación a la definición. Las metáforas que atenúan diferencias mediante conjunciones comparativas (“como”, “parece”, “semeja”), intentando definir un matiz impreciso de la cosa y, al matizarla, le añaden una imprecisión deliberada.

Para mí el asunto va todavía más lejos: la metáfora, al ver semejanza en cosas disímiles, establece una duda sobre la identidad de las mismas, las relativiza a ambas.

Aunque suene, precisamente, metafórico, llamo a esa inseguridad “realismo”. Un final abierto, por ejemplo, es más realista que uno cerrado. El lector se queda con el reto, y la libertad, de continuarlo. Tal como ocurre con los grandes enigmas de la vida, que nadie nos aclara; somos nosotros quienes los significamos. Las narraciones más seguras de sí mismas (los narradores más seguros), falsean el mundo. Porque tienden a cerrar el argumento. Y a encerrarse en un estilo. Lo contrario de lo que ocurre en la vida que nunca nos aclara sus motivos, ni predice sus giros, ni mantiene sus formas. Especialmente en las cosas importantes, como el amor, la vocación, el poder, la muerte…

Heráclito (el oscuro) sospechó que “la índole humana no comporta certezas”. Esa incierta índole humana armoniza con la esencial irresolución del universo, que carece de voluntad clara, cuyos derroteros titubean. El mundo vacila, se interroga y no se resuelve. Sobre todo la muerte: esa gran indecisa. ¿Alguien sabe la fecha de su cita? ¿La sabe ella? La mala literatura y el mal arte, en general, se sienten seguros. La buena literatura duda y tiembla.

Recuerdo que al llegar a ese punto, durante aquella exposición vienesa, me detuve a dudar un instante. “Puede que me equivoque, claro”, tartamudeé. Pero, aunque me equivocara afirmé preferirlo por una razón: la libertad. Prefiero la incertidumbre porque prefiero la libertad. Prefiero el riesgo de desconocer el sentido antes que la obligación de seguir un camino.

Una poética así entraña una actitud que siempre me ha resultado natural: la inseguridad. Desde niño sufrí la inadaptación del irónico: cuando discuto mis interlocutores toman por exceso de seguridad personal los sarcasmos que expresan mí inseguridad gnoseológica. Me he consolado discutiendo con mis ficciones. Pero esa actitud mía desborda a la literatura. Creo carecer de toda ideología, excepto la duda sistemática, cartesiana. Admito ser un individualista incorregible: “díganme en qué están de acuerdo para oponerme”, digo. Tiendo a cuestionar lo que parece más seguro. Y a recordar a Hume, quien especuló que no hay leyes absolutas en la naturaleza, ni siquiera la gravedad o la muerte. Que no hayamos asistido a una excepción solo significa que no ha ocurrido “todavía”. (Estuve una vez en Edimburgo, apoyado contra la estatua de Hume. El día era inusualmente soleado, para Escocia, y la piedra trasmitía una agradable calidez. Me sentí acogido por Hume.)

No he sido muy hijo de mi época. Salvo en esto: las incertezas ideológicas de esta era post-utópica me calzan como un guante (fabricado a veces de hierro, y otras, de piel humana). El tiempo corre a favor de lo inesperado. Lo único seguro del porvenir es que no se parecerá a la historia. Creo que esa es la mejor política que un escritor de ficciones podría suscribir. Con todas sus consecuencias; y muchas excepciones.

Para mí la buena literatura es como este mundo inseguro de sí mismo. De hecho, a veces me parece haberlo habitado antes de vivirlo, leyéndolo en las novelas que anticipaban su espíritu. Lo leí en Dostoievski y en Conrad y en Mann. Y lo sigo leyendo en escritores como Auster o Coetzee. En la literatura honesta que, al no intentar definir su tiempo, lo retrata.

La anterior es una frase excesivamente “redonda”, lo sé. Al pronunciarla en Viena pagué el precio habitual: dudé y me quedé mudo. En blanco. Escrutando a la cortés audiencia vienesa, que parecía aún más enrarecida. ¿Estaría sonando demasiado seguro en mi defensa de la inseguridad? ¿Habría incurrido en el oxímoron de dar por cierta una poética de la incertidumbre?

Como narrador, sé que no se logra expresar la oscuridad, aclarándola.

Sin embargo, creo posible excusar las afirmaciones categóricas de este ensayo sobre la incertidumbre porque entiendo que, como ensayista, se puede ser más categórico que en las ficciones.

En el diario de Bioy sobre su relación con Borges encontramos que a este le molesta la inseguridad en los ensayos: “El estilo de T. S. Eliot es desesperante. Dice algo y enseguida lo atenúa con un quizá o según creo, o le resta importancia reconociendo que a veces lo contrario también es cierto.” Bioy dice que hay que tener el coraje de afirmar algo, a veces. Borges recuerda que “Goethe declaró que esas palabras como tal vez, quizás, según me parece, si no me equivoco deben estar sobreentendidas; que el lector puede distribuirlas donde lo juzgue conveniente y que él escribía cómodamente sin ellas”. (Noche del viernes 10 de agosto de 1956.)

Suscribo, hasta cierto punto, las prevenciones de Borges y Bioy sobre la excesiva inseguridad en los ensayos. Ya que en los ensayos el escritor trata de demostrar racionalmente alguna idea o, al menos, de expresar claramente una duda, resulta cobarde esconderlo detrás de demasiados adverbios de posibilidad. Quien lo hace se comporta como esa gente que en una discusión, antes de insultarnos, nos advierte que lo dicen “sin intención de ofender”.

Lo opuesto es válido para las ficciones: afirmar su realidad es una contradicción. Ya que en ellas el escritor intenta convencernos de que algo irreal es cierto, resulta legítimo y hasta decoroso, de vez en cuando, recordarnos que lo inventado es una posibilidad de lo real. Si merced a esas advertencias la impresión verosímil de una ficción aumenta es porque la realidad misma es insegura. Entonces, el escritor de ficciones que delata su inseguridad no solo es más honesto y cortés, sino que también es más potente.

La maldición del escritor de ficciones es igual a su don: se traiciona en lo seguro y acierta solo en lo potencial. Allí puede crear mundos donde la excepción es la ley. Donde el accidente es la regla.

Lo “potencial” tiene una doble potencia: tiene el doble sentido de posibilidad y de fuerza. Lo que puede ser es lo más potente. El quizás viene preñado de poder. En la inseguridad del relato se despliegan las múltiples posibilidades del ser.

Creo que al bajar de aquel escenario vienés, en lugar de “gracias”, murmuré: “quizás”. ~

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Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.


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